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lunes, 5 de diciembre de 2022

"Canción de amor de una muchacha loca", de SYLVIA PLATH (EE.UU., 1932-1963, d.n.e.)

Cierro los ojos y el mundo entero cae fulminado;
Abro los párpados y todo vuelve a renacer.
(Seguramente fui yo quien te conformó en mi mente).
Las estrellas salen valseando, vestidas de azul y de rojo, Y la negrura arbitraria entra galopando:
Cierro los ojos y el mundo entero cae fulminado.

Soñé que me hechizabas para llevarme a la cama,
Que me cantabas con locura, que me besabas con delirio.
(Seguramente fui yo quien te conformó en mi mente).
Dios cae desde el cielo, las llamas del infierno se consumen:
Salen los serafines y los hombres de Satán:
Cierro los ojos y el mundo entero cae fulminado.

Imaginé que volverías, tal y como dijiste,
Pero crecí y ahora ya no recuerdo tu nombre.
(Seguramente fui yo quien te conformó en mi mente).
Debería haber amado a un pájaro del trueno en vez de a ti;
Ellos, al menos, al llegar la primavera, vuelven a rugir.
Cierro los ojos y el mundo entero cae fulminado.
(Seguramente fui yo quien te conformó en mi mente).




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lunes, 21 de noviembre de 2022

"Persecución", de SYLVIA PLATH (EE.UU., 1932-1963, d.n.e.)

Dans le fond des forêts votre image me suit.
                                   Racine
Una pantera macho me ronda, me persigue:
Un día de éstos al fin me matará.
Su avidez ha encendido los bosques,
Su incesante merodeo es más altivo que el sol.
Más suave, más delicado se desliza su paso,
Avanzando, avanzando siempre a mis espaldas.
Desde la esquelética cicuta, los grajos graznan estrago:
La caza ha comenzado; la trampa, funcionado.
Arañada por las espinas, ojerosa y exhausta,
Atravieso penosamente las rocas, el blanco y ardiente
Mediodía. En la roja red de sus venas,
¿Qué clase de fuego fluye, qué clase de sed despierta?
La pantera, insaciable, escudriña la tierra
Condenada por nuestro ancestral delito,
Gimiendo: sangre, dejad que corra la sangre.
La carne ha de saciar la herida abierta de su boca.
Afilados, los desgarradores dientes; suave
La quemante furia de su pelaje; sus besos agostan,
Dan sed;
cada una de sus zarpas es una zarza;
El hado funesto consuma ese apetito.
En la estela de este felino feroz,
Ardiendo como antorchas para su dicha,
Carbonizadas y destrozadas, yacen las mujeres,
Convertidas en la carnaza de su cuerpo voraz.
Ahora las colinas incuban, engendran una sombra
De amenaza. La medianoche ensombrece el tórrido soto;
El negro depredador, impulsado por el amor
A las gráciles piernas, prosigue a mi ritmo.
Tras los enmarañados matorrales de mis ojos
Acecha el ágil; en la emboscada de los sueños,
Brillan esas garras que rasgan la carne,
Y, hambrientos, hambrientos, esos muslos recios.
Su ardor me engatusa, prende los árboles,
Y yo huyo corriendo con la piel en llamas.
¿Qué bonanza, qué frescor puede envolverme
Cuando el hierro candente de su mirada me marca?
Yo le arrojo mi corazón para detener su avance,
Para apagar su sed malgasto mi sangre, porque
Él lo devora todo y, en su ansia, continúa buscando comida,
Exigiendo un sacrificio absoluto. Su voz
Me acecha, me embruja, me induce al trance,
El bosque destripado se derrumba hecho cenizas;
Aterrada por un anhelo secreto, esquivo
Corriendo el asalto de su radiación.
Tras entrar en la torre de mis temores,
Cierro las puertas a esa oscura culpa,
Las atranco, una tras otra las atranco.
Mi pulso se acelera, la sangre retumba en mis oídos:
Las pisadas de la pantera lamen los peldaños,
Subiendo, subiendo las escaleras.





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miércoles, 12 de octubre de 2022

"Epitafio por el fuego y la flor", de SYLVIA PLATH (EE.UU., 1932-1963, d.n.e.)

También podrías tirar de ella y sostener
La verde cresta de esta ola sobre la cuerda floja
Para evitar que caiga, o anclar el flujo del aire
En cuarzo, igual que te rompes la cabeza intentando salvar
A estos dos amantes perecederos del roce
Que avivará la envidia de los ángeles, abrasará y abatirá
Sus tiernos corazones hasta dejarlos calcinados como una cerilla.
No busques el ojo petrificante de una cámara para fijar
En blanco y negro el fulgor pasajero
De cada rostro, ni intentes conservar en hielo,
Para las futuras miradas, el breve ardor de una boca;
Las estrellas renuevan sus pétalos, y los soles se apresuran a sembrar,
Por mucho que tú te afanes en retener esas ruinas que tanto quieres,
Enjambradas en tu cabeza como la miel en la colmena.
Pega ahora tu oído, calmo como una caracola,
Al cerne de sus votos: escucha cómo estos amantes auguran
Una época de cristal que conservará, abrazándolo,
Seguro en un museo, este diamante, para que las generaciones
Venideras lo contemplen maravilladas; ambos luchan
Por conquistar el reino de las cenizas en el asedio de una hora
De latidos y caricias, por mantener a salvo la fe dentro de un fósil.
Pero aunque ellos remacharan sus fuerzas en roca
Y cada beso de veleta tuviese tanto fuego contenido
Como para inflamar al mismísimo fénix,
la sangre ágil,
Espoleada por el momento, corre demasiado aprisa
Como para refrenar un deseo; por eso ellos cabalgan toda la noche
En la estela centelleante de sus latidos, hasta que el rojo gallo
Arranca de raíz la flor de ese cometa.
El alba apaga la mecha gastada de la estrella
Aunque los benditos locos del amor reclamen a gritos
La perennidad, y una languidez cerosa hiela la vena,
Por muy vivamente que ésta fulja; los contratos de fidelidad se rompen
Y se desdicen bajo la luz cambiante: el radiante renuevo
Aventa cenizas a los ojos de los amantes; la ardiente mirada
Calcina la carne hasta la médula, y los devora.




