miércoles, 30 de agosto de 2017

"Reverdeciendo", de ARMANDO BLANCO FURNIEL (CUBA, )

Poema perteneciente al libro "La costumbre del muro", de fecha 1948  d.n.e.



Tu boca es un capullo que se abrió en besos
sobre el silencio tímido de mi soledad,
y tus besos fueron como el grito vivo
de tu carne perdida por las noches del ansia.


Fuiste una luz que desplegó sus pétalos
en el mutismo de los colores.
Lino blanco. Alma blanca. carne blanca.
Y un ayer de palomas virginales
era tu cola sobre un sendero de leche.

Y nacieron espinas de sombra en la flor,
que informaban toda
la pena oscura del Río bajo el crepúsculo
y el nihilismo afilado de la distancia.

Mas, como eres de luz
te desperezaste en las ramas de la aurora
y cayeron las sombras al fondo de la noche.

Y hoy de nuevo:
Lino blanco. Alma blanca. Carne blanca;
la boca como una flor de carne
sobre el tallo de la vida,

y la vida como un instinto desvelado
y sin pupilas: mis ansias lactan estrellas
en las albas redondas de tus senos.


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sábado, 26 de agosto de 2017

"Amor condusse noi ad una morte", de XAVIER VILLAURRUTIA GONZÁLEZ (MÉJICO, 1903-1950 d.n.e.)



Amar es una angustia, una pregunta,
una suspensa y luminosa duda;
es un querer saber todo lo tuyo
y a la vez un temor de al fin saberlo.
Amar es reconstruir, cuando te alejas,
tus pasos, tus silencios, tus palabras,
y pretender seguir tu pensamiento
cuando a mi lado, al fin inmóvil, callas.
Amar es una cólera secreta,
una helada y diabólica soberbia.
Amar es no dormir cuando en mi lecho
sueñas entre mis brazos que te ciñen,
y odiar el sueño en que, bajo tu frente,
acaso en otros brazos te abandonas.
Amar es escuchar sobre tu pecho,
hasta colmar la oreja codiciosa,
el rumor de tu sangre y la marea
de tu respiración acompasada.
Amar es absorber tu joven savia
y juntar nuestras bocas en un cauce
hasta que de la brisa de tu aliento
se impregnen para siempre mis entrañas.

Amar es una envidia verde y muda,
una sutil y lúcida avaricia.
Amar es provocar el dulce instante
en que tu piel busca mi piel despierta;
saciar a un tiempo la avidez nocturna
y morir otra vez la misma muerte
provisional, desgarradora, oscura.
Amar es una sed, la de la llaga
que arde sin consumirse ni cerrarse,
y el hambre de una boca atormentada
que pide más y más y no se sacia.

Amar es una insólita lujuria
y una gula voraz, siempre desierta.
Pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
como un río de olvido y de tinieblas,
y navegar sin rumbo, a la deriva:
porque amar es, al fin, una indolencia.


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martes, 22 de agosto de 2017

"Gamiani, dos noches de pasión", de ALFRED LOUIS CARLES DE MUSSET (FRANCIA, 1810-1857).

Fragmento perteneciente al libro "Gamiani, dos noches de pasión", de fecha 1833  d.n.e.



Caí aletargado. Cuando me repuse, tenía ante mí a tres jóvenes hermosas que mal velaban sus maravillosas carnes con sendas túnicas blancas.

Las tres estaban sentadas cerca de mi lecho. Pensé que seguía soñando; pero luego me advirtieron de que aquellas tres jóvenes estaban allí por disposición del médico, que, comprendiendo mi mal, quería probar el único remedio que podía curarme.

Tomé la mano de una de las jóvenes y se la besé con ansia. Era una mano carnosa y blanca.

A mis caricias correspondió la muchacha besándome en la boca con sus labios rojos y frescos.

El delicioso contacto me hizo estremecer de gozo.

En un rapto de demencia grité, dirigiéndome a las jóvenes:

—¡Hermosas mías, quiero gozar en vuestros brazos, gozar hasta el delirio, gozar hasta morir! ¡No me neguéis ninguno de los placeres que podéis darme!

Arrojé al suelo las ropas de la cama y me tendí a lo largo, colocando diestramente una almohada debajo de los riñones. Mi virilidad se mostraba desafiante y soberbia.

—¡Ven tú, graciosa morena, la del pecho recio y blanco! Siéntate a los pies de la cama y junta bien tus piernas con las mías. ¡Así! Acaricia suavemente mis pies con los delicados botones de tus senos. ¡Oh, qué gusto!

—¡Ven, ven —seguía diciendo, con palabras enérgicas y entrecortadas—; ven a mí para que yo coma tus ojos y tu boca! ¡Así te quiero! ¡Ponme aquí el dedo…! ¡Aquí! ¡Despacio!… ¡Más despacio! ¡Más!…

Al mismo tiempo se agitaban las tres mujeres, excitándome al placer.

Yo seguía frenético la dulce lucha, los lascivos movimientos y las forzadas posturas. De todas las bocas salían gritos, suspiros y frases entrecortadas; por mis venas corría un río de fuego; todo mi cuerpo se estremecía.

Mis manos se deleitaban oprimiendo dos recias manzanas de ardiente carne, o pasaban, crispadas y frenéticas, a buscar encantos más encendidos.

Luego mi boca reemplazó a mis manos; ávido de goce, lamía y mordía, y las palabras de súplica para que cesara en el juego deleitoso enardecían mi afán en lugar de contenerlo.

No tardó en llegar el agotamiento. Quedé como muerto y mi cabeza cayó pesadamente.

—¡Basta! ¡Basta! —supliqué, sin fuerzas.

Las tres jóvenes cayeron sobre mí pesadamente, sin sentido y jadeantes.


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lunes, 21 de agosto de 2017

"La alfombrilla de los goces y los rezos", de LI YU (CHINA, 1611-1680 d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "La alfombrilla de los goces y los rezos", de fecha 1657  d.n.e.



CAPÍTULO III.


... Véspero fue a visitar a un comerciante en arte y le compró un álbum de exquisitas imágenes del palacio de primavera hechas por la mano del académico Zhao Mengfu de la dinastía Yua. Había en total treinta y seis estampas que seguían los versos del poema Tang En los treinta y seis palacios todo es primavera. Llevó el álbum a casa y lo dejó en el dormitorio con la intención de mirarlo juntos para lograr que Esencia de Jade comprendiera que el acto sexual no es una cosa uniforme, sino que adquiere multitud de formas para nuestro placer.

—Este libro muestra que las técnicas de que te hablé no fueron inventadas por mí, sino que en tiempos remotos ya las practicaban los antiguos. Te he traído estos modelos a manera de respuestas a unos exámenes para demostrar lo que digo.

Cuando cogió el álbum de sus manos, Esencia de Jade no tenía la menor idea del tema que trataba, pero supuso que contenía paisajes o pinturas florales. Al abrirlo, vio que las dos primeras páginas llevaban un título en letras mayúsculas: IMÁGENES DEL PALACIO HAN. «En el palacio Han habría muchas mujeres virtuosas», pensó, «y estos deben de ser sus retratos; veamos qué aspecto tenían para haber sido capaces de hacer las cosas virtuosas que hicieron».

Pero cuando volvió la página, llegando así a la tercera, y vio a un hombre y a una mujer copulando completamente desnudos encima de una piedra ornamental, se le arrebolaron las mejillas y montó en cólera:

—¿De dónde has sacado algo tan pernicioso? El mero hecho de su presencia es suficiente para contaminar los aposentos de una señora. ¡Haré que la criada se lo lleve inmediatamente y lo queme!

Véspero alargó la mano para contenerla.

—Este es un ejemplar raro que vale cien taels y que le pedí prestado a un amigo. Si puedes permitirte el lujo de pagárselo, quémalo. Si no puedes, te ruego que lo dejes y me permitas gozarlo un día o dos antes de devolvérselo.

—¡Si quieres perfeccionar tu mente, hazlo contemplando caligrafías o pinturas famosas! ¿Qué sentido tiene mirar esta clase de álbum frívolo?

—Si este álbum fuera frívolo —respondió Véspero—, el artista no habría pintado estas imágenes ni el coleccionista habría pagado una suma enorme para comprarlo. Precisamente porque se trata del tema más serio desde la mismísima Creación, los artistas han elegido pintarlo, montarlo en seda, ponerlo a la venta en tiendas de arte, y conservarlo en bibliotecas... con el único propósito de aconsejarle a la posteridad sobre los modelos de conducta acertados. De lo contrario, con el correr del tiempo, se perdería gradualmente todo conocimiento del fortalecimiento recíproco del yin y el yang, maridos y esposas se rechazarían entre sí, cesaría la reproducción y, por último, se extinguiría la humanidad. No lo pedí prestado para mirarlo a solas, sino para hacer que comprendieras que este principio es el que posibilita concebir y dar a luz, y también para evitar que te veas desencaminada por un padre puritano, con lo que nunca podrás tener hijos. ¿Por qué te alteras tanto?

—Sencillamente, porque no creo que esta conducta sea respetable. Si lo fuera, ¿por qué los antiguos que establecieron nuestro código moral no hicieron que la gente lo practicara abiertamente a la luz del día, delante de otros? ¿Por qué insistieron en que se hiciera en privado, en secreto y en plena noche, en lugares oscuros, como si fuéramos ladrones? Eso demuestra que no es respetable.

Véspero se echó a reír.

—No puedo reprocharte estas opiniones. La culpa es de tu padre por mantenerte encerrada de puertas adentro sin que una amiga experimentada te hablara del sexo. Por tal motivo eres abismalmente ignorante. Tú piensas que soy el único hombre del mundo con estas inclinaciones, y que todas las mujeres del mundo son tan puritanas como tú, y que nunca lo hacen a la luz del día y se empeñan en esperar hasta la noche. No aciertas a comprender que todas las parejas lo hacen a la luz del día y que, cada vez que lo hacen, son francos al respecto y dejan que los demás se enteren. Dime una cosa: si los hombres y las mujeres no lo hicieran a la luz del día, ¿cómo supo de estas técnicas el artista? ¿Cómo pintó tan excelsamente las figuras, dotándolas de tanta vida que nos excitamos con sólo mirarlas?

—Bien, mis padres también son marido y mujer. ¿Por qué no lo hacen a la luz del día?

—¿Cómo sabes que no?

—Si lo hicieran, sin duda alguna vez los habría sorprendido mientras lo hacían. ¿Cómo explicar que en mis quince años de vida nunca me haya dado cuenta? Nunca he visto ni oído nada.

Véspero soltó una carcajada estruendosa.

