viernes, 6 de enero de 2023

"Amaltea y Crise", relato de SHAHRUKH HUSAIN (PAKISTÁN, 1950--, d.n.e.)

Relato perteneciente al libro "Mitos eróticos de todo el mundo", de fecha 2002  d.n.e.



AMALTEA

Contaba catorce primaveras. Amaltea me había enseñado las historias de la Cosmogonía, los nombres de los viejos dio ses y diosas, los nombres de los árboles, las flores, los pájaros y las serpientes; las costumbres de los animales salvajes y los domesticables; a leer y a escribir. El placer que Amaltea extraía del conocimiento despertó el mío y perfeccionó mis sentidos y mi memoria.

Todas las mañanas, Amaltea llevaba una cabra a la cueva. Mientras observaba sus suaves manos estirando de las ubres de la cabra, sentía una agitación placentera en mi phallos. Una mañana me acerqué a ella por detrás, mientras la ordeñaba. A tientas, incapaz de resistir el impulso, cogí sus pechos entre mis manos. Casi al instante sentí la sacudida de sus pezones endureciéndose entre mis dedos.

Mientras continuaba ordeñando la cabra, se volvió para sonreírme por encima del hombro.

—Zeus, no estás preparado para satisfacer lo que deseas —dijo.

Inmediatamente retiré las manos con las formas de sus pechos y pezones todavía calientes y lustrosos en mis palmas.

—¡No me has hecho daño, no estés triste! —añadió cuando vio mi cara sonrojada, y se volvió hacia las ubres de la cabra.

Poco después, ese mismo verano, durante un crepúsculo, un fuerte viento comenzó a agitar las aguas. Las bajas nubes errantes se daban caza por la playa, cubrían las laderas para envolver el monte Ida. El ocaso rápidamente se transformó en una densa y negra noche. Una lluvia torrencial comenzó a caer después de que nos hubiéramos ido a la cama.

Mi habitación dentro de la cueva se encontraba en una cavidad adjunta, cerca de la entrada. Los relámpagos parpadeaban a través de las densas nubes que ocultaban la entrada de la cueva, y el estruendo y el retumbar de los truenos impedían conciliar el sueño.

De súbito, durante el destello restallante de un rayo, Amaltea entró corriendo en mi cámara. Temblando y asustada por la violenta tormenta, me preguntó si compartiría con ella mi lecho hasta que los rayos y los truenos hubieran cesado.

La acogí de buen grado. Nos tumbamos muy quietos boca arriba, sin tocarnos, escuchando la furia del viento y de la lluvia y los largos retumbos de los truenos mientras sentía cómo nuestro calor se mezclaba bajo la piel de borrego. El fragor y la violencia de la tormenta aumentaron, por lo que fue imposible conciliar el sueño.

Amaltea susurró que parecía el momento idóneo para enseñarme algo sobre las mujeres y los hombres. Salté del lecho para encender una tea y rápidamente volví a su lado. Se alzó el camisón verde mar hasta las axilas. Lenta y pacientemente, me mostró cómo acariciarle la cara, los hombros, los blancos pechos y los rojos pezones, el denso vello negro de sus axilas y pubis, y la ebúrnea piel de sus nalgas, sus piernas, pantorrillas, tobillos y pies.

Luego guió mi dedo índice hasta tocar el pequeño cuerno húmedo —lo llamó klitoris— en la hendidura de entre sus piernas. Jadeó y me recomendó que siempre fuera delicado y pausado. Cuando ofreció sus pechos a mis labios los besé y chupé los pezones, dejando a un lado cualquier pensamiento, transformando mi mente en un templo de pura y lujuriosa sed.

Continué acariciando el klitoris cuando comenzó, ligera y lentamente, a tantear y a tocar la piel suelta en la punta de mi inflamado phallos. Gemimos de placer mientras la tormenta se recrudecía hasta que gritó en el mismo instante en que mi phallos explotó e hizo que mi cuerpo se sacudiera como los robles que había visto partirse por los rayos. Se estremecía mientras me oía a mí mismo jadear y gemir con el ímpetu de mis poluciones. No me permitió meter el phallos en su konnos, dijo, porque sólo amaba y quería a Meliseo, su marido, para lo que ella llamaba la «caricia suprema».