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lunes, 10 de octubre de 2022

"No intentes nunca engañarme con un beso", de SYLVIA PLATH (EE.UU., 1932-1963, d.n.e.)

No intentes nunca engañarme con un beso
Simulando que los pájaros han venido a quedarse
,
Pues el moribundo se burlará con desprecio.
Una piedra puede suplantar lo que fue un corazón
Y unas vírgenes surgir donde yacía Venus:
No intentes nunca engañarme con un beso.
Nuestro noble médico afirma que el dolor es suyo,
Mientras los afligidos pacientes le dejan hablar;
Pero el moribundo se burlará con desprecio.
El soltero viril teme la parálisis, mientras la vieja
Solterona se pasa el día llorando en el hastial:
No intentes nunca engañarme con un beso.
Las afables, eternas serpientes prometen bendición
A los niños mortales que anhelan la dicha,
Pero el moribundo se burlará con desprecio.
Tarde o temprano algo va mal; los pájaros
Cantarines ahuecan el ala para siempre.
Por eso no intentes engañarme nunca con un beso,
Pues el moribundo se burlará con desprecio.





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lunes, 5 de septiembre de 2022

"Yo quiero", de SYLVIA PLATH (EE.UU., 1932-1963, d.n.e.)

Abriendo la boca, el pequeño dios inmenso,
Calvo a pesar de su cabeza infantil,
Pidió a gritos el pecho de su madre
.
Los dos volcanes secos se cuartearon y escupieron,
La arena abrasó los labios sedientos de leche.
El niño dios pidió entonces sangre a su padre,
Que puso a trabajar a la avispa, al lobo y al tiburón,
Y luego ideó el pico del alcatraz.
Sin una lágrima en los ojos, el inveterado patriarca
Creó a los hombres de carne y hueso,
Púas en la corona de alambre enrojecido,
Espinas en el tallo de la rosa encarnada.




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lunes, 29 de marzo de 2021

"Quién", de SYLVIA PLATH (ESTADOS UNIDOS, 1932-1963 d.n.e.)

Floreal término. Cayó la fruta,
pudrióse o fue comida. Sólo boca
soy.
En octubre, mes de almacenaje.

El cobertizo huele a tripa rancia
de momia: herramientas, colmillos, moho.
En casa estoy, entre cabezas muertas.

Dejadme que me siente en este tiesto,
ninguna araña lo verá, paróse
mi corazón como un geranio.

Ojalá el viento deje mis pulmones.
Los pétalos nasales. Boca abajo
las flores, sonoras como hortensias.

Cabezas putrescentes me consuelan,
ayer clavadas a las vigas: de estos
pupilos no será el invierno.

Repollos: plata mate, agusanada
púrpura, piel comida, oreja aguda,
corazón verde. Venas de tocino.

¡Oh, belleza del hábito! No tiene
ojos la calabaza. Estas estancias
hierven de chicas que se piensan pájaros.

Monótono colegio. Soy raíz,
piedra, plumón de búho,
vivo sin sueños de ninguna clase.

Madre, tú eres el mes único
de quien yo fuera aire. Madre de aire,
cómeme.
Sombra de dinteles vanos.

Dije: me acordaré, pues soy pequeña.
Había flores tan enormes,
bocas rojas y púrpura, bellísimas.

Los tallos de las moras me hacen daño.
Ahora me encienden como una bombilla.
Desde hace días no recuerdo nada.





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domingo, 5 de abril de 2020

"Pelando una naranja", de VIRGINIA HAMILTON ADAIR (EE.UU., 1913-2004, d.n.e.)

Rubia, de Maestro Andrade


Desnuda me encuentro entre ti y un plato con naranjas
leyendo La Ilusión del Mundo entre lágrimas.

Tocas… a través mío con ganas de fruta global
el brazo desnudo, fuerte, tibio y velloso en mi vientre.

Tus dedos investigan la piel de una naranja marina
que desprende pequeñas explosiones de aceite aromático.

Colocas redondas cáscaras de oro en un patrón extraño
sobre mi cuerpo pálido. Recomponiéndote, te agachas y muerdes
las rodajas para desatar los olores impacientes.

Digo “¡alto, me haces cosquillas!” con los ojos todavía en la página.

Por el aire, aromas a naranjal. A través de las hojas verdes
brilla la nieve majestuosa. A través de los labios rojos
se cierran tus dientes níveos como línea translúcida.

Tu cara sobre la mía eclipsa a La Ilusión del Mundo.

De tu boca a la mía, pasan el jugo y la pulpa.
Reímos labio contra labio.
Aún leyendo, aún entre sollozos,
sostengo mi libro detrás de tu cabeza.

Me dices “lee: no soy más que una ilusión” deslizándote sobre mí
con suavidad, quieto y amable,
sonriendo verde a través de largas pestañas. Y pronto
digo: “No te detengas. No me desilusiones”.

La nieve se derrite. La montaña se vuelve hilos de plata.
Las naranjas son los mundos de oro de los sueños oscuros.





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miércoles, 4 de marzo de 2020

"El lenguaje del amor", de ELLA WHEELER WILCOX (EE. UU., 1850--1919, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Poemas de pasión", de fecha 1883  d.n.e.



