lunes, 31 de julio de 2017

"Quiero mi cuerpo cuando está con tu cuerpo", de EDWARD ESTLIN CUMMINGS (ESTADOS UNIDOS, 1894 d.n.e. – 1962 d.n.e.)


Quiero mi cuerpo cuando está con tu
cuerpo. Es algo tan nuevo.
Los músculos mejor y aún más los nervios.
Quiero tu cuerpo. Quiero lo que hace,
quiero sus modos. Quiero el tacto de su espina
dorsal, sus huesos y la palpitante
-lisura-fiel que he de,
otra vez, otra y otra,
besar, quiero besarte aquí y allí,

quiero, lentamente palpar, rozar el vello
de tu eléctrica piel, y aquel que nace
sobre la hendida carne... Y grandes ojos, migas de amor,

y tal vez quiero el estremecimiento
bajo de mí, de ti, tan nueva.


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domingo, 30 de julio de 2017

"El beso", de LEOPOLDO ALAS, CLARÍN (seudónimo de LEOPOLDO GARCÍA-ALAS y UREÑA) (ESPAÑA, 1852-1901 d.n.e.)

Fragmento perteneciente al cuento "Doña Berta".




CAPÍTULO IV.


Llegó el día en que el liberal se creyó obligado por delicadeza a anunciar su marcha, porque las fuerzas, recobradas ya, le permitían volver al campo de batalla en busca de sus compañeros. Dejaba allí el alma, que era Berta; pero debía partir. Los hermanos no se lo consintieron; le dieron a entender con mil rodeos que cuanto más tardara en volver a luchar contra los carlistas, mejor pagaría aquella hospitalidad y aquella vida que decía deber a los Rondaliegos. Además, y sobre todo, ¡les era tan grata su compañía! Vivían unos y otros en una deliciosa interinidad, olvidados de los rencores políticos, de todo lo que estaba más allá de aquellos, bosques, marco verde del cuadro idílico de Susacasa. El capitán se dejó vencer; permaneció en Posadorio más tiempo del que debiera; y un día, cuando las fuerzas de su cuerpo y la fuerza de su amor habían llegado a un grado de intensidad que producía en él una armonía deliciosa y de mucho peligro, cayó, sin poder remediarlo, a los pies de Berta, en cuanto la ocasión de verla sola vino a tentarle. Y ella, que no entendía palabra de aquellas cosas, se echó a llorar; y cuando un beso loco vino a quemarle los labios y el alma, no pudo protestar sino llorando, llorando de amor y miedo, todo mezclado y confuso. No fue aquel día cuando perdió el honor sino más adelante; en la huerta, bajo un laurel real que olía a gloria; fue al anochecer; los hermanos, ciegos, los habían dejado solos en casa, a ella y al capitán; se habían ido a cazar, ejercicio todavía demasiado penoso para el convaleciente que quería ir a la guerra antes de tiempo.

Cantaba un ruiseñor solitario en la vecina carbayeda; un ruiseñor como el que oía arrobada de amor la sublime santa Dulcelina, la hermana del venerable obispo Hugues de Dignes. «¡Oh, qué canto solitario el de ese pájaro!», dijo la Santa, y en seguida se quedó en éxtasis absorta en Dios por el canto de aquel ave. —Así habla Salimbeno—. Así se quedo Berta; el ruiseñor la hizo desfallecer, perder las fuerzas con que se resiste, que son desabridas, frías; una infinita poesía que lo llena todo de amor y de indulgencia le inundó el alma; perdió la idea del bien y el mal; no había mal; y absorta por el canto de aquel ave, cayó en los brazos de su capitán, que hizo allí de Tenorio sin trazas de malicia. Tal vez si no hubiese estado presente el liberal, que le debía la vida a ella, Berta, escuchando aquella tarde al solitario ruiseñor, se hubiera jurado ser otra Dulcelina, y amar a Dios, y sólo a Dios, con el dulce nombre de Jesús, en la soledad del claustro, o como Santa Dulcelina, en el mundo, en el siglo, pero en aquel siglo de Susacasa, que era más solitario que un convento; de todas suertes, de seguro aquel día, a tal hora, bajo aquel laurel, ante aquel canto, Berta habría llorado de amor infinito, hubiera consagrado su vida a su culto. Cuando las circunstancias permitieron ya al capitán pensar en el aspecto civil de su felicidad suprema, se ofreció a sí mismo, a fuer de amante y caballero, volver cuanto antes a Posadorio, renunciar a sus armas y pedir la mano de su esposa a los hermanos, que a un guerrero liberal no se la darían. Berta, inocente en absoluto, comprendió que había pasado algo grave, pero no lo irreparable. Calló, más por la dulzura del misterio que por terror de las consecuencias de sus revelaciones. El capitán prometió volver a casarse. Estaba bien. No estaba de más eso; pero la dicha ya la tenía ella en el alma. Esperaría cien años. El capitán, como un cobarde, huye el peligro de la muerte; vuelve a sus banderas por ceremonia, por cumplir, dispuesto a salvar el cuerpo y pedir la absoluta, su vida no es suya, piensa él, es del honor de Berta.