Le pedí que se despojara del camisón para que pudiera estudiar su cuerpo. Entonces, lentamente, froté su piel con una tela basta para prolongar mi placer. Me sonrió cuando vio que mi phallos volvía a hincharse. Los relámpagos y los truenos disminuían a medida que la tormenta se trasladaba hacia el oeste, de modo que nos abrazamos en silencio y satisfechos antes de volver cada uno a su lecho.

Antes de conciliar el sueño pensé en Gea. ¿Era aquel encuentro tan delicioso con Amaltea un nuevo enigma que me había enviado? ¡De súbito, comprendí cómo Gea, la Madre Tierra, se fecundaba! ¡Invocaba a Cronos para desencadenar una tormenta! Los rayos penetraban su cuerpo allí donde restallaban. Y esos retumbantes y estruendosos truenos no eran más que los jadeos y los gemidos apasionados, como los de Amaltea y los míos, de los pujos crecientes, álgidos y disminuyentes de Gea. Aquella noche dormí profundamente.


CRISE

Con el alba fui hasta la entrada de la cueva justo cuando el sol comenzaba a vetear el cielo nocturno que se desvanecía de rosa y oro. Sentí cómo mi cuerpo sonreía ante los recuerdos de Amaltea. Observé a mi amigo, el halcón que visitaba la ladera que había sobre la cueva todos los días en busca de alimento, retozando en las ráfagas de viento con sus majestuosas alas.

El contorno de la playa había cambiado durante la noche tormentosa. Sin embargo, las lentas y rompientes olas me hechizaron. Desoyendo las reglas impuestas por bien de mi seguridad, corrí hacia la orilla y me sumergí en el agua. Estaba muy fría, pero podría haberme bebido todo el océano en mi estado de euforia.

El capitán Ilos llegó corriendo hasta la orilla, agitando las manos furiosamente para que saliera del agua. Lo hice. Vi que sus labios temblaban entre la severidad y el cariño. Señaló la cueva y dijo:

—¡Zeus, vuelve!

Traté de disimular una sonrisa ante su orden, «¡Zeus, vuelve!», corrí ladera arriba y entré en la cueva.

Ilos me reconvino tranquilamente por quebrantar la norma sobre no deambular por las afueras de la cueva sin un vigilante. Lo interrumpí con un gesto.

—Gracias, seré más cauteloso. Tengo hambre, ¿me acompañas? —le invité.

Comimos juntos, relajados, disfrutando de nuestra amistad.

Más tarde, me tumbé de espaldas junto a la entrada de la cueva, saboreando el cielo, la playa y los colores del mar.

Amaltea me había enseñado las palabras de sonidos placenteros para aquellos colores: zarco, violeta, púrpura, esmeralda, zafiro, crisopacio.

Oí el sonido de las sandalias de Amaltea y olí su fragancia cuando se acercó. Se detuvo detrás de mi cabeza. Me giré para mirar sus sonrientes ojos boca abajo.

—Zeus, tengo que hablar contigo —anunció.

Me levanté y la seguí hasta mi cámara. Habían ordenado mi habitación; no quedaba rastro del encuentro nocturno. Nos sentamos uno frente al otro en las sillas mullidas.

Amaltea parecía más bella que antes. Cerró los ojos, en silencio hizo acopio de valor para lo que estaba a punto de decirme. Cuando los abrió y me miraron, me estremecí ante la fugaz sacudida que me produjo su verde brillante. Habló con un hilo de voz extraño y trémulo. Por mi mente cruzó el pensamiento fugaz de que iba a romper a llorar, pero no lo hizo.

—¡Zeus! Hemos sido amigos desde que no eras más que un niño. Has alcanzado la madurez como ambos sabemos después de lo de anoche.