—¡Mi pobre alma bendita! Los niños son los únicos que no ven ni oyen lo que ocurre a su alrededor. ¡No hay una sola criada ni un sirviente que no lo sepa! Cuando tus padres quieren hacerlo, esperan a que tú estés en otro sitio para echar el cerrojo a la puerta. Temen que, si los ves, tus deseos sexuales se vean estimulados y empieces a desfallecer por un amante y caigas en un estado de depresión; por eso te engañan. Si no me crees, pregúntale a la criada de tu madre si lo hacen o no en las horas diurnas.

Esencia de Jade meditó un momento.

—A menudo cierran su puerta durante el día para echar una siesta, y supongo que entonces podrían hacerlo. ¡Pero la sola idea es tan perturbadora! Tú mirándome, yo mirándote... ¿Cómo podríamos hacerlo así?

—Es diez veces más gozoso con luz, y lo más maravilloso es que, justamente cuando nos miramos el uno al otro, nos excitamos de verdad. Sólo hay dos tipos de parejas que nunca tendrían que hacerlo a la luz del día; pero, salvo estos, todo el mundo debería hacerlo.

—¿Cuáles son esas parejas?

—Un marido feo casado con una mujer hermosa y una esposa fea casada con un hombre apuesto.

—¿Y por qué ellos no pueden hacerlo a la luz del día?

—Nuestro goce depende de tu amor por mí y de mi amor por ti, además de la interacción de nuestras fuerzas vitales y vasos sanguíneos. Si la esposa tiene la piel blanca como la nieve, suave y delicada, una piel como el jade pulido a la perfección, cuando su marido le quita la ropa y la estrecha contra su pecho, estará todo el tiempo mirándola y, naturalmente, su excitación se multiplicará por diez, y lo que tiene entre las piernas automáticamente se endurecerá, se pondrá más rígido, más grueso, más largo. Pero imagina que la esposa vea que su marido parece un ogro, con la piel oscura y basta. Mientras él tenga la ropa puesta, ella no lo notará, pero cuando él se haya desnudado, su fealdad será plenamente visible. En realidad, no podrá ocultarse. Más aún, producirá tal contraste con la piel de ella, blanca como la nieve, que aquello que habría parecido meramente feo se verá horrendo. ¿No crees que ella reaccionará con asco? Y su asco se le notará en la voz y en la cara y, cuando el marido lo note, la dureza y la rigidez de lo que tiene entre las piernas automáticamente se ablandará, y el grosor y la largura mermarán. Lejos de obtener placer, se sentirá humillado. Le habría ido mucho mejor haciéndolo de noche, momento en el que podría haber ocultado sus defectos.

»Esto en cuanto a la esposa hermosa casada con un hombre feo. Al marido apuesto casado con una mujer fea le ocurre exactamente lo mismo y no es necesario que hablemos de ello. Sea como fuere, por eso digo que sólo hay dos tipos de parejas que no deberían hacerlo durante el día. Pero en el caso de parejas como tú y yo, igualmente blancos, rosados, suaves y delicados, si no obtenemos nuestro placer a la luz del día y nos mostramos nuestros cuerpos, escondiéndonos bajo la ropa de la cama y buscándonos a tientas en la oscuridad, ¿acaso no estamos escondiéndonos nuestros méritos, tal como hacen las parejas feas? Si no me crees, hagamos la prueba y comparemos el placer que extraemos con el que gozamos de noche.

Para entonces Esencia de Jade estaba casi convencida, aunque no dispuesta a reconocerlo. Sin embargo, un brillo rosado sofocó sus mejillas y apareció en sus ojos un destello sensual.

«Comienza a mostrar algo de interés», pensó Véspero. «Yo tenía pensado empezar enseguida, pero esta es la primera vez que se han despertado sus deseos y su apetito no está aún lo bastante desarrollado. Si se lo dejo probar ahora, será como un hambriento al ver la comida: la engullirá sin escena».

Véspero acercó un butacón, se sentó, puso a Esencia de Jade sobre sus rodillas, luego abrió el álbum y le mostró una imagen tras otra. Este álbum se diferenciaba de otros porque en la primera página de cada hoja contenía la estampa erótica, y en el dorso aparecía un comentario sobre ella. La primera parte del comentario explicaba la actividad pintada, mientras el resto alababa la habilidad del artista. La autoría de todos los comentarios se debía a escritores famosos.

Véspero dijo a Esencia de Jade que tratara de imaginarse a sí misma en el lugar de las personas allí representadas y que tratara de concentrarse en sus expresiones para poder imitarlas más adelante.

Mientras ella miraba las imágenes, él leía en voz alta los comentarios:

Pintura número uno. Posición: «Liberación de la mariposa en busca de fragancia». La mujer abre sus piernas y el hombre lleva el pincel de jade a su vagina y lo mueve de un lado a otro buscando el corazón de la flor. En el momento representado, la pareja sólo está en los comienzos y aún no ha alcanzado el éxtasis, de modo que ambos tienen los ojos abiertos de par en par y su expresión no se diferencia mucho de la normal.

Pintura número dos. Posición: «Dejando que la abeja haga miel». La mujer está echada de espaldas sobre la colcha de brocado, en el lecho, abrazándose a sí misma con las manos, y con las piernas en alto para salir al encuentro del pincel de jade y mostrándole al hombre la localización del corazón de la flor para que él no arremeta al azar. En el momento representado, la expresión de la mujer es casi voraz, mientras el hombre parece tan alterado que el observador siente ansiedad por él. El arte supremo en su momento más travieso.

Pintura número tres . Posición: «El pájaro perdido retorna al bosque». La mujer se inclina hacia atrás en el diván bordado con la piernas en el aire, aferrando las nalgas del hombre y orientándolas directamente hacia abajo. Ella parece haber entrado en el estado de éxtasis y teme perderlo. La pareja está en el momento de mayor esfuerzo y muestra una vitalidad extraordinaria. Esta escena tiene la maravillosa calidad de «pincel volador y tinta danzante».

Pintura número cuatro. Posición: «El caballo hambriento corre al pesebre». La mujer yace en el diván con los brazos alrededor del hombre como si quisiera limitar sus movimientos. Mientras él sostiene las piernas de ella sobre sus hombros, todo el pincel de jade penetra en la vagina, sin dejar nada fuera. En el momento representado, se encuentran en el instante de la eyaculación; están a punto de cerrar los ojos y de tragar cada uno la lengua del otro, siendo sus expresiones idénticas. El arte supremo, sin lugar a dudas.

Pintura número cinco. Posición: «Los dos dragones que luchan hasta caer». La cabeza de la mujer reposa al lado de la almohada y sus manos caen lánguidas, derrotadas, blandas como la seda floja. La cabeza del hombre reposa junto al cuello de ella, lánguido todo su cuerpo, también blando como la seda floja. Ella ha alcanzado el clímax y su alma está en un tris de volar en sueños de futuro. Es un estado de calma después de una actividad febril. Sólo sus pies, que no han bajado y siguen apoyados en los hombros de él, transmiten algún indicio de actividad, lo que lleva al observador a comprender su éxtasis y pensar en unos amantes sepultados juntos.

Cuando Esencia de Jade llegó a esta página, sus deseos sexuales estaban en plena ebullición y ya no podía dominarlos. Véspero volvió la página y estaba a punto de mostrarle la siguiente imagen cuando ella apartó el libro y se levantó.

—¡Vaya libro! —exclamó—. Hace que una se sienta turbada con sólo mirarlo. Léelo tú si quieres. Yo voy a echarme.

Véspero la tomó en sus brazos.

—Corazoncito, hay más imágenes muy buenas. Mirémoslas juntos y luego vayamos a echarnos.

—¿No tienes tiempo mañana? ¿Por qué tienes que terminarlo hoy?

Véspero sabía que Esencia de Jade estaba excitada, y la abrazó y la besó. Cuando la besaba con anterioridad, intentaba introducirle la lengua en la boca, pero los dientes de ella, firmemente apretados, se lo impedían. En consecuencia, después de más de un mes de matrimonio, ella aún no conocía su lengua. Pero en esta ocasión, en cuanto él le tocó los labios, esa lengua blanda y penetrante de alguna manera traspasó los dientes y entró en su boca.

—Corazoncito, no es necesario usar el lecho —dijo Véspero—. ¿Por qué no hacemos de este butacón nuestra piedra e intentamos imitar la pintura del álbum? ¿Qué me dices?

Esencia de Jade fingió encolerizarse.

—¡La gente no hace esas cosas!

—Tienes razón, la gente no las hace. ¡Las hacen los inmortales! ¡Seamos inmortales un rato!

Véspero alargó la mano y le desató el cinturón. El corazón de Esencia de Jade estaba bien dispuesto, aunque no sus palabras, y se limitó a colgarse del hombro de él sin ofrecer resistencia. Al quitarle los pantalones, Véspero notó una gran mancha de humedad en los hondillos, provocada por las secreciones de Esencia de Jade mientras miraba las imágenes. Véspero se quitó sus pantalones y la llevó al butacón, donde la hizo sentarse con las piernas separadas. Luego insertó su pincel de jade en la vagina, antes de quitarle la ropa que le cubría el busto.

Te preguntarás que por qué no empezó por la parte superior y fue bajando, en lugar de quitarle primero los pantalones. Tienes que entender que Véspero era un amante experimentado. De haberle quitado primero la ropa de arriba, pese a la excitación, ella habría seguido cohibida y planteado todo tipo de pretextos esquivos. Por eso él decidió adoptar en primer lugar la posición clave y dejar que cayera después en sus manos el resto del territorio, estrategia que en términos militares se corresponde con la de apoderarse del líder rebelde y destrozar su fuerte. De hecho Esencia de Jade no planteó resistencia, sino que le dejó soltar sus brazaletes de oro, desatarle el fajín de seda y despojarla del resto de la ropa, incluidas las prendas interiores y la banda del pecho, todo salvo los escarpines.

¿Por qué le quitó todo salvo los escarpines? Tienes que entender que a una mujer puede quitársele todo lo que lleva puesto, pero no los escarpines. ¿Por qué? Porque estos cubren las ataduras de los pies, y cuando las mujeres se atan los pies se ocupan de que la parte inferior se vea pulcra, pero dejan la parte superior descuidada y por ende poco atractiva. Más aún, en última instancia, los pies diminutos necesitan un par de pequeños escarpines encima si han de ser atractivos. Sin ellos serían tan desagradables a la vista como una flor sin hojas a su alrededor, y por tal motivo Véspero, astutamente, se los dejó puestos.