¿Cómo habla el Amor?
Sobre una mejilla en su tenue rubor,
y en la palidez que le sucede, en aquel
temblor de unos ojos que huyen
—la sonrisa que se convierte en suspiro—.
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Por la desigualdad de dos corazones que palpitan,
monstruo que en el pulso vibra, inmóvil ante el dolor,
mientras nuevas emociones, como insólitas barcas
que a lo largo de las venas trazan su inquietante curso;
—como el amanecer, con la fuerza súbita del amanecer—.
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Cuando evitamos aquello que buscamos,
el silencio repentino que nos asalta cuando
contemplamos el ojo que brilla con su lágrima esquiva,
cuando la alegría nos arrebata el corazón del pecho
—conociendo de memoria los nombres divinos—.
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
En el orgulloso espíritu que crece mansamente,
en el corazón altanero creciendo humilde; en la cálida
luz sin nombre que inunda el mundo con su esplendor;
en la semejanza donde los ojos trazan
en todas las cosas justas el rostro amado;
en el tímido roce de las manos que se estremecen,
en los labios y las miradas que ya no disimulan
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Cuando las palabras pronunciadas parecen tan débiles
que se someten al silencio; en el fuego
que abate las miradas, destellos rápidos y más altos,
como relámpagos que preceden la furia de la tormenta;
en lo profundo: sentimental quietud;
en la cálida marea apasionada que barre las venas
entre las orillas del deleite y el dolor;
en el abrazo que se derrite en la locura del placer,
—en el arrebato convulsivo de un beso—.
Así habla el Amor.





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sábado, 22 de febrero de 2020

"Último beso", de F. SCOTT FITZGERALD (EE.UU:, 1896-1940, d.n.e.)

Cuento publicado póstumamente en "Collier's Magazine", en fecha 16 de abril de 1949  d.n.e.



I.

Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.

Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.

-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.

Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».

Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:

Esta noche a las diez
en el estadio de Hollywood
Sonja Heine patinará
sobre sopa caliente

A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.

-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.

La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».

-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.

-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.

-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.

Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.

-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.

-¿Es usted director?

-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.

-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.

Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.

-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.

-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.

-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?

Ella asintió.

Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.

-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.

-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.

-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.

-Es una larga historia.

-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.

-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.

-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.

Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.

-Me gustaría oír esa larga historia.

La chica suspiró.

-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.

-¿Vejestorios de veintidós años?

-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno.

-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?

-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.

Jim sonrió.

-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió.

-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía.

-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!

-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.

-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban?

-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.

Jim volvió a mirarla y se echó a reír.

-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.

Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chófer.

-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.

Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.

-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte.

-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.

-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?

-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde.

-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?

-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio.

-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.

La chica frunció el entrecejo.

-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?

Jim se encogió de hombros.

-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.

Después de una larga pausa, Pamela sentenció:

-Un inglés no haría eso.

-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no.

-Un caballero inglés no lo haría.

-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí.

-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.

Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.

-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.

-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.

Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.

-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz.

-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón?

-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.

Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.

-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?

-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que…

-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker.

-No le diga nada -la interrumpió.

-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.

Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.

-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…

-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.

El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.

A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.

-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré.

-No, por favor -se apresuró a decir Jim.

-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.

-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron.

-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.

Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.

Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.

II.

Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores, guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber supuesto ningún problema.

Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.

Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.

Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe Becker se dejó caer por su despacho.

-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?

-Muy agradable.

-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.

-Claro que la pasamos bien.

-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.

-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si es lo que estás insinuando.

-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería decirte algo sobre ella.

-¿No le interesa a nadie?

-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el tema de conversación de todo el restaurante.

-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.

-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.

-No me digas.

-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa Maxwell…

-Joe, tengo que trabajar.

-¿Verás su prueba?

-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim, impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.

-Tú tienes tus ideas, ¿no?

-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones en las salas de proyección.

-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.

Una semana después llegó otra nota.

Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha cargado a todos los viejos.

La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…

No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.

Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London News.

Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.

-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.

Pamela dejó de leer inmediatamente.

-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le he escrito hoy.

-Yo también vivo cerca de aquí.

Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la pregunta equivocada.

-¿Cómo van las cosas?

-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.

-Me parece muy sensato.

-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.

Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos gritaban los resultados del fútbol.

-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.

«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.

Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un patio central.

-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a usted le gustaría ayudarme.

Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.

-¿Está casado? -preguntó la chica.

-No.

-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba, añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.

-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para darnos las buenas noches.

Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:

-Bueno, me condenaré.

Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de haberse acostado.

III.

Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis personas comenzó la obra.

Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes, pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una puerta lateral. Ella lo estaba esperando.

-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.

-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.

-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.

-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel. ¿Puede venir al estudio mañana?

Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.

-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.

-¿De verdad?

-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor. Es mucho más civilizado que Bernie Wise.

Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo menos era civilizado.

-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.

Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que coronaban el pretil, y Pamela asintió.

-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se suicidan si no consiguen lo que quieren.

-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.

Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.

-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.

Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.

-Hay beso esta noche -dijo ella.

Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus manos.

-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No la desaproveches.

-¿Qué ha pasado?

-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así que rompimos el contrato.

Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?

-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.

-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un pequeño papel para que la vieras.

Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en la penumbra; las pupilas se dilataban.

-¿Dónde está Bog Griffin?

-En ese camerino, con la señorita Knighton.

Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema era serio.

-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?

-Hueles a cebolla -dijo Pamela.

Griffin volvió a intentarlo.

-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.

-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.

-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.

-Claro. Todo el tiempo del mundo.

Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía acerca de ella, y ella de ellos.

-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.

-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano juicio.

-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?

-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.

-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.

-Él no es actor -dijo, confundida.

-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque no llegan nunca a aprender eso.

-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…

Jim asintió.

-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.

«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.

Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:

-¡Eh, Bob!

Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho, donde Mike Harris lo estaba esperando.

-Esa chica vuelve a crear problemas.

-Acabo de estar allí.

-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el rodaje por hoy. No podía más.

Bob entró.

-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que no encuentras cómo…

Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.

-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo que puedo resolver el asunto.

Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.

-De acuerdo, Jim -dijo.

Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le contestó una voz de hombre.

IV.

A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para quienes ella trabajaba.

Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.

Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela llegaría enseguida.

-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.

-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood, extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?

-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.

La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad. Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un anciano.