»Ahora debes aprender la caricia suprema. Estás sorprendido. Lo esperaba, pero, por favor, déjame continuar, no me interrumpas. Ya sabes por qué no te lo voy a permitir conmigo.

»Conque le he pedido a una de nuestras ninfas, Crise, que te instruya en esa caricia. Crise es estéril…

La interrumpí para preguntar:

—¿Estéril? ¿Qué significa eso?

—Significa que no puede traer niños al mundo. Algunas mujeres son estériles durante toda la vida. Crise ha tenido amantes, pero nunca ha concebido una criatura. De modo que podrás disfrutar de sus enseñanzas sin engendrar un niño. También he de decirte que está encantada de haber sido elegida para este cometido.

Recuerdo la débil sonrisa de Amaltea cuando dijo: «este cometido».

—Crise vendrá a tu cámara esta noche, cuando los demás estemos dormidos. Estará bañada y perfumada, por lo que te ruego que tú también te bañes. Debo recordarte que has de ser delicado y atento ante cualquiera de sus deseos. Por favor, no hagas más preguntas. Te veré mañana, por supuesto.

Volvió a sonreír. Luego se levantó y se marchó sin mayor demora.

Al anochecer, encendí una tea en el rincón más alejado de mi cámara. Tenía la intención de ver a Crise libre de la envoltura de la oscuridad. Me bañé y me froté el cuerpo para secarlo, me vestí con una túnica de tacto suave y me tumbé a esperarla.

Aunque había visto a todas las ninfas que trabajaban en la cueva-palacio en alguna que otra ocasión, no sabía sus nombres. Trabajaban en silencio mientras realizaban sus tareas y siempre apartaban los ojos en mi presencia. Traté de recordar sus caras mientras me resistía al sueño.

El susurrante sonido de las sandalias en el suelo de piedra me despertó. La ninfa se detuvo a la entrada de mi cámara. Vi que temblaba ligeramente, aunque estaba cubierta desde la cabeza a los pies descalzos con un grueso manto de piel de borrego con capucha.

Inspiró hondo para controlar el castañeteo de los dientes.

—Soy Crise. Me estás esperando —anunció.

Me levanté del lecho.

—Acércate, no tengas miedo —susurré.

Dio un paso al frente. Era bastante alta, su cabeza me llegaba a la altura de los hombros. Únicamente podía verle los ojos y las delicadas y doradas pestañas. Algunos mechones de cabello escapaban por debajo de la capucha.

Sonreí.

—¿Puedo verte la cara, Crise? —pregunté.

No respondió. Creía que la noche pasaría antes de que susurrara:

—Me complacería que me descubrieras tú.

No dije nada. Nunca antes la había visto, así que debía provenir del palacio de Timbakion. Su largo y dorado cabello se desparramó cuando retiré la capucha y dejé caer el manto de sus hombros al suelo. Estaba desnuda. Bajó la mirada para evitar la mía y le entrelacé los dedos sobre el vientre.

Nunca había visto nada tan hermoso.

—Crise, mírame —dije.

Lo hizo con una débil sonrisa que le curvó los labios. La miré a los ojos con intensidad mientras le acariciaba el cuello lentamente, los hombros, los brazos… Cogí sus pechos entre mis manos y le toqué los pezones rosados tirando de ellos. Moví las manos hacia sus caderas, saboreé su piel con la punta de los dedos. Luego, agarrando las caderas, hice que se diera la vuelta.

Fui bajando los dedos desde la nuca, recorriéndole los hombros, los brazos y la curva que se extendía hacia abajo, hacia el centro de la espalda, hacia la cintura, hacia la hendidura entre las medias lunas de sus nalgas. Me estremecí cuando sentí su calor envolviéndome la mano.

Mi phallos duro emergió por entre la túnica, como si se dispusiera a buscar en su umbría hendidura, pero Crise se dio la vuelta para decir que me desnudaría. Se estremeció con unos pequeños espasmos mientras se agachaba para coger el borde de la túnica. La fue subiendo poco a poco y se detuvo para mirar mi phallos.