Después de desnudarla, él mismo se quitó hasta la última prenda y, luego, en pleno orden de batalla, separó los diminutos pies de Esencia de Jade y, colocándolos a los costados del butacón, empujó su pincel de jade y empezó a llevarlo a izquierda y derecha en el interior de la vagina, buscando el corazón de la flor, como en la primera imagen. Poco después, Esencia de Jade abrió los brazos y presionó hacia abajo en el asiento, forzando gradualmente a la vulva hacia arriba, al encuentro de la arremetida del pincel de jade. Si este iba a la izquierda, ella se movía a la izquierda para recibirlo; si iba a la derecha, se movía en este sentido. De pronto el pincel de jade llegó a un punto en el que le produjo una sensación, algo entre un dolor agudo y un escozor desmedido, sensación a la que no podía renunciar, pero que le resultaba insoportable.

—Mantenlo ahí —le dijo a Véspero—. No sigas empujando si no quieres matarme a puñaladas.

Véspero conoció que había llegado al corazón de la flor y la obedeció, concentrando sus fuerzas en el ataque a ese único lugar. Abandonó sus tácticas de diversión y poco a poco puso en juego todas las técnicas que conocía, acometiendo más rápido y profundamente que antes. Después de unos centenares de arremetidas, percibió que ella movía instintivamente las manos para aferrarle los muslos y hacerlos bajar, con fuerzas que había sacado no se sabe de dónde. Antes, Esencia de Jade había imitado a plena conciencia la imagen erótica, pero este movimiento era una reacción no intencionada de la que no se daba cuenta.

Aparentemente, era algo que estaba incluso más allá de la capacidad del álbum en sus representaciones.

Para estar en igualdad de condiciones, Véspero abrió los brazos y empujó las nalgas de ella hacia él. Se sorprendió al encontrarlas empapadas en mares embravecidos, resbaladizos como el aceite e imposibles de aferrar. «La excitación de Esencia de Jade está en su punto culminante», pensó Véspero. «En justicia, ahora tendría que dificultarle las cosas, pero dado que esta es la primera vez que rompe su ayuno vegetariano, tengo que dejarla comer hasta que se harte a fin de que adquiera el gusto por la carne, antes de comenzar a aplicar mis métodos de adiestramiento del halcón».

Véspero le levantó los pies y los acomodó sobre sus hombros, le rodeó con sus brazos la esbelta cintura y hundió la espada hasta la empuñadura. Ahora el pincel de jade parecía más grande que nunca y llenaba toda la vagina sin dejar el más mínimo resquicio. Después de varios cientos más de arremetidas, notó que los ojos chispeantes de su esposa estaban vidriados, y sus guedejas en desorden. Daba la impresión de estar quedándose dormida.

Véspero le dio un par de suaves palmadas.

—Corazoncito, sé que estás a punto de correrte, pero este butacón es más bien incómodo. Acabemos en el lecho.

Esencia de Jade, que estaba en el momento crítico, temió que si se movían él sacara el pincel de jade y que su placer fuera breve. Además, sentía tan doloridos y débiles los miembros que tampoco habría podido moverse, ni siquiera para ir hasta la cama. Por eso al oír la sugerencia de su marido, cerró los ojos y meneó la cabeza.

—¿Es porque no puedes moverte, corazoncito?

Ella asintió.

—Yo tampoco puedo separarme de ti Deja que te lleve.

Véspero apretó los brazos alrededor de su cintura y la alzó con la lengua de ella todavía en la boca y su pincel de jade todavía en la vagina. Luego, embistiendo mientras andaba, en la posición de «Contemplando las flores a lomos de caballo», la llevó a la cama, donde la depositó atravesada.

A continuación cogió una almohada para colocársela bajo la cintura, le apoyó las piernas y empezó de nuevo. Tras otros centenares más de acometidas, repentinamente Esencia de Jade gritó:

—¡Queridísimo, no puedo más! —lo apretó muy ceñidamente y comenzó a murmurar incoherencias como un agonizante en los últimos estertores.

Véspero comprendió que ella había soltado su esencia y apretó el pincel de jade contra el corazón de la flor y, con las piernas de ella agitándose en el aire, lo amasó con todas sus fuerzas hasta eyacular al mismo tiempo.

Después de dormir un rato abrazados, Esencia de Jade despertó.

—Queridísimo, acabo de morirme. ¿Lo sabías?

—¿Cómo podía ignorarlo? Pero esto no se llama morir, sino correrse.

—¿Por qué se llama correrse?

—Los hombres tienen esencia masculina y las mujeres esencia femenina y, cuando llegan al clímax del placer, sueltan sus esencias. Pero, inmediatamente antes, todo el cuerpo, incluyendo la piel, la carne y los huesos, todo se ve abrumado por una languidez sensual y la mente se nubla como cuando uno está quedándose dormido. En ese momento emerge la esencia, y eso significa correrse. Esto aparecía en la quinta pintura del álbum. Tú lo viste, de modo que entiendes lo que quiero decir.

—Y, según tú, ¿se puede volver a la vida después de correrse? ¿No se muere una realmente?

—El hombre y la mujer se corren cada vez que lo hacen. La esencia de algunas mujeres emerge con mucha rapidez y hay algunas que se corren docenas de veces, mientras el hombre se corre una sola vez. ¡A eso le llamo yo placer! ¡Claro que no mueres!

—Por un placer como el que acabo de experimentar estaría dispuesta a morir. ¡Y pensar que ni siquiera tengo que morirme! En tal caso, a partir de ahora me correré todos los días y todas las noches.


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domingo, 20 de agosto de 2017

"Desnuda", de ROQUE DALTON GARCÍA (EL SALVADOR, 1935-1975 d.n.e.)



Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo
.

Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño perdido
que en ti dejara quietas su edad y sus preguntas.

Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo,
el credo que me nutre,
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.

Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.


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sábado, 19 de agosto de 2017

"Los besos dados", de VICENTE ALEIXANDRE (España, 1898-1984 d.n.e.)



La memoria de un hombre está en sus besos,
pero nunca es verdad memoria extinta.
Contar la vida por los besos dados
no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria.
Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo.
Hacer es vivir más, o haber vivido,
o ir a vivir. Quien muere vive, y dura.
Así callado, aún mis labios en los tuyos,
te respiro.
O sueño en vida o hay vida.
La sospechada vida está en el beso
que vive a solas.
Sin nosotros, luce.
Somos su sombra. Porque él es cuerpo cuando
ya no estamos.


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viernes, 18 de agosto de 2017

"Caracoles de nieve", de LUCAS BUCHILLÓN CARVAJAL (CUBA, 1935-1977 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Poesía escogida", de fecha 2001  d.n.e.



La realidad es lisa y con la cara triste
pero es potente, dura; correctamente existe.
La luna, no es la luna que sueñan los poetas
un disco de oro viejo luciendo una coqueta
sonrisa desde el cielo. Es una bola inmensa
con cráteres crecidos. Más pobre que la tierra.

El mar no es el eterno santuario del marino
sino un temible acuario con humedad y frío
donde la sal estorba y es sal todo su giro
con un color distinto en cada nuevo sitio.

El agua de los lagos con su azul transparencia
donde se mece el junco y anidan las estrellas
no es el remanso dulce que buscan los poetas
para escribir el verso donde aparece ella.
Es la masa incolora, insípida y compacta
de hidrógeno y oxígeno, con su fórmula rara
con su tiempo y su espacio, sus piedras y su lodo
en luchas inconclusas debajo de su fondo.

El cuerpo no es conjunto armónico y perfecto
creado por Natura cual producto supremo.
Es un montón de carne cubriendo el esqueleto
con apetencias raras de sol y firmamento.

El corazón del hombre no es el blasón del alma
repleto de ternuras, sediento de esperanzas
que tiembla ante los ojos de la mujer amada
y se seangra y gime con la infantil desgracia.

Es un órgano sordo y además, insensible
con ventrícolas venas, válvulas y tabiques.
Y puede transplantarse de un hombre para otro
lo mismo que un dinamo a un automóvil roto.

La piel de las mujeres, sensiblemente tersas
con transmisible hechizo de lirios y aguas frescas
que incita en el delirio de las noches de fiesta
un espumoso encanto como las rosas nuevas.

No es amapola inmensa, que cubre el infinito
santuario de las formas, donde comienza el mito
de la ilusión más honda. Es dermis, epidermis
periferias y poros, con bellos incoherentes
un espejismo hermoso que el tiempo arruga y muerde.

Los senos de la hembra no son palomas blancas
con suavidad de lirios -como de ropa y nácar-
sino un montón de venas que se ocultan y aplastan
con la intención morbosa de dilatar las ansias.
Caracoles de nieve sobre un mundo de llamas
santificado sólo cuando el pequeño mama.

La risa de una boca, donde brotan las perlas
de ocho incisivos no es cascabel que rueda
para incitar el beso
ni es palpitar de alas
sino un reflejo incierto al contraer la cara
un escape exprofeso cuando un espasmo agrada.

El beso no es vuelo secreto de dos almas
cruzando sobre el puente de la ilusión más alta.
Es el pobre contacto de dos bocas cruzadas
en ligazón de huesos, de virus y de balas
el germen transmisor -según los autosabios
que ponen el pañuelo para besar los labios-
.

La música, ese arpegio que ejecutara Orfeo
para embriagar los dioses de los Olimpos griegos
que nos endulza el alma y nos empina el cuerpo
cuando florece el arco sagrado de un recuerdo
es el sonido acorde -de cuerdas o de vientos-
escrito con un lápiz, medido con un metro
logrado con desganas en noches de desvelo
entre ensayos, borrones, cigarros y bostezos.

El canto de las aves con su rumor de nidos
no es el violín del viento naciendo entre los pinos
es un esbozo torpe del cuello comprimido
un ruego o una queja carentes de sentido.

Y la flor, esa ninfa de incomparables galas
mueve bajo el viento sus transparentes alas
la que perfuma el aire con su tenaz fragancia
y da la miel más pura y da vida, alas mansas
mariposas del mundo. ¡Y las enamoradas!
No es el color del sueño ni el labio de la amada
sino cáliz, corola, estambres y pistilos,
la punta de un retoño con un color bonito
que se insemina y pare a voluntad de un bicho.

Y el amor, ese hechizo sublimemente grande
que brota desde el fondo de nuestra propia sangre
en reclamo de todo lo ansiado y lo soñable.
¿Es la atracción del sexo? ¿Es la pasión del hambre?
¿Es el miedo de estar solo como un perro en la calle?

No resisto el "realismo". Venid pues a juzgarme.
No resisto esta pobre verdad despoetizante
que aniquila lo bello para llorar cobarde
la sequedad de un mundo sin nada idealizable.