-Espero que traten a Pamela como se merece.

-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.

-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de sus dueños y…

Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.

-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.

Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.

-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde -dijo Pamela, con cierto tono de desafío.

-Quería hablar contigo fuera de los estudios.

-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.

-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.

-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.

-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a solas?

-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.

Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación.

-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató -dijo.

-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente profesional.

-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un ultimátum.

-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú eres su jefe, ¿no?

-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las películas se hacen en equipo y…

-Déjame entonces que pruebe con otro director.

-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único que les impresiona.

-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin levantar la voz.

-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como usted.

Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.

Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.

-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.

-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de alimañas al acecho.

Jim se levantó.

-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a Inglaterra y te casaras.

Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que iba a perder para siempre.

Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra, había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían terminaban en el mismo punto muerto.

Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió en junio de muerte natural.

V.

Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.

Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro, con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana después.

Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.

En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el botón para que empezara.

En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:

-Preferiría morirme antes que hacer eso.

Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una vez más las tres notas que ella le había mandado.

…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.

Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.

«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser desdichado.

Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos. Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.

Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.

No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.

-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.

-Gracias.

Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.

Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir más cerca su radiante belleza.

-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»





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jueves, 4 de julio de 2019

"Ojos de gato tentador. Dos especies unidas", de MHAVEL N. (ESTADOS UNIDOS)

Fragmento perteneciente al libro "Ojos de gato tentador. Dos especies unidas", de fecha 2014  d.n.e.




«Su hermosa voz me hizo estremecer. Me acerqué a sus labios de forma deliberadamente lenta y nos besamos. Fue suave e intenso, me deleité de nuevo con sus ricos labios, su aroma, su liento.
Mis manos recorrieron su cabello, bajé acariciando su cuello, introduje un poco mis dedos por debajo del cuello de la camisa, acariciando su clavícula. Mordió suavemente mi labio inferior y empecé a desabrochar los botones mientras él besaba mi mejilla y bajaba hacia el mentón. Mis manos recorrieron su cálido pecho, mordió mi mentón y sentí sus colmillos hincándome. Mi respiración se volvió acelerada y profunda.
Le deslicé la camisa por sus hombros, quitándosela. Al fin lo tenía solo para mi. Lo empujé un poco y se tendió en el colchón llevándome con él. Lo besé de forma más intensa mientras acariciaba su pecho, pero sus manos se colaron por mi cintura: me empecé a perder estando completamente lúcida. Besé su mejilla y mordí su mentón: él soltó un seductor suspiro. Empecé a bajar besando su cuello, y bajé más, besando su pecho.
Soltaba suspiros y ahogó un par de cortos gemidos cuando le mordí. El aroma de su piel húmeda por mis besos era como una droga para mí. Volví a subir directo a sus labios y me recibió con intensidad. Volvió a sentarse mientras me besaba y acariciaba mi cintura. Sus manos subieron un poco más por debajo de mi blusa, hacia mis costillas, haciendo que un impulso nervioso me estremeciera.
—¿Puedo besarte...? —preguntó. —Sí, hazlo —solté antes de que terminara su pregunta y yo terminara de analizarla. Me tomó la cintura y con agilidad me tendió por completo en el colchón. Me besó mientras el calor de su torso desnudo y el peso de su cuerpo me envolvían. Estaba a su merced, acariciaba su espalda mientras él empezaba a bajar comiéndome a besos. Había empezado a desabotonarme la blusa sin que lo notara, aunque más parecía que los iba desabrochando a tirones mientras bajaba. Siguió bajando, besando mi abdomen.
Bajó más hacia mi vientre y luego se dirigió a mi cintura ladeando el rostro y abriendo los labios. Hincó sus colmillos en mi piel con una suave y apasionada mordida, haciéndome jadear.
Regresó a mis labios y la piel ardiente de su torso se unió a la mía. Rozó la punta de su lengua en la parte interna de mi labio superior, sonreí e introduje la mía en su boca, rodeando su cuello y presionándolo contra mí. Mis dedos recorrían y se entrelazaban en su cabello. Sonrió contra mis labios mientras acariciaba mi cintura.
—¿Me ayudas? —susurré mientras desabrochaba el botón de mi pantalón.
Echó un vistazo cuando sintió el roce de mis manos en su vientre bajo mientras me bajaba el cierre del pantalón. Me miró unos segundos y se reincorporó para ayudarme, estaba algo confundido pero no se detuvo a hacerme preguntas. «Muy listo». Introdujo sus dedos debajo del pantalón con cuidado de no rasparme con las puntas de sus uñas. Sus penetrantes ojos se posaron en los míos un par de segundos antes de deslizar la prenda hacia abajo, levanté mi cadera un segundo para ayudar.
El corazón se me había acelerado y golpeaba mi pecho. Deslicé mi blusa por mis hombros y la dejé a un lado, él arrojó mi pantalón a un costado también y se me quedó observando. Estaba en ropa interior ante sus ojos, ruborizada, me faltaba el aliento. Se acercó, besó mi rodilla y continuó bajando, besando la parte interior de mi muslo. Solté sin querer otro jadeo ante el roce de sus colmillos.
Cerró los ojos y rozó su mejilla en mi piel, subiendo a mi rodilla y soltando un bajo y grave ronroneo, como un gran felino. Eso me desarmó como siempre. Plantó nuevamente su penetrante mirada de depredador en mí y volvió a mi boca con rapidez.
Darío Morales
"Desnudo"
Rodeó mi cintura y pegó su frente a la mía. También le faltaba el aliento, el calor de su cuerpo se apoderó de mí. Ardía en amor, pasión y deseo, ardía en serio.
—Eres hermosa, ¿lo sabes? —murmuró con su grave y seductora voz.
Me hizo vibrar, me derretí. Noté que también estaba ruborizado, eso me prendió por completo y le besé, su calor me estaba embriagando. Le di un suave empujón haciendo que giremos, así quedar encima y poder despojarlo del pantalón, le besé más después de eso. No podía parar, él era mío, su cuerpo era mío, sus besos, su amor, su intensa pasión, su deseo. Todo mío.
—Eres mío —susurré contra su piel mientras lo devoraba a besos.
Le pedí que me desnudara y en su mirada hubo todo un cruce de pensamientos. Jamás en la vida había creído que le pediría algo así a un hombre, bueno, él no era técnicamente un hombre. Volvió a besarme, haciéndome olvidar lo que estaba pensando con su calor, y no le fue un problema desgarrar la poca ropa que quedaba.
Enloquecí al sentir toda su ardiente piel junto a la mía. Sus colmillos me hincaban casi sin piedad pero sólo conseguían hacerme gemir contra sus labios, deseando más. Besó mi mejilla mientras jadeaba de placer igual que yo.
Fue fácil guiarlo por la posición en la que estábamos. Para cuando llegó el momento, no pude evitar separar mis labios de los suyos por la fuerte e intensa sensación, y quejarme. Él juntó las cejas y soltó un grave gemido de placer, como si se tratara de la más dulce de las torturas, mientras apretaba su agarre en mi cintura. Abrió los ojos apenas para hacer contacto visual, su cálido aliento llenaba mi boca, ardí en pasión y volví a besarlo mientras terminábamos de unirnos.
Sentí que le pertenecía en cuerpo y alma, me volví vulnerable, la electricidad me recorría, impulsándome. Besó mi cuerpo, sus colmillos me rozaban la piel en sus apasionados besos, me sentía en el cielo.
Sus manos volvieron a recorrerme mientras nos besábamos de forma sensual y candente, callaba con mi boca los suaves gemidos que emitía de vez en cuando, y viceversa. Mordí suave su mejilla en otro arrebato de pasión y deseo. Él era delicioso, se me había entregado al cien por ciento, y tocaba y besaba mi cuerpo, haciendo cada centímetro suyo. Besé su cuello, su pecho, acariciaba su cabello enredándolo en mis dedos, besaba cada parte de su piel que lograba alcanzar».
(...).



