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viernes, 15 de abril de 2022

"Canción a la bella distante", de CÉSAR DÁVILA ANDRADE (ECUADOR, 1919-1967, d.n.e.)

No era mi poesía. Mis poemas no eran.
Eras tú solamente, perfecta como un surco
abierto por palomas.

Eras tú solamente como un hoyo de lirios
o como una manzana que se abriera el corpiño.
Eras tú, ¡oh distante presencia del olvido!

Clara como la boca del cristal en el agua,
tierna como las nubes que atraviesan el trigo
por los lados de mayo.

Dulce como los ojos dorados de la abeja;
nerviosa como el viaje primero de la alondra.

Eras tú y tenías delgadas de esperanza
las manos que me huyeron.
En tu sien, extraviadas, bullían las sortijas.
En tus perfectos ojos abril amanecía.
Estoy tan impregnado de tu voz siempre viva
que hasta esta inmensa noche parece que sonríe
y percibo el borde líquido de tu alma.

Andabas como andan en el árbol los astros.
Rezabas en silencio como una margarita.

¡Oh quién te viera abriendo esos libros que amabas
con el alma inclinada a la luz de las fábulas!
Qué viñeta de rosas tenían tus mejillas
cuando abrías los labios de amor de las palabras.
Y qué resplandeciente ciudad de serafines
descubrías, de pronto, en el cielo de estío.
Quiero besarte íntegra como luna en el agua.

Mañana en los delgados calendarios de ausencia
te encontraré buscando una pedrezuela tierna
para marcar una hora lejana que aún espero.

Recuerdo aquella tarde cuando quise besarte.
Tenían los cristales un fondo de mimosas
y la antigua ventana mecía los jardines.
Las llamas de los árboles se tornaban oscuras
y un ángel de eucalipto se apoyaba en el muro.

Escuchamos de pronto la carreta profunda
que atraviesa los prados con su carga de junio.
Pienso en aquella tarde ¡y me encuentro más solo!

Las casas recogían la luz del occidente,
los caminos bajaban como arroyos en llamas,
la brisa estaba fija en el borde del álamo.
Pienso en aquella tarde y no sé por qué lloro...




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martes, 4 de enero de 2022

"Canción a Teresita", de CÉSAR DÁVILA ANDRADE (ECUADOR, 1919-1967, d.n.e.)



                         (Apasionadamente)

Pálida Teresita del Infante Jesús,
quién pudiera encontrarte en el trunco paisaje
                                               de las estalactitas,
o en esa nube que baja, de tarde, a los dinteles,
entre manzanas blancas, en una esfera azul.

Caperucita parda,
quién pudiera mirarte las palmas de las manos,
la raíz de la voz.
Y hallar sobre tus sienes mínimos crucifijos,
bajando en la corriente de alguna vena azul.

                         Colegiala descalza,
                         aceite del silencio,
                         violeta de la luz.

Cómo siento en la noche tu frente de muchacha,
encristalada en luna bajar hasta mi sien.
Cómo escucho el silencio de tu paseo en niebla,
bajando la escalera de notas del laúd.

Cuando amanece enero, con su frío de nácar,
sé que tu pecho quema su materia estelar;
y que la doble nube de tus desnudos hombros
se ampara en la esquina delgada de la cruz.

Cómo escucho en la noche de caídos termómetros,
volar, rotas las alas, el ave de tu tos;
y llorar en la isla de una desierta estrella
a jóvenes arcángeles enfermos como tú.

Teresita:
esa hierba menuda que viene de puntillas
desde el cielo a las torres;
ese borde de guzla que nace en los tejados;
esa noción de beso que comienza en los párpados;
la trémula angostura del abrazo en los senos:
todo lo que aún no irisa la sal de los sentidos
y es sólo aurora de agua y antecede a la gota,
y tiene únicamente matriz en lo invisible;
lo mínimo del límite, le que aún no hace línea,
eres tu, Teresita, castidad del espectro.
La comunión primera de la carne y el cielo.

Cuando el olivo orea su balanza de nidos,
cuando el agua humedece la niñez del oxígeno,
cuando la tiza entreabre en las manos del joven
la blancura de un lirio que expiró en la botánica,
allí estas tú, Teresita, víspera del rocío,
en la hornacina pura de un nevado corpiño,
con tu fantasma tenue, concebido en la línea
ligera y sensitiva en que nacen las sílfides.

                          Suave, sombra, celeste,
                          soledad silenciosa.

¿Quién te entreabrió ese hoyo de dalia en la sonrisa?
¿Quién te vistió de clara canela carmelita
como a una mariposa?
¿Quién colocó en tus plantas
los descalzos patines de celuloide y ámbar?
¿Quién te ungió las manos de divina tardanza
para que no pudieras
jamás herir las cosas?

                           Tenue, tímida, tibia,
                           traslúcida, turgente.

Por tu amor, la madera se vuelve una sortija
y la niebla, sonata al pasar por los álamos.

Por tu amor, en el éter se conservan los trinos,
las plegarias se tornan cascabeles azules
y la espiga, una trenza del color de los cálices.

                            Delgada, dulce, débil,
                            divina, delicada.

Tu doncellez intacta crea nardos ilesos
sobre ese fino valle del aire en los cristales,
cuando sólo es un trémulo sonido que no alcanza
a embozar en el tímpano el espectro del canto.

Novia que viajas sola
en un velero de hostias.
Enamorada pura en la edad de la garza.

                             Niña, nupcial, nerviosa,
                             nívea, naciente, núbil.