Yo seguiré mirando la vida con destellos
de soles milenarios, terriblemente bellos.
Aunque me juzguen tonto. Aunque me llamen necio.
Yo soy un hombre y amo. Soy un poeta y sueño.

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jueves, 17 de agosto de 2017

"Error de magia", de CARILDA OLIVER LABRA (CUBA, 1924 - d.n.e..)



¿Sería aquel beso
ya clavándose
sin que supieras darle cuerda
para que saliese a bailar con el domingo?

¿Sería aquel beso
que no quiso mirar el mediodía
y tú, alarmado,
le echaste muchas cosas a ver si lo arrastrabas:
una corriente de merluzas,
el humo del tabaco,
la saliva?

Un beso, nada más que un beso,
sólo un beso,
el simple juego de los labios,

que huyó una noche como perdido de otra alma
y sin saberlo fue tu penitencia.

Todo por un malabarismo sin fortuna,
por un error de magia,
por un ángel hirviendo en la redoma
que al fin se volvió malo
y te tapó la boca.

¿Así que te moriste, mi amor, de pura hambre,
ahogado por un beso
que nunca supo que tenía alas
?


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miércoles, 16 de agosto de 2017

"Los amantes", de BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO (ARGENTINA, 1886 − 1950 d.n.e.)



Ved en sombras el cuarto, y en el lecho
desnudos, sonrosados, rozagantes,
el nudo vivo de los dos amantes
boca con boca
y pecho contra pecho.

Se hace más apretado el nudo estrecho,
bailotean los dedos delirantes,
suspéndese el aliento unos instantes...
y he aquí el nudo sexual deshecho.

Un desorden de sábanas y almohadas,
dos pálidas cabezas despeinadas,
una suelta palabra indiferente,

un poco de hambre, un poco de tristeza,
un infantil deseo de pureza
y un vago olor cualquiera en el ambiente.


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martes, 15 de agosto de 2017

"Una modelo", de ANAÏS NIN CULMELL (FRANCIA, EE.UU., 1903-1977 d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro póstumo "Pájaros de fuego", de fecha 1979  d.n.e.



CUENTO SÉPTIMO.

Mi madre tenía ideas europeas sobre las jóvenes. Yo tenía dieciocho años. Nunca había salido sola con hombres, nunca había leído más que novelas literarias y, por supuesto, no era como las chicas de mi edad. Era lo que se podría llamar una persona protegida, como les ocurre a muchas mujeres chinas, instruida en el arte de sacar el mejor partido posible de los vestidos desechados por una prima rica, de cantar y bailar, de escribir con elegancia, de leer los mejores libros, de tener una conversación inteligente, de arreglarme bien el pelo, de mantener las manos blancas y delicadas, de utilizar únicamente el inglés refinado que había aprendido desde mi llegada a Francia y de tratar a todo el mundo con la mayor educación.

Este fue el resultado de mi educación europea. Pero yo era muy parecida a las orientales en otro sentido: a largos períodos de mansedumbre sucedían estallidos de violencia, tales como mal humor o rebeldía, o bien de decisiones súbitas y de inmediata puesta en práctica.

De repente, sin consultar a nadie ni pedir la aprobación de nadie, decidí ponerme a trabajar. Sabía que mi madre se opondría a mis planes.

Rara vez había estado sola en Nueva York. Ahora recorría las calles, respondiendo a toda clase de anuncios. Mis conocimientos no eran demasiado prácticos. Sabía lenguas, pero no sabía escribir a máquina. Sabía danza española, pero no los nuevos bailes populares. En ninguna parte inspiraba confianza. Parecía aún más joven de lo que era y demasiado delicada y sensible. Daba la impresión de no poder soportar ninguna carga, aunque sólo fuese una apariencia.

Al cabo de una semana lo único que había conseguido era la sensación de no servir para nada. Entonces fui a ver a una amiga de la familia que me tenía mucho aprecio. Esta amiga no estaba de acuerdo con la forma de protegerme de mi madre. Se puso contenta de verme, la maravilló mi decisión y se mostró deseosa de ayudarme. Hablándole, en broma, sobre mí y enumerando mis cualidades, se me ocurrió decir que la semana anterior había ido a visitarme un pintor y había dicho que mi rostro era exótico. Mi amiga se puso en pie de un salto.

—Ya lo tengo —dijo—. Ya sé lo que puedes hacer. Es cierto que tu cara es poco corriente. Pues bien, yo conozco un club donde los artistas buscan modelos. Te presentaré en el club. Es una especie de refugio para chicas, que así no tienen que ir de estudio en estudio. Los artistas se inscriben en el club, donde se les conoce, y llaman por teléfono cuando necesitan alguna modelo.

Cuando llegamos al club, en la calle Cincuenta y siete, había gran animación y mucha gente. Estaban preparando la función anual. Todos los años, todas las modelos se vestían con las ropas que mejor les sentaban y desfilaban ante los pintores. Me inscribí rápidamente por una pequeña suma y me enviaron escaleras arriba con dos señoras mayores que me condujeron a los vestuarios. Una de ellas escogió un vestido del siglo XVIII. La otra me levantó el pelo por encima de las orejas. Me enseñaron a maquillarme las pestañas. Vi un nuevo ser en los espejos. El ensayo estaba en marcha. Debía bajar las escaleras y dar un paseo alrededor de toda la sala. No resultó difícil. Fue como un baile de máscaras.

El día del espectáculo todo el mundo estaba bastante nervioso. Buena parte del éxito de las modelos dependía de aquel acontecimiento. Me temblaba la mano mientras me maquillaba las pestañas. La rosa que me habían dado para adorno me hacía sentirme un poco ridícula. Fui recibida con aplausos. Después que todas las chicas dieron una vuelta despacio alrededor de la sala, los pintores hablaron con nosotras, apuntaron nuestros nombres y concertaron citas. Mi agenda estaba llena de citas como un carnet de baile.

El lunes a las nueve en punto fui al estudio de un pintor famoso; a la una, al estudio de un ilustrador; a las cuatro en punto, al estudio de un miniaturista; y así sucesivamente. También había mujeres que pintaban. Estas se oponían a que utilizáramos maquillaje. Decían que cuando citaban a una modelo maquillada y luego le lavaban la cara antes de posar, ya no parecía la misma. Por eso no nos atraía demasiado posar para mujeres.

En casa, mi anuncio de que era modelo sentó como una bomba. Pero ya estaba hecho. Podía ganar unos veinticinco dólares semanales. Mi madre lloró un poco, pero por dentro estaba satisfecha.

Aquella noche hablamos en la oscuridad. Su dormitorio comunicaba con el mío y la puerta estaba abierta. A mi madre le preocupaba lo que yo supiera o dejara de saber sobre el sexo.

La suma de mis conocimientos consistía en lo siguiente: que había sido besada muchas veces por Stephen sobre la arena de la playa. Stephen se había echado sobre mí y yo había notado la presión de algo voluminoso y duro, pero eso era todo. Y para mi gran asombro, al llegar a casa había descubierto que estaba toda mojada entre las piernas. Esto no se lo había mencionado a mi madre. Personalmente me consideraba muy sensual y el que se humedeciera la entrepierna cuando me besaban ponía de manifiesto peligrosas inclinaciones para el futuro. En realidad, me sentía algo así como una puta.

—¿Sabes lo que ocurre cuando un hombre posee a una mujer? —me preguntó mi madre.

—No —dije yo—, pero primero me gustaría saber cómo poseen los hombres a las mujeres.

—En fin, me imagino que ya verías el pequeño pene de tu hermano cuando lo bañabas... Pues se pone grande y duro y el hombre lo mete dentro del cuerpo de la mujer.

Eso me pareció repulsivo.

—Debe ser difícil meterlo —dije.

—No, porque la mujer se humedece antes, de manera que se desliza fácilmente.

En ese caso, pensé para mí, a mí nunca me violarán, porque para mojarse una tiene que gustarle el hombre.

Pocos meses antes, habiéndome besado violentamente en el bosque un ruso muy grande que me acompañaba después de un baile, había llegado a casa anunciando que estaba embarazada.

También me acordé de otra noche en que varios de nosotros volvíamos de otro baile y yendo por la autopista habíamos oído gritos de muchachas. John, mi acompañante, detuvo el coche. Dos chicas corrieron hacia nosotros desde la maleza, desgreñadas, con las ropas desgarradas y ojerosas. Las dejamos entrar en el coche. Farfullaban caóticamente que las habían invitado a un paseo en moto y luego las habían forzado. Una de ellas no cesaba de decir:

—Si me lo ha roto, me mataré.

John paró en un albergue y yo acompañé a las chicas al servicio de señoras. Inmediatamente se metieron juntas en el water.

—No hay sangre —decía una—. Creo que no ha entrado.

La otra lloraba.

Las acompañamos a su casa. Una de las chicas me dio las gracias y dijo:

—Espero que nunca te ocurra a ti.

Mientras mi madre hablaba, me pregunté si era eso lo que temía, o más bien, para lo que me estaba preparando.

No puedo decir que cuando llegó el lunes no me sintiera incómoda. Tenía la sensación de que si el pintor era atractivo correría mayor peligro que si no lo era, pues si me gustaba me pondría húmeda entre las piernas.

El primero tenía unos cincuenta años, era calvo, de aspecto bastante europeo y con bigote. Tenía un hermoso estudio.

Puso un biombo para que me cambiara de ropa. Yo iba echando las prendas por encima del biombo. Al echar la última prenda interior sobre el biombo, vi la cara del pintor asomándose sonriente. Pero aquello era tan cómico y tan ridículo, como si fuera una escena de teatro, que no dije nada. Me vestí y adopté la pose.

Cada media hora podía descansar y fumarme un cigarrillo. El pintor puso un disco y dijo:

—¿Bailas?

Danzamos sobre el suelo bien pulimentado, dando vueltas entre cuadros de bellas mujeres. Al terminar el baile, me besó en el cuello.

—¡Qué rico! —dijo—. ¿Posas desnuda?

—No.

—Qué mala suerte.

Pensé que no era tan difícil desenvolverse. De nuevo había que posar. Las tres horas pasaron de prisa. El pintor hablaba durante el trabajo. Dijo que se había casado con su primera modelo; que ella era insoportablemente celosa; que cada poco se presentaba en el estudio y hacía una escena; que no le permitía pintar desnudos. Había alquilado otro estudio que ella no conocía. Con frecuencia lo usaba para pintar y también daba fiestas. ¿Me gustaría ir a alguna un sábado por la noche?

Al irme me dio otro besito en el cuello. Guiñó los ojos y dijo:

—¿No irás a hablar de mí en el club?