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martes, 28 de mayo de 2019

"Cuando un hombre entra en una mujer", de ANNE SEXTON (ESTADOS UNIDOS, d.n.e.)

Cuando un hombre entra
en una mujer,
como el oleaje que muerde la orilla,
una y otra vez,
y la mujer abre la boca de placer
y sus dientes brillan
como el alfabeto,

Logos aparece ordeñando una estrella,
y el hombre
dentro de la mujer
hace un nudo,
para que nunca más estén separados
y la mujer
sube a una flor
y Logos aparece
y desata los ríos.

Este hombre,
esta mujer
con su doble hambre,
han procurado penetrar
la cortina de Dios,
lo cual brevemente
han logrado
aunque Dios
en su perversidad
deshace el nudo.


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martes, 16 de abril de 2019

"La letanía de los siete besos", de CLARK ASHTON SMITH (EE.UU., 1893-1961)

I.
Beso tus manos, tus manos, cuyos dedos son delicados y pálidos como los pétalos del loto blanco.

II.
Beso tu cabello, que tiene el lustre de negras joyas, y es más oscuro que el Leteo, floreciendo a medianoche a través del sueño sin luna de tierras con fragancias de amapola.

III.
Beso tu frente, que se asemeja a la luna creciente en un valle de cedros.

IV.
Beso tus mejillas, donde persiste un leve rubor, como el reflejo de una rosa sostenida en una urna de alabastro.

V.
Beso tus párpados, los comparo con las flores veteadas de púrpura y me cierro bajo la opresión de una noche presente, en una tierra donde los ocasos son tan brillantes como las llamas del ámbar ardiente.

VI.
Beso tu garganta, cuya ardiente palidez es la del mármol calentado por el sol de otoño.

VII.
Beso tu boca, que tiene el sabor y el perfume de las frutas humedecidas con el rocío de una fuente mágica, en el paraíso secreto que solo nosotros encontraremos; un paraíso donde los que vienen nunca más se irán, ya que sus aguas son las del Leteo, y su fruto es el del árbol de la Vida.



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viernes, 21 de diciembre de 2018

"El beso" de EDGAR ALLAN POE (EE.UU., 1809-1849 d.n.e.)


Nacieron en lejanas primaveras
Las angustias eternas del beso
Que esperando un tardío regreso,
Se tornaron en quimeras.

Aferradas con la juventud,
Se sostuvieron de la vida,
Y deshojando despedidas,
Se alejó la ingratitud.

Tal vez, un día, el mejor,
Reaparezcan las ilusiones,
Y serán como corazones
Sin huella alguna de dolor.

Igual a una plegaria al cielo
Se levanta la nave de la mañana,
Previendo que el beso de la amada
Será ardiente, será fuego.

En aguas puras y labios delineados.
Se desplazan los besos
que se dirán:
¿A dónde, a dónde se irán
Las horas que faltan de pecado?


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martes, 27 de febrero de 2018

"El beso", de ANNE SEXTON (EE.UU., 1928-1974 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Poemas de amor", de fecha  1969   d.n.e.



Te devuelvo tu corazón.
Te doy permiso ─ …

AS

Mi boca florece, como un corte
me han agraviado todo el año, tediosas
noches, sólo brutos codazos en ellas
y cajas delicadas de pañuelos gritando ¡llorona,
llorona, estúpida!

Hasta ayer mi cuerpo era inútil.
Ahora se está rompiendo por sus picos y esquinas.
Está rompiendo las piernas de la vieja Mary, nudo a
nudo
y mira ─ ahora está todo invadido por esos rayos
eléctricos.
¡Zumba! ¡Una resurrección!

Érase una vez una barca, toda de madera
y sin tarea, ni agua salada debajo
y necesitada de alguna pintura. No era más
que un montón de tablas. Pero tú la izaste, la aparejaste.
Ella fue elegida.