Cómo veo tus manos pasar por los bordados
y abrir una acuarela de anclas y corazones;
tus ojos que conocen esos duendes de cera
que andan con las abejas al pie de los altares.

Cómo siento tus trenzas ocultas en una gruta,
donde se agrupa el oro bajo un toldo de lino.

                              Ideal, ilusa, íntima,
                              irreal, iluminada.

¿Quién podrá olvidar tu nombre, Teresita?
¿Tu nombre que comienza en una noche de estrellas
y ha cambiado el sentido de la lluvia y las rosas?

Lo pronuncian los niños al llamar a las aves,
o al decir que las cosas les nacen en los ojos.

Las bellas colegialas que recogen en coro
una llovizna azul en el hoyo de las faldas.

Las novicias que cantan entre muros de nieve
y crucifijos pálidos.

Los monjes que hicieron de su sangre una nube
para guardar los campos con escuadrillas de ángeles.

Por tu finura de ángel con alas de violeta
y tu ternura inmensa que, a veces, se hace pena,
un Amor Infinito escribió en el cielo
la inicial de tu nombre con un grupo de estrellas.
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miércoles, 7 de julio de 2021

"Se derrama el silencio", de MIGUEL ÁNGEL LEÓN PONTÓN (ECUADOR, 1900-1942 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Labios sonámbulos", de fecha 1923  d.n.e.




Se derrama el silencio de este jardín de seda.
Tus pupilas como aves silenciosas han vuelto.
Enciendes la estrella de tu lágrima, y tu lágrima rueda
por las nubes nocturnas de tu cabello suelto.

Revuelan mariposas de alas iluminadas;
y como en tu pupila hay rocío en la rosa.
En tu cabello duermen estrellas apagadas.
¿O es que de cada lágrima nació una mariposa?

Es un milagro que hace Amor, cuando mojas
de estrellas tus pupilas y cuando en tu cuello hago
caer mis besos cansados como caen las hojas
del rosal,
en las ondas enlunadas del lago.

Mi alma como una lámpara de perfume, enciendes.
Hay la estela en tu labio de una sonrisa muerta.
Y la estrella de plata de tu llanto suspendes.





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sábado, 27 de mayo de 2017

"Cuerpo de la amante", de JORGE CARRERA ANDRADE (COLOMBIA, 1902-1978, d. n. e.)



I
Pródigo cuerpo:
dios, animal dorado,
fiera de seda y sueño,
planta y astro.
Fuente encantada
en el desierto.
Arena soy: tu imagen
por cada poro bebo.
Ola redonda y lisa:
En tu cárcel de nardos
devoran las hormigas
mi piel de náufrago.


II
Tu boca, fruta abierta
al besar brinda
perlas en un pocillo
de miel y guindas.

Mujer: antología
de frutas y de nidos,
leída y releída
con mis cinco sentidos.


III Nuca: Escondite en el bosque,
liebre acurrucada
debajo de las flores,
en medio del torrente.
Alabastro lavado
en medio del torrente,
mina
y colmena de mieles.
Nido
de nieves y de plumas.
Pan redondo
de una fiesta de albura.


IV
Tu cuerpo eternamente está bañándose
en la cascada de tu cabellera,
agua lustral que baja
acariciando peñas.
La cascada quisiera ser un águila,
pero sus finas alas desfallecen:
agonía de seda
sobre el desierto ardiente de tu espalda.
La cascada quisiera ser un árbol,
toda una selva en llamas
con sus lenguas lamiendo
tu armadura de plata
de joven combatiente victoriosa,
única soberana de la tierra.
Tu cuerpo se consume eternamente
entre las llamas de tu cabellera.


V
Frente: cántaro de oro,
lámpara en la nevada,
caracola de sueños
por la luna sellada.
Aprendiz de corola,
albergue de corales,
boca: gruta de un dios
de secretos panales.


VI
Tu cuerpo es templo de oro,
catedral de amor
es donde entro de hinojos.
Esplendor entrevisto
de la verdad sin velos:
¡Qué profusión de lirios!
¡Cuántas secretas lámparas
bajo tu piel, esferas
pintadas por el alba!
Viviente, único templo:
La deidad y el devoto
suben juntos al cielo.


VII
Tu cuerpo es un jardín, masa de flores
y juncos animados.
Dominio del amor: en sus collados
persigo los eternos resplandores.
Agua dorada, espejo ardiente y vivo,
con palomas suspensas en su vuelo
feudo de terciopelo,
paraíso nupcial, cielo cautivo.
Comarca de azucenas, patria pura
que mi mano recorre en un instante.
Mis labios en tu espejo palpitante
apuran manantiales de dulzura.

Isla para mis brazos nadadores,
santuario del suspiro:
Sobre tu territorio, amor, expiro
árbol estrangulado por las flores.


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lunes, 5 de diciembre de 2016

"El lunar", de NICOLÁS AUGUSTO GONZÁLEZ TOLA (Ecuador, 1858-1918)

Ni el candor de tu rostro, que revela
que tu sensible corazón dormita,
ni tu mórbido seno que palpita,
ni tu inocente gracia que consuela;

ni tus brillantes ojos de gacela,
ni tu boca de grana, urna bendita
donde un beso parece que se agita
cual mariposa que vagar anhela,

inspiran más al alma enamorada,
por tus encantos celestiales loca
ya tu yugo hace tiempo encadenada,

que ese lunar que a adoración provoca…,
¡pequeña, fugitiva pincelada
que el Amor quiso dar junto a tu boca!


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