Volví al club a almorzar porque allí podía arreglarme la cara y refrescarme, y porque se servían almuerzos baratos. Había más chicas y estuvimos charlando. Cuando mencioné la invitación para el sábado por la noche, se echaron a reír, haciéndose señas unas a otras. No conseguí hacerlas hablar. Una de las chicas se había levantado la falda y estaba examinándose un lunar bien arriba de los muslos. Vi que no llevaba bragas, sino sólo un traje de raso negro que se le pegaba al cuerpo. Sonaba el teléfono y entonces avisaban a una de las chicas y ésa salía a trabajar.

Al día siguiente fue el joven ilustrador. Llevaba la camisa con el cuello abierto. No se movió cuando entré.

—Quiero ver mucha espalda y hombros —me gritó—. Ponte un chal o lo que sea.

Luego me dio un pequeño paraguas anticuado y unos guantes blancos. Me tiró del chal casi hasta la cintura. Lo que hacía era para la portada de una revista.

Tenía el chal colocado sobre los pechos de forma bastante precaria. Al ladear la cabeza con el ángulo que él me pedía, una especie de gesto incitador, el chal resbaló y aparecieron mis pechos. No quiso que me moviera.

—Me gustaría pintarlos —dijo.

Sonreía mientras trabajaba con el carbón. Al inclinarse para tomar medidas, me tocó las puntas de los pechos con el lápiz y me dejó una marquita negra.

—Mantén la pose —dijo cuando vio que iba a moverme.

La mantuve. Luego dijo:

—A veces las chicas os comportáis como si os creyerais los únicos seres con pecho o con culo. Veo tantos, que no me interesan, te lo aseguro. Siempre poseo a mi mujer vestida. Cuantas más ropas lleva, mejor. Y apago las luces. Sé demasiado bien cómo son las mujeres, he dibujado millones de mujeres.

El leve toque del lápiz contra los pechos me había endurecido las puntas. Eso me molestaba, porque en absoluto había sentido placer. ¿Por qué eran mis pechos tan sensibles? ¿Se daría él cuenta?

Él siguió dibujando y coloreando su obra. Se detuvo para beber whisky y me ofreció una copa. Mojó los dedos en el whisky y me tocó uno de los pezones. No estaba posando, así que me alejé enfadada. Él siguió sonriendo.

—¿No es divertido? —dijo—. Los calienta.

Era cierto que tenía las puntas duras y rojas.

—Tienes unos pezones muy bonitos. No necesitas pintártelos, ¿verdad? Son sonrosados de natural. La mayoría son de un color parecido al cuero.

Me tapé.

Eso fue todo por aquel día. Me pidió que volviera al día siguiente a la misma hora.

El martes tardó más en ponerse a trabajar. Hablaba. Tenía los pies montados sobre el tablero de dibujo. Me ofreció un cigarrillo. Yo estaba sujetándome el chal. Él me miraba y dijo:

—Enséñame las piernas. La próxima vez haré un dibujo de piernas.

Levanté las faldas por encima de las rodillas.

—Siéntate con la falda bien subida —dijo él.

Hizo un apunte de las piernas. Estábamos en silencio. Luego se puso en pie, dejó caer el lápiz en la mesa y me besó en mitad de la boca, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. Yo lo empujé con violencia. Eso le hizo sonreír. Rápidamente, me deslizó una mano bajo la falda, me palpó los muslos por encima de las medias y ya estaba de nuevo en su asiento antes de que yo pudiera moverme.

Recuperé la pose y no dije nada, porque acababa de hacer un descubrimiento: a pesar de mi enfado, a pesar de no estar enamorada, el beso y la caricia de los muslos desnudos me habían dado placer. Cuando lo rechazaba, lo hacía por costumbre, pero en realidad me había dado placer.

El tiempo de posar me permitió deshacerme del placer y recordar mis defensas. Pero mis defensas habían sido convincentes y se estuvo quieto el resto de la mañana.

Desde el mismo principio había adivinado que de lo que realmente tenía que defenderme era de mi sensibilidad a las caricias. También estaba llena de curiosidad por muchas cosas. Al mismo tiempo, estaba absolutamente convencida de que sólo me entregaría al hombre del que estuviese enamorada.

Yo estaba enamorada de Stephen. Deseaba dirigirme a él y decirle:

—¡Poséeme, poséeme!

De pronto me acordé de otro incidente, ocurrido, hacia un año, cuando una de mis tías me llevó al Mardi Gras de Nueva Orleans. Unos amigos nos llevaban en automóvil. Iban con nosotras dos chicas jóvenes. Unos cuantos hombres jóvenes se aprovecharon de la confusión, del ruido, de la excitación y la alegría, para saltar a nuestro automóvil, quitarnos las máscaras y besarnos mientras mi tía daba un grito. Luego desaparecieron entre la multitud. Me quedé pasmada y deseando que el joven que me había cogido y besado en la boca siguiera a mi lado. El beso me dejó lánguida, lánguida y turbada.

De vuelta al club me preguntaba qué sentirían las otras modelos. Se hablaba mucho de cómo defenderse y me preguntaba si toda aquella palabrería era sincera. Una de las modelos más adorables, cuya cara no era especialmente bella, pero que tenía un cuerpo soberbio, estaba diciendo:

—No sé lo que sentirán otras chicas cuando posan desnudas. A mí me encanta. Cuando era pequeña ya me gustaba quitarme las ropas. Me gustaba ver que la gente me miraba. Solía quitarme las ropas en las fiestas, en cuanto la gente estaba un poco bebida. Me gustaba exhibir mi cuerpo. Ahora no puedo esperar para quitármelas. Disfruto mientras me miran. Siento escalofríos de placer en la espalda cuando los hombres me miran. Y cuando poso para toda una clase de artistas, cuando veo tantísimos ojos sobre mi cuerpo, el placer es tan grande, es tan... vamos, que es como si me estuvieran haciendo el amor. Me siento hermosa, me siento como a veces deben sentirse las mujeres cuando se desnudan para un amante. Disfruto de mi propio cuerpo. Me gusta posar cogiéndome los pechos con las manos. A veces los acaricio. Una vez hice striptease. Me encantó. Disfruté haciéndolo tanto como los hombres disfrutaron de verme. Los vestidos de raso me daban escalofríos... y se me salían los pechos y me quedaba desnuda. Eso me excitaba. Cuando los hombres me tocaban no sentía tanta excitación... Siempre me llevaba un chasco. Pero sé de otras chicas que no sienten lo mismo.

—Yo me siento humillada —dijo una modelo pelirroja—. Siento que mi cuerpo no es mío y que no tiene ningún valor... si todo el mundo lo ve.

—Yo no siento absolutamente nada —dijo otra—. Siento que es completamente impersonal. Cuando los hombres pintan o dibujan, dejan de pensar en nosotras como seres humanos. Un pintor me dijo que el cuerpo de la modelo sobre la plataforma es algo impersonal, y que el único momento en que lo sentía como algo erótico era cuando la modelo se quitaba el quimono. Me han contado que en París las modelos se desnudan delante de toda la clase, y que es muy excitante.

—Si todo fuera tan impersonal —dijo otra chica—, no nos invitarían luego a fiestas.

—O bien se casan con las modelos —añadí yo, acordándome de los dos pintores casados con sus modelo favoritas que había conocido.

Un día tuve que posar para un ilustrador de cuentos. Al llegar me encontré que ya había otras dos personas, una chica y un hombre. Teníamos que componer juntos las escenas de amor de una novela. El hombre tenía unos cuarenta años y una cara muy madura, muy en decadencia. Era quien sabía cómo debíamos disponernos. Me situó en postura de besar. Teníamos que mantener la pose mientras el ilustrador nos fotografiaba. Yo estaba incómoda. El hombre no me gustaba nada. La otra chica hacía de esposa celosa que irrumpía impetuosamente en escena. Tuvimos que repetir muchas veces. Cada una de las veces que el hombre interpretaba el beso, yo me inhibía interiormente y el hombre lo notaba. Estaba ofendido. Su mirada se volvió burlona. Yo lo hacía mal.

—¡Más pasión, ponga más pasión! —me gritaba el ilustrador como si estuviéramos rodando una película.

Intenté acordarme de cómo me había besado el ruso al volver del baile y eso me relajó. El hombre repitió el beso. Tenía la sensación de que me apretaba más de lo necesario y , desde luego, no había necesidad de meterme la lengua en la boca. Lo hizo tan de prisa que no me dio tiempo a moverme. El ilustrador comenzó otra escena.

—Hace diez años que soy modelo —dijo el modelo masculino —. No entiendo por qué siempre quieren mujeres jóvenes. Las chicas jóvenes no tienen experiencia ni expresión. En Europa, las chicas jóvenes de tu edad, de menos de veinte años, no interesan a nadie. Están en el colegio o en casa. Sólo se ponen interesantes después del matrimonio.

Oyéndole hablar, pensé en Stephen. Pensé en nosotros en la playa, estirados sobre la arena caliente. Sabía que Stephen me amaba. Quería que me tomase. Ahora quería convertirme pronto en mujer. No me gustaba ser virgen y estar a todas horas defendiéndome. Tenía la sensación de que todo el mundo estaba enterado de que era virgen y eso azuzaba el deseo de conquistarme.

Aquella tarde Stephen y yo íbamos a salir juntos. De una u otra forma, debía decírselo. Debía decirle que corría el riesgo de ser violada y que más valía que él lo hiciera antes. Eso no, porque entonces se pondría muy nervioso. ¿Cómo iba a decírselo?

Tenía noticias que darle. Ahora me había convertido en la estrella de las modelos. Tenía más trabajo que ninguna del club, me solicitaban más por ser extranjera y porque tenía un rostro poco común. Muchas veces tenía que posar de noche. Todo lo cual se lo conté a Stephen. Él estaba orgulloso de mí.

—¿Te gusta posar? —dijo.

—Lo adoro. Adoro estar con pintores, ver sus obras... buenas o malas, me gusta la atmósfera del estudio, las historias que cuentan. Es variado, nunca igual. Es una verdadera aventura.

—¿Te... te hacen el amor? —preguntó Stephen.

—No, si tú no quieres.

—Pero... ¿lo intentan?

Vi que estaba nervioso. Íbamos camino de mi casa desde la estación del tren, por unos campos oscuros. Me volví hacia él y le ofrecí la boca. Stephen me besó.

—Poséeme, Stephen —dije—. Poséeme, poséeme.

Se quedó absolutamente pasmado. Yo me lanzaba al refugio de sus grandes brazos, quería ser poseída y conocerlo todo. Deseaba que me hiciera mujer. Pero él estaba absolutamente inmóvil y asustado.