Mis nervios están encendidos. Los oigo como
instrumentos musicales. Donde había silencio
tocan sin cesar los tambores, las cuerdas. Tú lo hiciste.
La obra de un puro genio. Cariño, el compositor ha
penetrado
en el fuego.


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viernes, 12 de enero de 2018

"El beso de la noche", de AMANDA ASHLEY (seud. de MADELINE BAKER) (EE.UU., 1963 -- d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "El beso de la noche", de fecha 2005  d.n.e.



Tan pronto como Brenna se sentó, Morgana saltó a su regazo maullando vivamente.
Brenna la acarició hasta que la gata se quedó quieta, luego se concentró en las imágenes de la pantalla. Observó todo ávidamente, con los ojos bien abiertos, mientras Ros¬han cambiaba de un canal a otro y le explicaba lo mejor que podía lo que estaba viendo: aviones y autobuses, trenes y motocicletas, teléfonos y aspiradoras, lavavajillas y secadoras, móviles y mini ordenadores portátiles. Después de recorrer los canales durante un momento, dejó una película reciente suponiendo que la ayudaría a entender como vivía la gente en la actualidad.
Después de un rato, Brenna perdió interés en las imágenes que estaba viendo. En cambio, se descubrió mirando furtivamente a Roshan. Tenía rasgos fuertes, severos y masculinos.
Se preguntó si le gustaría ser un vampiro. Le había dicho que no tenía amigos vampiros. No parecía probable que tuviese amigos mortales. ¿Pasaría todo el tiempo solo?
No sabía mucho de eso, no se podía imaginar cómo sería vivir sin amigos ni familia durante cientos de años. Una existencia tan solitaria. Se preguntaba por qué alguien querría vivir así.
—¿Brenna? —Su voz interrumpió lo que estaba pen¬sando y se dio cuenta de que lo había estado mirando fijamente—. ¿Algo anda mal?
—Todo —contestó ella—. No pertenezco a esta época ni a este lugar. —Acarició la cabeza de la gata—. No creo que llegue a pertenecer nunca.
—Lo harás, seguramente. Quizás te lleve un tiempo acostumbrarte, pero eres joven. Aprenderás. Una lágrima le rodó por la mejilla y cayó en la cabeza de la gata.
—Ah, Brenna. —Se acercó y la cogió en sus brazos. Al principio, ella intentó mantenerse alejada, pero luego, con un suspiro, cayó contra su pecho. Con un suave siseo, Morgana se alejó y se acurrucó frente a la chimenea.
Las lágrimas de Brenna le humedecieron la camisa. Su perfume le llenó los orificios de la nariz, no el olor de su san¬gre sino la esencia de su piel de su pena. Le acarició el cabello, le deslizó la mano por la espalda, sintió su temblor en respuesta a su caricia. Colocándole un dedo en el mentón, le inclinó la cabeza hacia atrás, las miradas se encontraron.
A pesar de su inocencia respecto de los hombres, su mirada reveló que reconocía la razón de la fogosidad en los de él.
Sacudió la cabeza mientras él se inclinaba sobre ella.
—No.
—¿No?
Besar —dijo ella con una mueca—. No me gusta.
—¿De veras? —Le cogió la cabeza entre las manos—. Quizás podría lograr que cambies de opinión —murmuró él— atrapándole los labios con los suyos.
Con los ojos abiertos, Brenna le colocó las manos en los hombros, preparada para empujarlo, pero apenas sintió la caricia de su boca, toda idea de alejarlo desapareció. Sus labios eran fríos y, aun así, el calor le inundó todo el cuerpo, provocándole un aleteo en el estómago que jamás había sentido, y la indujo a apretarse contra él.
Cerrando los ojos, le envolvió los brazos alrededor de la cintura, deseando aferrarlo más cerca, más fuerte. Se fundió contra él, deseando que el beso nunca terminara, y una parte de ella intentaba discernir por qué el beso de John Linder no la había inundado con ese fuego líquido que le provocaba Roshan. Pero fue un pensamiento fugaz. Al profundizar el beso Roshan, le rozó el labio inferior con la lengua. Ella jadeó ante la emoción por el placer que le embargaba, gimió suavemente, mientras él repetía el gesto. Estaba casi sin aliento cuando él apartó los labios. Perdida en un mundo de sensaciones, su cabeza aún tambaleante, lo miró fijamente.
—Más —susurró.
—Pensé que no te gustaba besar.
—Nunca fui besada así.
—Sintiéndose repentinamente osada, le deslizó la mano por la nuca—. Bésame otra vez.
Estaba feliz de complacerla. Era suave y dulce, estaba ansiosa por explorar los placeres sensuales nuevos para ella. Sin apartar la boca de la de ella, se recostó en el sofá, llevándola con él hasta que quedaron uno al lado del otro. Pudo sentir como brotaba su pasión virginal al apretarse contra él, sentir moldeando su cuerpo al suyo.
Con las manos, le recorrió los hombros, bajó hasta las nalgas, ciñéndola contra él, dejándola sentir la evidencia de su creciente deseo.
Ella gimió suavemente, un sonido ronco mezcla de ansia y agitación. Estaba yendo muy rápido para ella, lo sabía, pero no podía detenerse. La deseaba, aquí y ahora, con los ojos muy abiertos y algo asustada, devorada por sus besos.
—¿Brenna... ?
Podría haberla seducido con su poder preternatural, pero no la quería de esa manera. La deseaba cálida y dispuesta en sus brazos, en su cama.
Parpadeó al mirarlo, los ojos nublados de deseo.
—¿Quieres que me detenga?
Lo pensó por un momento, y luego asintió.
No estaba sorprendido, pero no pudo evitar sentirse contrariado. Aunque ya no era mortal, era todavía un hombre, con sus necesidades. Viviendo sólo, sin estar dispuesto a confiar en nadie por temor a ser traicionado, solía mantener solamente relaciones de una noche. No tenía inconvenientes para conseguirlas. Las mujeres se sentían atraídas hacia él sin saber por qué. Por supuesto, siempre había bares como el Nocturno que reunía a aquellos que se consideraban criaturas de la noche. Las mujeres usaban largos vestidos negros, lápiz labial negro y abundante sombra oscura en los ojos. Algunas de ellas usaban colmillos falsos. Los hombres lucían abrigos de cuero negro y una actitud desafiante. El "Nocturno" era uno de sus cotos de caza preferido. Uno de los pocos lugares donde podía ser él mismo.
La besó una vez más, luego inhalando profundamente, y se puso de pié.
—Es tarde —dijo—. Debes dormir un poco.
Ella se sentó, sin mirarlo a los ojos.
—Estás enojado conmigo.
—No.
Le ofreció la mano, sintió cómo le subía un calor por el cuerpo cuando apoyó la mano en la de él y le permitió que la ayudara a ponerse de pié.
Sin soltarle, la condujo escaleras arriba hasta el dormitorio, donde no pudo evitar besarla otra vez. Ella no se apartó cuando dejó de besarla, sólo permaneció de pie, viéndose algo confundida. Con un quedo gruñido, le dio un suave empellón haciéndola entrar a la alcoba, luego cerró la puerta tras ella.
Era pasada medianoche. Hora de cenar.


