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lunes, 8 de agosto de 2022

"Flores de amor", de OSCAR WILDE IRLANDA, 1854-1900 d.n.e.)

Ґλνkύιкрς Έρώς

Amor, no te culpo; la culpa fue mía,
no hubiera yo sido de arcilla común
habría escalado alturas más altas aún no alcanzadas,
visto aire más lleno, y día más pleno.

Desde mi locura de pasión gastada
habría tañido más clara canción,
encendido luz más luminosa, libertad más libre,
luchado con malas cabezas de hidra.

Hubieran mis labios sido doblegados hasta hacerse música
por besos que sólo hicieran sangrar,

habrías caminado con Bice y los ángeles
en el prado verde y esmaltado.

Si hubiera seguido el camino en que Dante viera
los siete círculos brillantes,
¡Ay!, tal vez observara los cielos abrirse, como
se abrieran para el florentino.

Y las poderosas naciones me habrían coronado,
a mí que no tengo nombre ni corona;
y un alba oriental me hallaría postrado
al umbral de la Casa de la Fama.

Me habría sentado en el círculo de mármol donde
el más viejo bardo es como el más joven,
y la flauta siempre produce su miel, y cuerdas
de lira están siempre prestas.

Hubiera Keats sacado sus rizos himeneos
del vino con adormidera,
habría besado mi frente con boca de ambrosía,
tomado la mano del noble amor en la mía.

Y en primavera, cuando flor de manzano
acaricia un pecho bruñido de paloma,
dos jóvenes amantes yaciendo en la huerta
habrían leído nuestra historia de amor.

Habrían leído la leyenda de mi pasión, conocido
el amargo secreto de mi corazón,
habrían besado igual que nosotros, sin estar
destinados por siempre a separarse.

Pues la roja flor de nuestra vida es roída
por el gusano de la verdad
y ninguna mano puede recoger los restos caídos:
pétalos de rosa juventud.

Sin embargo, no lamento haberte amado -¡ah, qué más
podía hacer un muchacho,
cuando el diente del tiempo devora y los silenciosos
años persiguen!

Sin timón, vamos a la deriva en la tempestad
y cuando la tormenta de juventud ha pasado,
sin lira, sin laúd ni coro, la Muerte,
el piloto silencioso, arriba al fin.

Y en la tumba no hay placer, pues el ciego

gusano se ceba en la raíz, y el Deseo tiembla hasta tornarse ceniza,
y el árbol de la pasión ya no tiene fruto.

¡Ah!, qué más debía hacer sino amarte; aún
la madre de Dios me era menos querida,
y menos querida la elevación citérea desde el mar
como un lirio argénteo.

He elegido, he vivido mis poemas y, aunque
la juventud se fuera en días perdidos,
hallé mejor la corona de mirto del amante
que la de laurel del poeta.




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viernes, 18 de diciembre de 2020

"Recuerda la olvidada belleza", de WILLIAM BUTLER YEATS (IRLANDA, 1865-1939 d.n.e.)



Al ceñirte en mis brazos,
estrecho contra mi corazón esa belleza
que del mundo hace mucho se marchara:
coronas engastadas que reyes arrojaron
en charcas fantasmales, huyendo los ejércitos;
cuentos de amor tejidos con hebras de seda
por soñadoras damas en telas que nutrieron la polilla asesina:
rosas de tiempos idos
que las damas tejieron en sus pelos;
lirios fríos de rocío que las damas portaron
por tanto corredor sagrado,
adonde tales nubes de incienso se elevaban
que sólo Dios estaba con los ojos abiertos:
ya que el pálido pecho, la mano demorada,
nos llegan de otras tierras más pesadas de sueño,
y también de otra hora más pesada de sueño.
Y cuando tú suspiras entre besos
escucho la blanca Belleza también suspirando

por aquella hora cuando todo
deberá consumirse cual rocío.
Mas llama sobre llama y hondura sobre hondura,
y trono sobre trono y medio en sueños,
posadas sus espadas en sus férreas rodillas,
tristemente cavilan sobre grandes misterios solitarios.




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jueves, 11 de abril de 2019

"Él recuerda la olvidada belleza", de WILLIAM BUTLER YEATS (IRLANDA, 1865-1939)

Al rodearte en mis brazos,
estrecho contra mi corazón esa belleza
que hace tiempo se desvaneció del mundo:
coronas engastadas que reyes lanzaron
en pozos fantasmales, huyendo los ejércitos;
cuentos de amor tejidos con hebras de seda
por soñadoras damas, en telas
que nutrieron la polilla asesina:
rosas de tiempos perdidos,
que las damas trenzaron en sus cabellos;
lirios fríos de lluvia que las doncellas portaron
por lúgubres corredores sagrados,
donde brumas de incienso se elevaban
y que sólo Dios contemplaba:
ya que el pálido pecho, la mano demorada,
nos llegan de otras tierras más pesadas de sueño.
Y cuando tú suspiras entre besos
escucho la blanca Belleza también suspirando
por aquella hora cuando todo
deberá consumirse como el rocío.
Mas llama sobre llama y abismo sobre abismo,
y trono sobre trono y medio en sueños,
posadas sus espadas en sus férreas rodillas,
tristemente cavilan sobre grandes misterios solitarios.