—Quiero casarme contigo —dijo—, pero no puedo hacerlo en este momento.

—No me importa el matrimonio.

Pero entonces me di cuenta de su sorpresa y eso me aplacó. Estaba inmensamente decepcionada por su falta de espontaneidad. Pasó el momento. Él creyó que era un simple ataque de ciega pasión, que había perdido la cabeza. Incluso se alegraba de haberme protegido contra mis propios impulsos. Me fui a casa, a la cama y lloré.

Un ilustrador me pidió que posara en domingo porque le corría mucha prisa terminar un cartel. Acepté. Cuando llegué ya estaba trabajando. Era de mañana y el edificio parecía desierto. El estudio estaba en la planta trece. Tenía medio hecho el cartel. Me desnudé de prisa y me puse el traje de tarde que me había entregado. No parecía prestarme atención. Durante largo rato trabajamos pacíficamente. Me cansé. Él se dio cuenta y me concedió un descanso. Anduve por el estudio viendo los demás cuadros. En su mayoría, eran retratos de actrices. Le pregunté quiénes eran. Me respondió detallando sus gustos sexuales.

—Ésta, ésta exige romanticismo. Es la única manera de acercársele. Lo pone difícil. Es europea y le gustan las complicaciones. Renuncié a mitad de camino. Era demasiado trabajoso. Aunque era muy bella y es maravilloso estar en la cama con una mujer como ésa. Tenía los ojos muy bellos y el aspecto de estar en trance, como los místicos de la India. Le hacía preguntarse a uno cómo deben portarse en la cama.

»He conocido otros ángeles del sexo. Es maravilloso verlos cambiar. Esos ojos claros a cuyo través es posible ver, esos cuerpos que adoptan poses tan bellas y armoniosas, esas manos delicadas... cómo cambian cuando los turba el deseo. ¡Los ángeles del sexo! Son maravillosos precisamente por lo mucho que sorprenden, por lo mucho que cambian. Tú, por ejemplo, con tu aspecto de que nunca te han tocado, puedo imaginarte mordiendo y arañando... Estoy seguro de que te cambiará hasta la voz. He visto cambiar tanto... Hay voces de mujer que suenan como ecos poéticos y sobrenaturales. Luego, cambian. Los ojos cambian. Creo que todas esas leyendas sobre personas que por la noche se transforman en animales —como la historia del hombre lobo, por ejemplo— fueron inventadas por hombres que vieron transformarse por la noche a las mujeres, a las criaturas idealizadas y veneradas, en animales, y las creyeron endemoniadas. Pero creo que es algo mucho más sencillo que todo eso. Tú eres virgen, ¿no es verdad?

—No, estoy casada —dije.

—Casada o no, eres virgen. Puedo asegurarlo. Nunca me engaño. Si estás casada, tu marido aún no te ha hecho mujer. ¿No te pesa eso? ¿No tienes la sensación de que estás perdiendo el tiempo, de que la verdadera vida sólo comienza con las sensaciones, con ser mujer?

Lo dicho correspondía tan exactamente a lo que había estado sintiendo, a mi deseo de iniciarme en la vida, que guardé silencio. Odiaba tener que admitirlo ante un extraño.

Me daba cuenta de que estaba sola con el ilustrador en un edificio de estudios vacíos. Me entristecía que Stephen no hubiera comprendido mi deseo de convertirme en mujer. No estaba asustada, pero me sentía fatalista y sólo deseaba conocer a alguien de quien poderme enamorar.

—Sé lo que estás pensando —dijo él—, pero para mí no tiene ningún sentido a no ser que la mujer me quiera. Nunca he podido hacer el amor a una mujer que no me quisiera. La primera vez que te vi, sentí lo maravilloso que sería iniciarte. Veo en ti algo que me hace pensar que tendrás muchos amores. Me gustaría ser el primero. Pero sólo si tú quieres.

Sonreí.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando. Sólo puede ocurrir si quiero, y no quiero.

—No debes dar demasiada importancia a la primera entrega. Creo que es un invento de la gente que quería guardar a sus hijas para el matrimonio; me refiero a la idea de que el primer hombre que posee a una mujer tendrá un poder absoluto sobre ella. Creo que es una superstición. Lo han inventado para guardar a las mujeres de la promiscuidad, en realidad, es falso. Si un hombre es capaz de hacerse amar, si es capaz de excitar a una mujer, entonces ella se sentirá atraída por él. Pero el mero hecho de romper su virginidad no basta. Cualquier hombre puede hacerlo y dejar a la mujer impasible. ¿Sabías que muchos españoles toman a sus esposas de esa forma y les hacen muchos hijos sin acabar de iniciarlas en el sexo, sólo para asegurarse su fidelidad? Los españoles creen que se debe reservar el placer para las queridas. En realidad, si ven que una mujer disfruta con el sexo, inmediatamente sospechan que es infiel e incluso que es puta.

Las palabras del ilustrador me obsesionaron durante días. Luego tuve que hacer frente a nuevos problemas. Había llegado el verano y los pintores se iban al campo, a la playa, a lugares alejados en todas direcciones. No tenía dinero para seguirlos y no estaba segura de si encontraría trabajo. Una mañana estuve posando para un ilustrador llamado Ronald. Después puso el fonógrafo en marcha y me invitó a bailar.

—¿Por qué no te vienes una temporada al campo? —dijo mientras bailábamos—. Te sentará bien, tendrás mucho trabajo y te pagaré el viaje. Hay muy pocas modelos buenas por allí. Estoy seguro de que estarás ocupada.

Así que fui. Alquilé una habitacioncita en una granja y luego pasé a ver a Ronald, que vivía, carretera adelante, en un cobertizo al que había abierto un gran ventanal. Lo primero que hizo fue echarme a la boca el humo del cigarrillo. Me hizo toser.

—Ay —dijo—, que no sabes aspirar.

—No me interesa lo más mínimo —dije yo, preparándome—. ¿Qué clase de pose quieres?

—Bah —dijo él, riéndose—. Aquí no se trabaja tanto. Tendrás que aprender a disfrutar un poco. Ahora, toma el humo de mi boca y aspíralo...

—No me gusta aspirar.

Volvió a reírse e intentó besarme. Yo me alejé.

—Ay , ay —dijo—, que no vas a ser una compañía muy complaciente. Te he pagado el viaje, sabes, y estoy aquí solo. Contaba con que fueses una compañía muy complaciente. ¿Y la maleta?

—He tomado una habitación junto a la carretera.

—Pero estabas invitada a estar conmigo —dijo él.

—Había entendido que me querías para modelo.

—De momento no es una modelo lo que necesito.

Hice como que me disponía a marcharme.

—Sabes, aquí estamos de acuerdo respecto a las modelos que no saben divertirse. Si adoptas esa actitud, nadie te dará trabajo.

No le creí. A la mañana siguiente estuve en casa de todos los artistas que encontré. Pero Ronald ya les había rendido visita. Así que me recibieron con frialdad, como si yo hubiera engañado a alguien. No tenía dinero para volver a mi casa ni para pagar la habitación, y no conocía a nadie.

El país era bello y montañoso, pero no podía disfrutarlo.

Al día siguiente di un largo paseo y desemboqué en una cabaña de troncos junto a la ribera de un río. Vi a un hombre que pintaba al aire libre. Hablé con él y le conté mi historia. No conocía a Ronald pero se irritó. Dijo que intentaría ayudarme. Yo le dije que quería ganar lo suficiente para volver a Nueva York.

Así que empecé a posar para él. Se llamaba Reynolds, era un hombre de unos treinta años, de pelo negro, ojos negros muy dulces y una sonrisa brillante. Era un ser solitario. Nunca iba al pueblo, a no ser por comida, ni frecuentaba los restaurantes ni los bares. Su andar era indolente y sus gestos naturales. Había estado embarcado siempre en buques mercantes, trabajando de marinero para ver países exóticos. Constantemente estaba inquieto.

Pintaba de memoria lo que había visto en sus viajes. Se sentaba a la sombra de un árbol y, sin mirar lo que tenía alrededor, pintaba la jungla salvaje de América del Sur.

Una vez, estando con sus amigos en la jungla, me contó Reynolds, les llegó un olor animal tan fuerte que esperaban ver surgir una pantera, pero de la maleza salió, con increíble velocidad, una mujer, una mujer desnuda y salvaje, que los miró con ojos de animal asustado y luego echó a correr, dejando tras sí el fuerte aroma animal; se lanzó al río y se alejó nadando, sin darles tiempo a recuperar el aliento.

Un amigo de Reynolds había cazado una mujer como aquélla. Cuando le quitó la pintura roja que la cubría, resultó ser muy hermosa. Era amable cuando se la trataba bien y sucumbió a los regalos de cuentas y adornos.

El fuerte olor de la mujer repelía a Reynolds hasta que su amigo le ofreció pasar una noche con ella. Había encontrado la melena negra tan dura y rasposa como una barba. El olor a animal le daba la sensación de estar acostado con una pantera. Era muchísimo más fuerte que él, de forma que, al cabo de un rato, Reynolds casi hacía de mujer y ella le obligaba a satisfacer sus fantasías. Era infatigable y tardaba en excitarse. Soportaba caricias que a él le dejaban exhausto y acabaron durmiéndole en sus brazos.

Luego se la encontró trepando encima de él y vertiéndole un poco de líquido en el pene, algo que al principio le picaba y luego lo excitó furiosamente. Estaba asustado. El pene parecía lleno de fuego o de pimienta roja. Se restregó contra la carne de la mujer, más para aplacar el fuego que por deseo.

Reynolds estaba furioso y ella sonreía y reía sofocadamente. La tomó con rabia, movido por el miedo a que el líquido lo estuviera excitando por última vez, a que fuera una especie de hechizo para provocarle el máximo deseo y la muerte.

La mujer estaba bocarriba y reía, enseñando los dientes blancos, y el olor de su cuerpo lo afectaba eróticamente como el olor del almizcle. Su vehemencia era tal que tuvo miedo de que le arrancara el pene. Pero ahora quería subyugarla. Al mismo tiempo la acariciaba.

Eso la sorprendió. Nadie, por lo visto, la había acariciado antes. Cuando se cansó de poseerla, después de dos orgasmos, siguió frotándose el clítoris y ella disfrutó, pidiendo más, abriendo mucho las piernas. Entonces, de repente, se dio la vuelta, se agachó sobre la cama y levantó el culo con un ángulo increíble. Quería que volviera a poseerla, pero él prosiguió las caricias. Después de esto, siempre le buscaba la mano. Se restregaba contra la mano como una gata gigantesca. Durante el día, si encontraba a Reynolds, restregaba el sexo contra su mano a hurtadillas.