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martes, 9 de enero de 2018

"A mí me gustan mayores", de la cantante BECKY G., seud. de REBBECA MARIE GÓMEZ (EE.UU., 1997-- d.n.e.)

Canción de fecha 2017  d.n.e. y creada por Benito Martínez, Jorge Fonseca, Mario Cáceres, Patrick Ingunza, Saúl Alexander Castillo Vásquez y Servando Moriche Primera Mussett





A mí me gusta que me traten como dama,
Aunque de eso se me olvide cuando estamos en la cama.

A mí me gusta que me digan poesía,
al oído por la noche, cuando hacemos groserías.

Me gusta un caballero que sea interesante,
Que sea un buen amigo, pero más un buen amante.

¿Qué importa unos años de más?
A mí me gustan mayores,
de esos que llaman señores,
de los que te abren la puerta
y te mandan flores.
A mí me gustan más grandes,
que no me quepa en la boca ,
los besos que quiera darme,
y que me vuelva loca.

Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.
Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.

Yo no soy viejo, pero tengo la cuenta, como uno.
Si quieres..., a la cama yo te llevo el desayuno.

Como yo, ninguno,
Un caballero con veintiuno.
(yeah) Yo estoy puesto pa’ todas tus locura’.
Que tú quieres un viejo, ¿estás segura?
Yo te prometo un millón de aventuras ,
y en la cama te duro lo que él no dura.

Yo estoy activo veinticuatro, siete.
Conmigo no hacen falta los juguetes.
Yo todavía me hago de paquete,
Pero si te gusta abusar con otra gente...

A mí me gustan mayores,
de esos que llaman señores,
de los que te abren la puerta
y te mandan flores.
A mí me gustan más grandes,
que no me quepa en la boca ,
los besos que quiera darme,
y que me vuelva loca.

Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.
Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.

Yo no quiero un niño que no sepa nada.
Yo prefiero un tipo, traje de la talla.
Yo no quiero un niño que no sepa nada.
Yo prefiero un tipo, traje de la talla.

A mí me gustan mayores,
de esos que llaman señores,
de los que te abren la puerta
y te mandan flores.
A mí me gustan más grandes,
que no me quepa en la boca ,
los besos que quiera darme,
y que me vuelva loca.

Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.
Loca,
oh, oh, oh, oh, oh.


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miércoles, 1 de noviembre de 2017

"El primer beso", de ELISABETH CRAFT-SHEA OLSEN (ESTADOS UNIDOS)

Fragmento perteneciente al libro "Flower. Un amor intenso", de fecha 2016  d.n.e.



—Me gustaría poder hacer eso; arte —dice, echándose hacia atrás para apoyarse en los codos y subiendo la cabeza hacia el cielo.

—Haces música —digo. Eso es bastante más impresionante que dibujar unos cuantos garabatos.

Sus dedos sólo están a unos centímetros de los míos y no puedo evitar seguir la línea de su brazo con mis ojos, los músculos tensos hasta el hombro, hasta la curva de su cuello y la parte suave detrás de la oreja.

—No sé si a eso se le puede llamar música. Son básicamente efectos hechos en el estudio de grabación. —Se ríe con amargura. Mira hacia el cielo, inundado de puntitos de luz. Las estrellas son mucho más brillantes aquí arriba, sin verse atenuadas por el resplandor del neón y las farolas—. Yo solía preocuparme por la música que hacía, solía ser mía…, pero ya no. Se le ha arrancado todo lo auténtico.

—¿Por eso has dejado de tocar? — pregunto.

Se endereza.

—Hay otras cosas desagradables en el negocio. —Mira hacia abajo tensando la mandíbula, después la relajada—. Permití que se me fuera de las manos y ya no puedo recuperarlo.

—¿Recuperar qué?

No responde, pega un salto en el césped extendiendo una mano hacia mí.

—Ven aquí —dice.

Dejo que tire de mí hacia arriba y antes de darme cuenta de lo que está haciendo, rodea mi cintura con una mano para acercarme a él, entrelaza su otra mano con mis dedos y empezamos a bailar.

—No hay música —digo, avergonzada. Lo que nos dijo es: “nunca he estado tan cerca de un chico”.

—La música está sobrevalorada —murmura, atrayéndome más cerca de sí. Pero empieza a tatarear, suavemente al principio, después susurra unas palabras de una canción que reconozco: una de sus canciones—. “Si supieras lo que se siente, el estar sin ti. Nunca me habrías dejado”. —Y en sus palabras, en su dulce voz de tenor, escucho a Tate Collins, el cantante. Un nudo se instala en mi pecho.