—Levanta los brazos —me susurró.

Y me quitó la túnica por encima de la cabeza. Nos acercamos el uno al otro, desnudos, sonriéndonos a los ojos cuando la punta de mi phallos se estremeció con el contacto de su suave y dorado vello púbico.

—¡Qué hermosa eres, Crise! —susurré.

Ella sonrió mientras hábilmente retiraba la funda de mi phallos y dejaba a la vista la cabeza. La envolvió en su suave mano sin dejar de mirarme a los ojos.

—¡Qué hermoso eres, Zeus!

—¿Nos damos calor?

Respondió que sí al instante, fue a mi lecho y se tapó con la piel de borrego hasta la nariz. Vi que sus ojos me sonreían mientras temblaba bajo la manta. Tomé la tea, prendí fuego a los troncos del brasero y lo acerqué al lecho. Sentía que sus ojos seguían mis movimientos por la estancia.

Volví a la cama y retiré la piel de borrego para poder estudiar su desnudez. Sin duda debió de intuir mi deseo porque lentamente se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas.

Estiró las piernas, las cerró y cruzó los brazos por debajo de la cabeza para componer una imagen que se grabó a fuego en mi cerebro, la imagen de la hembra esperando el delirio y el éxtasis que ella y el macho pueden ofrecerse mutuamente. Entonces comprendí que Crise se sentía muy satisfecha de sí misma, de su don para dar y recibir placer.

Me tumbé cerca de ella y atraje su cara a la mía, su barriga a la mía, de modo que nuestras narices casi se tocaban. Cuando aspiré su aliento especiado rocé sus labios contra los míos. ¡No sabía yo lo que era un beso!

Sonrió.

Lo llamaré el beso de la palomilla. Y éste es el beso de la abeja —susurró.

Suavemente, movió la lengua para degustar y abrirme los labios en busca de las comisuras. Movió la mano bajo mi phallos para sostener mis colmados testículos. Luego, envolvió mi phallos con la mano y los dedos y lentamente acarició su funda arriba y abajo hasta que mi savia caliente manó a chorros. Gemí con el puro placer de su tacto.

—Sí, y así es como te moverás cuando me hayas penetrado.

—Y tocó la savia derramada sobre su vientre y dejó de acariciarme el phallos para agarrarlo con más fuerza que antes—. Y esto es lo que sentirás cuando mis jugos fluyan —me susurró.

Besé su suave boca con el beso de la abeja mientras mis sacudidas se disipaban. Yacimos entrelazados, en silencio, descansando.

De nuevo susurró:

—Tus testículos volverán a llenarse pronto. Y como ya has liberado esos jugos impacientes, podrás penetrar y acariciar mi konnos durante mucho más tiempo. No fui preparada para un placer tan dulce contigo. Sé que eres un dios, de modo que haré lo que me pidas para que me recuerdes durante todos los días y todas las noches.

Nos tapamos con la piel de borrego y dormimos un rato.

Me desperté con el phallos erecto y palpitante. Estudié su cabello dorado y las brillantes y áureas pestañas de sus párpados cerrados. Abrió los ojos para mirarme y vi cómo el sueño la abandonaba.

—¿Ya? —preguntó.

—Sí —susurré.

Me pidió que dejara la cama y retirara la piel de borrego. Tumbada de espaldas, alzó los brazos hacia mí mientras abría las piernas lentamente y elevaba sus nalgas de modo que pude ver el vello dorado y húmedo que apenas ocultaba el secreto de su konnos. Luego, lentamente, cerró las piernas y dobló las rodillas. Alzando las caderas abrió las piernas e hizo un ondulante gesto con los dedos de los pies.

—Ya —dijo.

Comprendí que deseaba que pusiera mis hombros debajo de sus rodillas de modo que mi pecho e ingle tocaran la parte posterior de sus piernas y sus nalgas cuando la penetrara. Así lo hice, tan despacio como pude controlar mi cuerpo agitado. Ella, delicadamente, impulsó sus caderas ayudándome a abrirme camino hacia su interior hasta que mi phallos se convirtió en la raíz y el tronco de mi ser.