Reynolds dijo que desde aquella noche las mujeres blancas le parecían débiles. Se reía mientras contaba la historia.

Lo que pintaba le había recordado a la mujer salvaje que se escondía en la maleza, agazapada como una tigresa, para huir de un salto de los hombres con escopetas. La había pintado en el paisaje, con sus pechos abundantes y puntiagudos, sus largas y hermosas piernas, y su esbelta cintura.

Yo no entendía cómo iba a posar para él. Pero él estaba pensando en otro cuadro.

—Será muy fácil —dijo—. Quiero que te duermas envuelta en sábanas blancas. Una vez vi una cosa en Marruecos que siempre he querido pintar. Una mujer se había quedado dormida entre sus canillas de seda, sujetando el bastidor de tejer con el pie manchado de tinte. Tienes unos ojos hermosos, pero tendrás que cerrarlos.

Entró en la choza y sacó sábanas, con las que me hizo un manto. Me apoyó contra una caja de madera, dispuso mi cuerpo y mis manos como quiso e inmediatamente comenzó su obra. El día era muy caluroso, las sábanas me hacían sudar y , en una pose tan relajada, me quedé dormida de verdad, no sé por cuánto tiempo. Me sentía lánguida e irreal. Y entonces noté una mano suave entre mis piernas, muy suave, acariciándome con tal levedad que hube de despertarme para estar segura de que me tocaba. Reynolds estaba a mi lado, pero con una expresión tan gozosa y amable que no me moví. Sus ojos eran tiernos y tenía la boca entreabierta.

—Sólo una caricia —dijo—, sólo una caricia.

No me moví. Nunca había sentido nada como aquella mano que acariciaba suavemente, muy suavemente, la cara interna de las piernas sin rozar el sexo, sino sólo las puntas del vello púbico. Luego la mano se deslizó al pequeño valle que rodea el sexo. Yo me iba relajando y ablandando. Se inclinó sobre mí, puso su boca sobre la mía, rozando ligeramente los labios, hasta que mi propia boca respondió, y entonces me rozó la punta de la lengua con la punta de la suya. La mano avanzaba, explorando, pero con tal lentitud que era exacerbante. Estaba mojada y sabía que con moverme un poco él lo notaría. La languidez se apoderaba de todo mi cuerpo. Cada vez que su lengua tocaba la mía, la sensación que tenía era la de tener otra pequeña lengua en mi interior, revoloteando, deseando que también la tocaran. Su mano sólo daba vueltas alrededor de mi sexo, y luego alrededor del culo, y era como si hipnotizara a la sangre para que siguiese los movimientos de las manos. Su dedo tocó el clítoris con inmensa suavidad y después se hundió entre los labios de la vulva. Notó mi humedad, la tocó con placer, besándome, echándose sobre mí, que no me movía. El calor, el olor de las plantas que nos rodeaban, su boca sobre la mía, todo me afectaba como una droga.

—Sólo una caricia —repitió suavemente, mientras su dedo giraba alrededor del clítoris, hasta que el montículo se hinchó y endureció.

Tuve entonces la sensación de que algo nacía dentro de mí, un gozo que me hacía palpitar bajo sus dedos. Lo besé con gratitud. Él sonreía.

—¿Quieres tú acariciarme? —dijo.

Meneé la cabeza afirmativamente, sin saber qué quería. Se desabotonó los pantalones y vi el pene. Lo cogí con mis manos.

—Más fuerte —dijo.

Entonces comprendí que no sabía cómo hacerlo. Reynolds me cogió la mano y me guió. La espumilla blanca se esparció sobre mi palma. Al cubrirse, me dio el mismo beso de gratitud que yo le había dado después de mi placer.

—¿Sabías que los hindúes hacen el amor a su esposa durante diez días antes de poseerla? Durante diez días se limitan a caricias y besos.

Volvió a irritarse al recordar el comportamiento de Ronald y cómo me había enemistado con todo el mundo.

—No te enfades —le dije—. Estoy contenta de que lo hiciera, porque eso me hizo salir del pueblo a dar un paseo y llegar hasta aquí.

—Te amé en cuanto te oí hablar con ese acento que tienes. Tuve la sensación de que volvía a estar viajando. Eres tan diferente... tu cara, tu forma de andar, tus modales. Me recuerdas a una chica que quise pintar en Fez. Sólo la vi una vez, dormida como en el cuadro. He soñado siempre con despertarla tal como te he despertado a ti.

—Y yo siempre he soñado con que me despertara una caricia como ésa —dije.

—De haber estado despierta, no me hubiese atrevido.

—¿No? ¿Tú, el aventurero, el que vivió con una mujer salvaje?

—La verdad es que yo no viví con la mujer salvaje. Todo eso le pasó a un amigo mío. Siempre lo contaba, así que yo lo cuento como si me hubiera pasado a mí. En realidad soy tímido con las mujeres. Puedo derribar a un hombre, pelear y emborracharme, pero las mujeres me intimidan, incluso las putas. Se ríen de mí. Pero esto ha sucedido exactamente como siempre lo había imaginado.

—Pero al décimo día estaré en Nueva York —dije riéndome.

—El décimo día te llevaré en coche, si tienes que volver, pero mientras eres mi prisionera. Durante diez días trabajamos al aire libre, tendidos al sol. El sol me calentaba el cuerpo mientras Reynolds esperaba a que cerrase los ojos. A veces simulaba querer algo más. Pensaba que cerrando los ojos me tomaría. Me gustaba su forma de acercárseme, como si fuera un cazador, sin hacer ruido y dejándose caer a mi lado. A veces, primero levantaba el traje y miraba largo rato. Luego me tocaba levemente, como sin querer despertarme, hasta que me humedecía. Los dedos se aceleraban. Uníamos las bocas y nos acariciábamos las lenguas. Yo aprendí a ponerme el pene en la boca.

Eso lo excitaba terriblemente. Perdía toda la suavidad, empujaba el pene hacia dentro y yo tenía miedo de ahogarme. Una vez le mordí, le hice daño, pero no le importó. Me tragaba la espuma blanca. Cuando me besaba, nos untábamos las caras de semen. El maravilloso olor del sexo me impregnaba los dedos y no quería lavarme las manos.

Sentía que compartíamos una corriente magnética, pero, al mismo tiempo, ninguna otra cosa nos unía. Reynolds había prometido llevarme a Nueva York. Él no podía seguir mucho más tiempo en el campo y yo necesitaba encontrar trabajo.

Durante el viaje de vuelta, Reynolds detuvo el coche y nos echamos sobre una manta a descansar entre los árboles. Nos acariciamos.

—¿Eres feliz? —dijo él.

—Sí.

—¿Seguirás siendo feliz de esta manera? ¿Cómo estamos?

—¿Por qué, Reynolds? ¿Qué pasa?

—Escucha. Te quiero. Eso ya lo sabes. Pero no puedo poseerte. Una vez lo hice con una chica, la embaracé y tuvo que abortar. Murió desangrada. Desde entonces no he podido poseer a ninguna mujer. Me da miedo. Si te pasara a ti, me mataría.

Nunca había pensado en esas cosas. Guardé silencio. Nos besamos largo rato. Por primera vez, me besó entre las piernas en lugar de acariciarme; me besó hasta que tuve un orgasmo. Éramos felices.

—La pequeña herida que tienen las mujeres... —dijo— me asusta.

En Nueva York hacía calor y los artistas aún no habían vuelto. Estaba sin trabajo. Me lancé a hacer de modelo en las tiendas de modas. Encontraba trabajo con facilidad, pero cuando me pidieron que saliera por las noches con los compradores, me negaba y perdía el empleo. Finalmente encontré un puesto en un gran comercio cerca de la calle Treinta y cuatro donde trabajaban seis modelos. La tienda era terrorífica y gris. Había largas hileras de ropas y pocos asientos para nosotras. Esperábamos en combinación, listas para cambiarnos rápidamente. Cuando pedían nuestro número, nos ayudábamos unas a otras a vestirnos.

Los tres hombres que vendían los diseños buscaban achucharnos y pellizcarnos. Hacíamos turnos durante la hora del almuerzo. Mi mayor miedo era quedarme sola con el individuo más insistente.

Una vez que Stephen me telefoneó para preguntarme si podríamos vernos por la noche, el hombre se puso detrás y metió las manos debajo la combinación para palparme los pechos. No ocurriéndoseme otra cosa, le di una patada mientras sostenía el teléfono e intenté seguir hablando con Stephen. El individuo no se desanimó. En seguida quiso tocarme el culo y le di otra patada.

—¿Qué pasa, qué es lo que dices? —decía Stephen.

Acabé la conversación y me volví hacia el individuo. Había desaparecido.

Los compradores admiraban nuestras cualidades físicas tanto como las de los trajes. El vendedor jefe estaba muy orgulloso de mí y, cogiéndome el pelo, acostumbraba a decir.

—Es modelo de artistas.

Todo eso me hacía larga la espera de volver posar. No quería que Reynolds o Stephen me encontraran en un feo edificio de oficinas, exhibiendo vestidos delante de feos compradores y vendedores.

Al fin me llamaron para hacer de modelo en el estudio de un pintor sudamericano. El pintor tenía cara de mujer, pálida, con grandes ojos negros, y sus gestos eran lánguidos y afectados. El estudio era hermoso —lujuriosas alfombras, cuadros de desnudos femeninos, tapices de seda— y olía a incienso quemado. Dijo que se trataba de una pose muy complicada. Estaba pintando un gran caballo que huía con una mujer desnuda. Me preguntó si había montado alguna vez a caballo. Le dije que sí, cuando era joven.

—Eso es maravilloso —dijo él—, exactamente lo que buscaba. He construido un artilugio que sirve para lograr el efecto que necesito.

Era una especie de caballo sin cabeza, con el cuerpo y las patas y la silla de montar.

—Primero quítate la ropa —dijo— y luego te indicaré. Tengo dificultades con esta parte de la pose. La mujer tiene el cuerpo echado hacia atrás porque el caballo corre desbocado, como éste. Se montó en el falso caballo para que viera.

Ahora ya no me daba vergüenza posar desnuda. Me quité las ropas y me monté en el caballo, echando el cuerpo hacia atrás, con los brazos al aire y las piernas apretadas a los flancos para no caerme. El pintor dio su aprobación. Se alejó y me observó.

—Es una pose difícil y no cuento con que puedas aguantarla mucho tiempo. Cuando te canses, dímelo en seguida.