Pero el hombre propone y el héroe dispone. Una tarde, a la misma hora en que cantaba el ruiseñor de Berta y de Santa Dulcelina, el capitán liberal oye cantar al bronce el himno de la guerra; como un amor supremo; la muerte gloriosa le llama desde una trinchera; sus soldados esperan el ejemplo, y el capitán lo da; y en un deliquio de santa valentía entrega el cuerpo a las balas, y el alma a Dios, aquel bravo que sólo fue feliz dos veces en la vida, y ambas para causar una desgracia y engendrar un desgraciado. Todo esto, traducido al único lenguaje que quisieron entender los hermanos Rondaliegos, quiso que un infame liberal, mancillando la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza, la ley, la virtud, todo lo santo, les había robado el honor y había huido.

Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la Iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable le había obligado a cumplir antes con su bandera. El capitán había salido de Zaornín al día siguiente de su ventura; de la deshonra que allí dejaba no se supo, hasta que, con pasmo y terror de los hermanos, con pasmo y sin terror de Berta, la infeliz cayó enferma de un mal que acabó en un bautizo misterioso y oculto, en lo que cabía, como una ignominia. Berta comenzó a comprender su falta por su castigo. Se le robó el hijo, y los hermanos, los ladrones, la dejaron sola en Posadorio con Isabel y otros criados. La herencia, que permanecía sin dividir, se partió, y a Berta se le dejó, además de lo poco que le tocaba, el usufructo de todo Susacasa, Posadorio inclusive: ya que había manchado la casa solariega pecando allí, se le dejaba el lugar de su deshonra, donde estaría más escondida que en parte alguna. Bien comprendió ella, cuando renunció a la esperanza de que volviera su capitán, que el mundo debía en adelante ser para la joven deshonrada aquel rincón perdido, oculto por la verdura que lo rodeaba y casi sumergía. Muchos años pasaron antes que los Rondaliegos empezasen, si no a perdonar, a olvidar; dos murieron con sus rencores, uno en la guerra, a la que se arrojó desesperado; otro en la emigración, meses adelante. Ambos habían gastado todo su patrimonio en servicio de la causa que defendían. Los otros dos también contribuyeron con su hacienda en pro de don Carlos, pero no expusieron el cuerpo a las balas; llegaron a viejos, y estos eran los que, de cuando en cuando, volvían a visitar el teatro de su deshonra. Ya no lo llamaban así. El secreto que habían sabido guardar había quitado a la deshonra mucho de su amargura; después, los años, pasando, habían vertido sobre la caída de Berta esa prescripción que el tiempo tiende, como un manto de indulgencia hecho de capas de polvo, sobre todo lo convencional. La muerte, acercándose, traía a los Rondaliegos pensamientos de más positiva seriedad; la vejez perdonaba en silencio a la juventud lejanos extravíos de que ella, por su mal, no era capaz siquiera; Berta se había perdonado a sí propia también, sin pensar apenas en ello; pero seguía en el retiro que le habían impuesto, y que había aceptado por gusto, por costumbre, como el ave del soneto de Lope, aquella que se volvió a la jaula por no ver llorar a una mujer. Berta llegó a no comprender la vida fuera de Posadorio. A la preocupación de su aventura, poco a poco olvidada, en lo que tenía de mancha y pecado, no como poético recuerdo, que subsistió y se acentuó y sutilizó en la vejez, sucedieron las preocupaciones de familia, aquella lucha con toda sociedad y con todo contacto plebeyo. Pero si Berta se había perdonado su falta, no perdonaba en el fondo del alma a sus hermanos el robo de su hijo, que mientras ella fue joven, aunque le dolía infinito, la parecía legítimo; mas cuando la madurez del juicio le trajo la indulgencia para el pecado horroroso de que antes se acusaba, la conciencia de la madre recobró sus fuerzas, y no sólo no perdonaba a sus hermanos, sino que tampoco se perdonaba a sí misma. «Sí, se decía; yo debí protestar, yo debí reclamar el fruto de mi amor; yo debí después buscarlo a toda costa, no creer a mis hermanos cuando me aseguraron que había muerto.»