—"Tus ojos son como esmeraldas, tu cuerpo como el oro.
Si aún pudieras amarme.
No sabes lo que has hecho…”

Me sostiene con suavidad y firmeza, sus labios son un mero susurro y no me resisto, dejo que mis párpados se cierren. Una brisa se levanta en alguna parte, perturbando a las hojas de un árbol cercano, y a pesar de que el aire es templado, en mis brazos se levanta la piel de gallina. Su mano aprieta mi espalda, sus dedos presionan mi camiseta mientras me dirige en un círculo lento y tranquilo. Me voy dejando llevar más y más por este momento, permitiendo que se apodere de mí.

Parpadeo y abro los ojos, y me doy cuenta de que me está mirando. Su rostro tranquilo e indescifrable. De repente, se da la vuelta y me lleva hacia la casa. Se gira hacia mí justo antes de llegar a la puerta, sus brazos alrededor de mi cintura mientras me presiona contra uno de los pilares de piedra que forman parte de su porche trasero. Su mirada busca la mía. Puedo ver su pulso golpeando la base de su cuello y a continuación se echa hacia adelante, cerca. Más cerca.

Cojo aire en una respiración profunda, mi pecho roza el suyo y veo que cierra los ojos. Con indecision apoyo mis manos sobre su pecho, aspirando una bocanada de aire ante mi propio atrevimiento. Está tan caliente. Mi manos se acerca al centro de su pecho y puedo sentir el rápido latido de su corazón.

Tate acaricia mi pómulo con su dedo, justo debajo de mi ojo. Su cuerpo está tan cerca que solo una fina capa de aire y ropa se paran su pecho, su torso, sus labios, de los míos. Tiemblo y cierro los ojos, mis labios palpitan con anticipación. Puedo sentir su aliento, cálido y suave, flotando a través de mis labios y sé que está cerca. Sé qué va a besarme.

Y quiero que lo haga.

Sus brazos se aprietan alrededor de mi cintura mientras me acerca con firmeza a su cuerpo. Estamos apretados el uno contra el otro. Se me escapa un gemido y antes de que pueda decir, pensar o hacer nada, da el paso y presiona su boca contra la mía.

Es tal y como imaginaba que debería ser un primer beso. Sus labios se mueven sobre los míos, con suavidad, pero con certeza. Rezo para no estropear esto y sigo mi instinto mientras sus labios se conectan con los míos, una y otra vez. Aprieta mi labio inferior con sus dos labios, tirando de él suavemente antes de soltarlo. Mi rodillas amenazan con doblarse y me agarro a su camiseta, sujetando la tela con mis puños.

Con cada roce de su boca con la mía siento como si me fuera a caer. Me toca la cara. La mejilla, la mandíbula, la barbilla. Sus dedos recorren mi garganta, y clavícula, y se detienen. Cojo aire en un suspiro tembloroso, asustada de que se atreva a ir más lejos. Excitada por que quiera ir más lejos…

Mis párpados se abren con un aleteo cuando rompe el beso. Nuestra respiración es fuerte, el pecho sube y baja la par. Se retira por solo un segundo, sus ojos oscuros clavados en los míos, haciéndome una pregunta silenciosa que contesto con un gesto de cabeza mínimo.

Y entonces me besa de nuevo. Esta vez es más intenso, mis labios se parten bajo los suyos, su cálida lengua se desliza por el interior de mi labio inferior. Abro la boca para gemir contra la suya, insistente, él se aprovecha y hace el beso más profundo. Mi corazón se acelera cuando su dedo se desliza por el centro de mi pecho, entre las curvas de mi sujetador, y juguetea con el escote de la camisa.

Por fin, mi cabeza regresa al aquí y ahora. El pánico se abalanza sobre mí y empujo su pecho para que nuestros labios se separen. Intento recuperar el aliento, calmar mi acelerado corazón, pero es difícil cuando sigue jugueteando con mi camisa y sus dedos rozan mi sensible piel.

—Dios, Charlotte. —Sacude la cabeza—. No puedo... —Su voz se diluye, como sino fuera capaz de entenderme del todo.

Poco a poco elevo la vista hacia el, segurísima de que mis mejillas están al rojo vivo. Debería separarme, pero me quedo de pie paralizada mientras me acaricia la mejilla con sus nudillos. Su tacto me hace temblar. Cojo aire con brusquedad cuando él se mueve para besarme de nuevo.

—Nunca he hecho esto antes —le susurró contra su boca.

—¿Qué? —Se aparta unos centímetros.

—Yo … Nunca había besado a nadie antes. —Cierro los ojos. Trago saliva.

Da un paso casi imperceptible hacia atrás y de repente siento que el aire de la noche es frío a mi alrededor.

¿Nunca has besado a nadie? —Parece incrédulo.

Despacio niego con la cabeza.

—Nunca he hecho… nada así.

Lo que dice a continuación no es lo que esperaba.

—No puedo hacer esto. —Su tono de voz es duro, es una cuchilla afilada que me parte en dos; sus palabras son como fríos bloques de hielo. Se distancia un paso y el mundo se precipita ante nosotros: el aire de la noche, el sonido del viento entre los árboles, un coche que pasa en la distancia—. Debes marcharte. —Su voz es decidida y de pronto Tate está a un millón de kilómetros de distancia. El vacío entre nosotros es gélido, como si su cuerpo nunca hubiera ocupado ese espacio, como si me lo hubiese imaginado todo.

Se gira sin ni siquiera mirarme y se dirige hacia el interior de la casa. Me siento anclada, aplastada contra el pilar de piedra en el que me ha dejado. Todo da vueltas.

Los siguientes minutos transcurren en un total a turbia y aturdimiento. Hank me acompaña al camino de entrada donde un coche negro con chófer espera al ralentí. Abre la puerta de atrás y miro fijamente, conmocionada, a la inmensa fachada de piedra de la casa. Espero ver la cara de Tate en una de las ventanas, las cortinas apartándose, observando cómo me marcho …, pero solo el frío y oscuro exterior de la casa me devuelve la mirada, dejándome total y completamente sola.


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