Me estudió por todos lados. Luego se acercó y dijo:

—Cuando haga el dibujo, esta parte del cuerpo debe verse bien. Aquí, entre las piernas. —Me tocó un instante, como si fuera parte de su trabajo. Doblé un poco el vientre para adelantar las caderas—. Ahora está bien —dijo entonces—. Mantenla.

Comenzó a dibujar. Estando allí encima me di cuenta de que la montura tenía algo raro. Desde luego, muchas monturas están hechas de forma que sigan el contorno del culo y luego se elevan formando un pomo, que puede rozar el sexo de las mujeres. Yo había experimentando muchas veces las ventajas y las desventajas de las monturas. Una vez se me soltó el liguero y se puso a bailar dentro de los pantalones. Mis compañeros galopaban y no quería quedarme atrás, así que continué. Saltando en todas direcciones, el broche acabó cayendo entre el sexo y la montura y me lastimó. Aguanté con los dientes apretados. Curiosamente, el dolor se mezclaba con una sensación que no supe precisar. Entonces era una jovencita y no sabía nada sobre el sexo. Creía que el sexo de la mujer estaba dentro y no tenía ni idea del clítoris.

Cuando acabó la cabalgada estaba dolorida. Le conté lo ocurrido a una amiga y entramos juntas al lavabo. Me ayudó a quitarme los pantalones y el liguero con los broches. Luego dijo:

—¿Te duele? Es un sitio muy sensible. Quizá no sientas nunca placer si te has herido.

La dejé mirar. Estaba rojo y un poco hinchado, pero no dolía mucho. Me confundían sus palabras de que podía perder el placer, un placer que desconocía. Insistió en lavarme con un algodón húmedo, me hizo unos mimos y me besó, «para que se ponga bien».

Me volví muy sensible a esta parte del cuerpo. Sobre todo cuando cabalgábamos largo rato y hacía calor, me entraba tal calor y tal tensión entre las piernas que sólo quería desmontar y que mi amiga volviese a cuidarme.

—¿Te duele? —me preguntaba ella constantemente.

—Sólo un poco —respondí una vez.

Desmontamos, fuimos al baño y ella lavó el punto irritado con algodón y agua fría. Y de nuevo me consoló, diciendo:

—Ya no parece lastimado. A lo mejor podrás gozar de nuevo.

—No sé —dije—. ¿Tú crees que se ha... muerto... a causa del dolor?

Muy tiernamente, mi amiga se inclinó y me tocó.

—¿Duele?

Yo estaba tendida de espaldas y dije:

—No, no siento nada.

—¿Sientes esto? —me preguntó con preocupación, apretando los labios entre los dedos.

—No siento nada.

Ella estaba ansiosa de ver si había perdido la sensibilidad y aumentó la intensidad de las caricias, frotando el clítoris con una mano mientras hacía vibrar la punta con la otra. Me golpeó el vello púbico y la suave piel de su alrededor. Al fin la sentí de una forma furiosa y empecé a moverme. Jadeaba sobre mí, observándome y diciendo:

—Maravilloso, maravilloso, sí que sientes...

Me acordaba de esto mientras estaba subida en el falso caballo y notaba que el pomo era muy exagerado. Para que el pintor viera lo que quería pintar, resbalé hacia delante y, al hacerlo, rocé el sexo contra la prominencia de cuero. El pintor me observaba.

—¿Te gusta mi caballo? —dijo—. ¿Sabes que se mueve?

—¿Se mueve?

Se acercó a mí y puso en marcha el armatoste, y era verdad que estaba perfectamente hecho para moverse como un caballo.

—Me gusta —dije—. Me recuerda los tiempos en que montaba a caballo, cuando era pequeña.

Me di cuenta de que el pintor había dejado el trabajo para mirarme. El movimiento del caballo me empujaba el sexo contra la montura cada vez con más fuerza y me proporcionaba gran placer. Pensé que lo notaría y, por eso, le dije:

—Páralo ya.

Pero él sonrió y no lo paró.

—¿No te gusta? —dijo.

Sí que me gustaba. Cada movimiento me restregaba el cuero contra el clítoris y pensé que, de seguir, no podría contener el orgasmo. Le rogué que lo parara. Me puse roja.

El pintor me observaba atentamente, espiando las irreprimibles manifestaciones del placer, de un placer que crecía, y entonces me abandoné al movimiento del caballo, dejándome ir contra el cuero, hasta sentir el orgasmo y correrme así, montada a caballo y delante del pintor.

Sólo entonces comprendí que él lo esperaba, que había hecho todo aquello para verme gozar. Él supo cuándo debía parar el mecanismo.

—Ahora descansa —dijo.

Poco después fui a posar para una ilustradora, Lena, que había conocido en una fiesta. Le gustaba estar acompañada. Actores, actrices y escritores iban a verla. Pintaba portadas de revista. Tenía la puerta siempre abierta. La gente llevaba bebidas. La conversación era picante y cruel. Todos sus amigos me parecían caricaturistas. En seguida sacaban a relucir la debilidad de cualquiera. O bien descubrían las propias debilidades. Un guapo joven, vestido con gran elegancia, no hacía ningún secreto de su profesión. Rondaba por los grandes hoteles, seguía a las ancianas solitarias y las sacaba a bailar. Muchas veces era invitado a las habitaciones.

Haciendo muecas, Lena le preguntó:

—¿Cómo puedes hacerlo? Con semejantes viejas, ¿cómo consigues ponerte en erección? Si yo encontrara una mujer de ésas en mi cama, saldría corriendo.

El joven sonrió.

—Hay muchas formas de hacerlo. Una consiste en cerrar los ojos e imaginar que no es una vieja sino una mujer que me guste, y entonces, mientras tengo los ojos cerrados, me pongo a pensar en lo agradable que será pagar el alquiler al día siguiente o comprarme un traje nuevo, o camisas de seda... Y mientras, voy dándole al sexo de la mujer, sin mirar, y ya se sabe, con los ojos cerrados, la sensación viene a ser más o menos la misma. Aunque a veces, cuando tengo dificultades, tomo drogas. Desde luego, sé que, a este ritmo, mi carrera se acabará en unos cinco años y que cuando pase ese tiempo ya no serviré ni siquiera para las jóvenes. Pero para entonces me alegrará no tener que ver ninguna mujer más en mi vida.

»Sin duda, envidio a mi amigo argentino, mi compañero de piso. Es un hombre guapo, aristocrático y completamente cascado. Gustaría a las mujeres. Cuando salgo del apartamento, ¿sabéis lo que hace? Se levanta de la cama, saca una pequeña plancha eléctrica y una tabla de planchar, coge los pantalones y se pone a estirarlos. Mientras lo hace se imagina cómo saldrá del edificio, impecablemente vestido, cómo paseará por la Quinta Avenida, cómo descubrirá en alguna parte una hermosa mujer, siguiendo la fragancia de su perfume durante muchas manzanas, siguiéndola por los ascensores atiborrados, casi tocándola. La mujer llevará velo y pieles en el cuello. Su traje dejará transparentar la figura.

«Después de seguirla de este modo por las tiendas, finalmente le hablará. Ella verá su guapa cara sonriéndole y su forma caballeresca de comportarse. Saldrán juntos a la calle y se sentarán a toma el té en algún sitio; luego irán al hotel de ella. Ella le invitará a subir. Entrarán en la habitación, echarán los visillos y harán el amor en la oscuridad.

«Mientras estira cuidadosa y meticulosamente sus pantalones, mi amigo se imagina cómo haría el amor a esta mujer, y eso le excita. Sabe cómo la agarraría. Le gusta deslizar el pene por la espalda y levantar las piernas de la mujer, y luego hacer que se vuelva, un poquito, para que lo vea entrando y saliendo. Le gusta que la mujer le estruje al mismo tiempo la base del pene; los dedos aprietan más que la boca del sexo, y eso le excita. También debe tocarle los testículos mientras él se mueve y le toca el clítoris, porque así se consigue un doble placer. Él hará que suspire y se estremezca de pies a cabeza y que pida más.

»Una vez que se ha imaginado todo esto, allí de pie, medio desnudo, planchando los pantalones, mi amigo está empalmado. Eso es lo único que quiere. Deja de lado los pantalones, la plancha y la tabla de planchar, y se mete de nuevo en la cama; bocarriba y fumando, repasa la escena hasta perfeccionar el último detalle, y una gota de semen le brota de la cabeza del pene, que acaricia mientras está tendido, fumando y soñando con perseguir a otras mujeres.

»Le envidio porque es capaz de excitarse hasta ese punto pensando tales cosas. Me interroga. Quiere saber cómo están hechas mis mujeres, cómo se comportan...

Lena rió.

—Hace calor —dijo —. Me quitaré el corsé.

Y se metió en la alcoba. Al volver traía el cuerpo libre y suelto. Se sentó, cruzando las piernas desnudas y con la blusa medio abierta. Uno de los amigos se sentó de forma que pudiera verla. Otro, un hombre muy joven, estaba a mi lado mientras posaba y me susurraba cumplidos.

—La amo —dijo— porque me recuerda Europa, sobre todo París. No sé lo que tiene París, pero tiene sensualidad en la atmósfera. Y es contagiosa. Es una ciudad muy humana. No sé por qué será, pero las parejas siempre se están besando en las calles, en las mesas de los cafés, en los cines y en los parques. Se abrazan con absoluta libertad. Se paran para darse largos besos, en las aceras de las calles, en los pasillos del metro... Quizá sea eso, la suavidad de la atmósfera. No lo sé. En la oscuridad, por la noche, hay en cada portal un hombre y una mujer confundiéndose el uno con el otro. En todo momento te vigilan las putas, te tocan...

»Un día estaba en la plataforma del autobús, mirando perezosamente las casas. Vi una ventana abierta y un hombre y una mujer sobre una cama. La mujer estaba encima del hombre.

»A las cinco de la tarde, la cosa se pone insoportable. La atmósfera está cargada de amor y de deseo. Todo el mundo está en las calles. Los cafés están llenos. En los cines hay pequeños palcos, completamente oscuros y cerrados con cortinas, donde se puede hacer el amor en el suelo mientras transcurre la película sin que nadie la vea. Todo es tan abierto, tan fácil... Ningún policía se mete. Una amiga mía, a quien seguía e importunaba un individuo se quejó al policía de una esquina. El policía se rió y dijo:

»—Más triste estaría si ningún hombre la molestase ¿no es cierto? Después de todo, debería estar agradecida en lugar de enfadarse.

»Y no la ayudó.

Luego, elevando la voz, mi admirador dijo:

—¿Quiere venir conmigo a cenar y al teatro?

Se convirtió en el primer amante de verdad que he tenido. Me olvidé de Reynolds y de Stephen.

Me parecían como niños.


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