Cuando a Berta se le ocurrió sublevarse, indagar el paradero de su hijo, averiguar sí se la engañaba anunciándole su muerte, ya era tarde. O en efecto había muerto, o por lo menos se había perdido. Los Rondaliegos se habían portado en este punto con la crueldad especial de los fanatismos que sacrifican a las abstracciones absolutas las realidades relativas que llegan a las entrañas. Aquellos hombres buenos, bondadosos, dulces, suaves, caballeros sin tacha, fueron cuatro Herodes contra una sola criatura, que a ellos se les antojó baldón de su linaje. Era el hijo del liberal, del traidor, del infame. Conservarle cerca, cuidarle y exponerse con estos cuidados a que se descubrieran sus relaciones con el sobrino bastardo, les parecía a los Rondaliegos tanta locura, como fundir una campana con metal de escándalo y colgarla de una azotea de Posadorio para que de día y de noche estuviera tocando a vuelo la ignominia de su raza, la vergüenza eterna, irreparable, de los suyos. ¡Absurdo! El hijo maldito fue entregado a unos mercenarios, sin garantías de seguridad, precipitadamente, sin más precauciones que las que apartaban para siempre las sospechas que pudieran ir en busca del origen de aquella criatura: lo único que se procuró fue rodearle de dinero, asegurarle el pan; y esto contribuyó para que desapareciera. Desapareció. Borrando huellas, unos por un lado, por el punto de honor, y otros por otro, por interés y codicia, todo rastro se hizo imposible. Cuando la conciencia acusó a los Rondaliegos que quedaban vivos, y les pidió que buscasen al niño perdido, ya no había remedio. El interés, el egoísmo de estas buenas gentes se alegró de haber ideado tiempo atrás aquella patraña de la muerte del pobre niño. Primero se había mentido para castigar a la infame que aún se atrevía a pedir el fruto de su enorme pecado; después se mintió para que ella no se desesperase de dolor, maldiciendo a los verdugos de su felicidad de madre. Los dos últimos Rondaliegos murieron en Posadorio, con dos años de intervalo. Al primero, que era el hermano mayor, nada se atrevió a preguntarle Berta a la hora de la muerte: cerca del lecho, mientras él agonizaba, despejada la cabeza, expedita la palabra, Berta, en pie, le miraba con mirada profunda, sin preguntar ni con los ojos, pero pensando en el hijo. El hermano moribundo miraba también a veces a los ojos de Berta; pero nada decía de aquella respuesta que debía dar sin necesidad de pregunta; nada decía ni con labios ni con ojos. Y, sin embargo, Berta adivinaba que él también pensaba en el niño muerto o perdido. Y poco después cerraba ella misma, anegada en llanto, aquellos ojos que se llevaban un secreto. Cuando moría el último hermano, Berta, que se quedaba sola en el mundo, se arrojó sobre el pecho flaco del que expiraba, y sin compasión más que para su propia angustia, preguntó desolada, invocando a Dios y el recuerdo de sus padres, que ni él ni ella habían conocido; preguntó por su hijo. «¿Murió? ¿Murió? ¿Lo sabes de fijo? ¡Júramelo, Agustín; júramelo por el Señor, a quien vas a ver cara a cara!» Y Agustín, el menor de los Rondaliegos, miró a su hermana ya sin verla, y lloró la lágrima con que suelen las almas despedirse del mundo.