Le acaricié los pechos, trabé los brazos alrededor de sus piernas, y comencé a embestirla como todos los machos en persecución de la divinidad mientras ella mecía las caderas para emparejar los ritmos de mi caricia ciega, para transportarse conmigo a la agonía desbordante del orgasmo.

Le lamí la espalda y saboreé la deliciosa sal de nuestro sudor mezclado. Lentamente, dejó resbalar las piernas por mis brazos sudorosos y susurró:

—Por favor, quédate, no te retires.

Tenía las mejillas húmedas de lágrimas. La besé con el beso de la abeja.

A medida que nuestra respiración se hacía más acompasada, sentí cómo mi phallos se henchía lentamente, profundo y voluminoso dentro de ella. Quería saberlo todo. Lo que no pudiera ver, lo tocaría.

Ella sonrió de placer cuando mi dedo llevó una caricia a la entrada de su konnos. Le agarré las nalgas, las pellizqué y las acaricié, luego moví las manos debajo de su espalda para recorrerle los músculos y la columna. Cerró los ojos imaginando las inspecciones de mis dedos. Cuando acaricié un lugar placentero de repente abrió los ojos, sorprendida, con la mirada perdida. En aquellos momentos sus ojos se transformaron en profundos océanos dorados.

Envuelto en su konnos, inmóvil, mi phallos palpitó, impaciente. Ella volvió a respirar hondo.

Como si poseyeran voluntad propia, mis caderas volvieron a embestir con aquella caricia suprema. Los ojos de Crise se abrieron aún más y mi erección se hacía cada vez más contundente. Se agarró de mis hombros y alzó la cabeza para contemplar nuestra cópula. Cuando me ofreció su boca en un beso delirante entramos en erupción juntos como volcanes gemelos, jadeando y gimiendo. Nos derrumbamos en un profundo sueño.

Me desperté antes del alba y, con suavidad, la fui despertando a ella, ascendiendo ambos a un clímax diferente aunque indescriptiblemente dulce. Yo, un dios, y Crise, una ninfa, habíamos sido —¡demasiado fugazmente!— transformados en nuestras esencias, macho y hembra. Volvimos a sumergirnos en el sueño.

La guié para que se sentara en mi regazo cerca del brasero y froté su maravillosa piel con una prenda templada. Hundió las manos en su cabellera y alzó los brazos, revelando las secretas frondas doradas de las axilas, grabando a fuego la imagen de su desnudez en mi memoria.

Le pregunté si volvería a visitarme. Ella me cogió y me acarició los testículos con suavidad. La acaricié y le besé los pechos hasta que respondió:

—Sí, siempre que lo desees.

Sonrió cuando la ayudé a envolverse en el manto. Nos miramos a los ojos en silencio y nos besamos suavemente con el beso de la palomilla antes de que se diera la vuelta para salir de la cueva.

El mar en calma, a lo lejos, reflejaba los rosas y azules pálidos del cielo durante el alba.

¡Crise! ¡Inolvidable, hermosa Crise!




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lunes, 2 de enero de 2023

"Soneto: Amor ante un piranesi", de PERE GIMFERRER TORRENS (ESPAÑA, 1945--, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Amor en vilo", de fecha 2006  d.n.e.



No podría vivir si por ti no viviera,
si por tu hermafrodita resplandor de blancura
en tu lengua no hallase la dulzura que cura,
la dulzura que apura todo lo que yo fuera.

No podría vivir si tu boca no abriera
para guardar mi sexo tu claridad oscura,
por besar mi raíz de placer que es tortura,
las compuertas abiertas por arar en mi era.

En cruz de San Andrés entregado me tienes,
te he legado mis años como si fuesen bienes,
te he legado mi vida por llegar hasta aquí;

me has sorbido la vida como la piel desnuda,
todo lo que yo he sido hoy por ti se trasmuda:
he vivido tan sólo para entregarme a ti.





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