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miércoles, 3 de abril de 2019

"El lecho de lirios", de ISABELLA VALANCY CRAWFORD (IRLANDA, 1850-1887)

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
fluyó hacia abajo en un lecho de lirios;

envuelto en una pausa de oro yacía,
entre los brazos de una apacible bahía.

Temblaba solo en su barca de corteza,
mientras los lirios rompían con certeza

el inmóvil cristal de la marea,
hiriendo la frágil proa de madera.

O cuando cerca de los delgadas plantas
levanta sus afiladas escamas de plata;

o cuando en el viento frío y sonoro
cae la libélula envuelta en oro

y todas las joyas y las amplias aguas,
en anillos cantan en sus alas;

o como el alma ardiente y alada,
que de la oscuridad desciende en llamas

sobre la fría ola, como el bálsamo
que por un gran espíritu es derramado,

el alma vuela en libertad, y el silencio se aferra
a las horas inmóviles, como cuelga la Tierra,

cortando la oscuridad, en los árboles,
a medias enterrados hasta las rodillas.

Se sentó en su quietud de plácidas hojas,
aferrado a sus sombras, doradas y rojas,

y sobre el suelo cóncavo, como una espiga,
cayó el rostro entre luces ambarinas.

Orgullosa y valiente espuma de madera,
perla brillante, una doncella frente a la marea.

Y él hubo de cantar de su alma el amor,
con la voz del águila y el dolor.

En lo alto, fuertes pinos fueron hechos de su lengua,
sus labios florecieron suaves en la sombra de la tormenta,

besando los femeninos pétalos, plateados despojos,
como lirios blancos en un íntimo arroyo.

Hasta hoy él permanece allí, en reposo,
su imagen pintada en ella, descanso glorioso.

Una isla entre dos azules no se derrite,
una gota de rocío en la costa

se alza como un crepúsculo púrpura,
sobre la vasta arena durmiendo bajo el cielo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
fluyó hacia arriba desde un lecho de lirios;

todas las flores, todos los lirios,
en la luz de la tarde la corteza agitaron.

Sus labios frescos rodearon la aguda proa,
sus caricias suaves treparon por los flancos,

con labios y senos tejieron su bóveda,
robando a sus ojos la noche estrellada;

con mano dorada ella tomó el cabello

de una nube roja, hasta su planicie de azur.

Furtivo, el dorado atardecer fluyó,
un viento frío de su cuerpo huyó.

Aceptaron lo alto, los árboles oscuros,
y los bajos lirios que cubrían todo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
escapó lejos de su lecho de lirios.



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miércoles, 5 de septiembre de 2018

"Mi amor, el del cabello ensortijado", ANÓNIMO (IRLANDA)

Mi amor, el del cabello ensortijado,
con rizos que te vuelan:
viniste por la senda, más arriba,
pero nunca a mi vera.
¿Qué mal hubiera sido tu visita,
un momento, en mi granja?
Es tu beso rocío que despierta,
si sueño o estoy mala.

Si oro tuviese, haría
una linda vereda
que, recta, hasta la puerta me llevase
del Doncel a quien quiero.
Creí que escucharía
el rumor de su paso en el camino,
Y, aguardando su beso,
Ni un minuto estas noches he dormido.

Pensé, mi amor, que eras
como el sol y la luna en agua clara;
luego que creí nieve,
fría nieve en lo alto.
Después me parecías
lámpara del Señor que me buscase,
y, frente a mí, lucero de la ciencia,
o siguiendo mis pasos.

Chinelas de muy alto tacón me prometiste,
amor: satén y sedas;
seguir en pos de mí, nunca dejarme,
ni en el bravío océano.
Sin ti, soy un matojos solitario
que en el hueco de un muro ha florecido;
solamente esta casa, con hastío de muerte,
Me queda en torno mío.

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miércoles, 28 de febrero de 2018

"Aquel beso de actor", de MICHAEL HARTNETT (IRLANDA, 1941-1999 d.n.e.)

Besé a mi padre en su cama en la clínica.
Con suelas soñolientas la enfermera
pasaba junto a viejos delirantes.
Siete décadas, dentro, en su cabeza,
congeladas, se iban derritiendo;
la gama del pintor sólo eran grises.
Aquel beso de actor cayó tan hondo
que no me trajo ecos deseados:
era el año 29, el 41, el 84
en el calidoscopio de sus ojos.
Me legó su amargura y su gran sed,
su fría forma de cerrar las puertas.
Después, bebiendo algo, me di cuenta:
aquel fue nuestro primer beso y el último.


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