Berta se quedó sola con Sabel y el gato, y empezó a envejecer de prisa, hasta que se hizo de pergamino, y comenzó a vivir la vida de la corteza de un roble seco. Por dentro también se apergaminaba; pero como dos cristalizaciones de diamante, quedaban entre tanta sequedad dos sentimientos, que tomaron en ella el carácter automático de la manía que se mueve en el espíritu con el tic-tac de un péndulo. La soledad, el aislamiento, la pureza y limpieza de Posadorio, de Susacasa, del Aren.... por aquí subía el péndulo a la actividad ratonil de aquella anciana flaca, amarillenta (ella, que era tan blanca y redonda), que, sorda y ligera de pies, iba y venía llosa arriba, llosa abajo, tendiendo ropa, dando órdenes para segar los prados, podar los árboles, limpiar las seves. Pero, en medio de esta actividad, al contemplar la verdura inmaculada de sus tierras, la soledad y apartamiento de Susacasa, la sorprendía el recuerdo del liberal, de su capitán, traidor o no, de su hijo muerto o perdido...; y la pobre setentona lloraba a su niño, a quien siempre había querido con un amor algo abstracto, sin fuerza de imaginación para figurárselo; lloraba y amaba a su hijo con un tibio cariño de abuela; tibio, pero obstinado. Y por aquí bajaba el péndulo del pensar automático a la tristeza del desfallecimiento, de las sombras y frialdades del espíritu, quejosa del mundo, del destino, de sus hermanos, de sí misma. De este vaivén de su existencia sólo conocía Sabelona la mitad: lo notorio, lo activo, lo material. Como en tiempos de sus hermanos, Berta seguía condenada a soledad absoluta para lo más delicado, poético, fino y triste de su alma. Las viejas, hilando a la luz del candil en la cocina de campana, que tenía el hogar en el suelo, parecían dos momias, y lo eran; pero la una, Sabel dormía en paz; la otra, Berta, tenía un ratoncillo, un espíritu loco dentro del pellejo. A veces, Berta, después de haber estado hablando de la colada una hora, callaba un rato, no contestaba a las observaciones de Sabel, y después, en el silencio, miraba a la criada con ojillos que reventaban con el tormento de las ideas..., y se le figuraba que aquella otra mujer, que nada adivinaba de su pena, de la rueda de ideas dolorosas que le andaba a ella por la cabeza, no era una mujer... era una hilandera de marfil viejo.


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sábado, 29 de julio de 2017

"Anclaje", de PEDRO DÍAZ-LANDA (CUBA, )

Poema perteneciente al libro "De nuevo tú, amigo amor".



Este mar me recuerda tu mirada:
sensual caricia que el abismo acosa...
¡Cualquier luna que en este mar se posa
queda en tus ojos para siempre anclada!

Y en este mar, burbuja enamorada,
me encarcela tenaz tu voz celosa
con tus redes de algas y tu rosa
del seno de Afrodita resbalada.

Y mientras que celebro, en mudo oficio,
entre madréporas tu natalicio
¡surge entre espumas tu deidad serena!

Y al ver que el mar se desmayó en tus ojos
¡anclo en el fondo de tus labios rojos
mis besos húmedos de sal y arena!


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viernes, 28 de julio de 2017

"Me desordeno, amor", de CARILDA OLIVER LABRA (CUBA, 1924 - d.n.e..)


Me desordeno, amor, me desordeno
cuando voy en tu boca, demorada;
y casi sin por qué, casi por nada,
te toco con la punta de mi seno.

Te toco con la punta de mi seno
y con mi soledad desamparada;
y acaso sin estar enamorada;
me desordeno, amor, me desordeno.

Y mi suerte de fruta respetada
arde en tu mano lúbrica y turbada
como una mal promesa de veneno;

y aunque quiero besarte arrodillada,
cuando voy en tu boca, demorada,
me desordeno, amor, me desordeno.


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jueves, 27 de julio de 2017

"Tengo un cuerpo", de JOUMANA HADDAD (LÍBANO, 1970 - d.n.e.)



Tengo un cuerpo esperando en el fondo del océano.
Tengo un cuerpo que es como un volcán,
cuyo cráter lame el agua
para que no arroje placer antes que el amor llegue.
Tengo un cuerpo que no conozco.
Puede ser un grano de arena
o un pez rojo
o una perla en una concha.
Pero voy a descubrir su sabor
con dos labios ardientes
y una lengua que entrará
y con la lava hará un sonido
como entrar en el paraíso.

En el fondo del océano,
dentro de las burbujas del deseo,
tengo un cuerpo para ti,
y tengo una mañana y una eternidad:
una mañana en la que llegarás a mí
y una eternidad en la que se abrirá la caparazón
poco a poco,
con toda la lentitud que deseo
y para la que estás capacitado.


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miércoles, 26 de julio de 2017

"Contemplación del beso", de BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO (ARGENTINA, 1886 − 1950 d.n.e.)



Debe el beso venir desde la hondura
de una cabeza baja y atraída
en la penumbra gris desvanecida
mientras un viento vuele de frescura.

Boca entreabierta, elástica, madura,
que en el atardecer se haga una herida.
Toda ella roja de profunda vida
con un signo mortal: la dentadura.

Verlo avanzar después muy lentamente
como un ascua encendida o roja estrella
y detenerlo, ay, súbitamente.

Contemplarlo en deliquio y miel de abella,
huir la boca por rozar la frente
y a ella volver para morir en ella.


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martes, 25 de julio de 2017

"Madre", de GABRIELA MISTRAL (Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga) (CHILE, 1889-1957 d.n.e.)


Madre, tú me besas,
pero yo te beso más.

Como el agua en los cristales,
caen mis besos en tu faz...
Te he besado tanto, tanto
que de mí cubierta estás
y el enjambre de mis besos
no te deja ni mirar...

Si la abeja se entra al lirio,
no se siente su aletear:
Cuando tú, a tu hijito escondes
no se le oye el respirar...
Yo te miro, yo te miro
sin cansarme de mirar,
y qué lindo niño veo
a tus ojos asomar...:
el estanque copia todo
lo que tú mirando estás;
Pero tú en los ojos copias
a tu niño y nada más.
Los ojitos que me diste
yo los tengo que gastar
en seguirte por los valles,
por el cielo y por el mar...


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lunes, 24 de julio de 2017

"Lina", de ANAÏS NIN CULMELL (FRANCIA, EE.UU., 1903-1977 d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro póstumo "Pájaros de fuego", de fecha 1979  d.n.e.



CUENTO TERCERO.

Lina es una mentirosa incapaz de soportar su verdadera cara en el espejo. Tiene una cara que pregona su sensualidad: los ojos brillantes, la boca ávida, la mirada provocativa. Pero en lugar de rendirse a su erotismo, se avergüenza; lo sofoca. Y todo este deseo y toda esta codicia se retuercen en su interior y destilan el veneno de la envidia y los celos. Lina odia todo aquello donde florece la sensualidad. Está celosa de todo, de los amores de todos. Siente celos cuando ve a las parejas besarse por las calles de París, por los cafés y por los parques. Las mira con una extraña mirada de rabia. Desearía que nadie hiciera el amor puesto que ella no puede hacerlo.

Se compró un camisón de blondas negras, igual que el mío. Vino a mi piso para pasar algunas noches conmigo. Dijo que se había comprado el camisón para un amante, pero yo me di cuenta de que aún llevaba la etiqueta del precio. Embriagaba mirarla porque era regordeta y le sobresalían los pechos por el escote de la blusa blanca. Vi su feroz boca entreabierta y el pelo rizado aureolándole salvajemente la cabeza. Todos sus gestos eran desordenados y violentos, como si hubiera un león en el cuarto.

Comenzó afirmando que odiaba a mis amantes, Hans y Michel.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué?

Sus razones eran confusas, poco convincentes. Me puse triste. Eso significaba citas secretas. ¿Cómo iba a entretener a Lina mientras estuviese en París? ¿Qué era lo que quería?

—Simplemente estar contigo.

De modo que nos limitamos a la mutua compañía. Nos sentábamos en los cafés, íbamos de compras, dábamos paseos.

Me gustaba verla arreglarse para la noche, con joyas exóticas que tanta viveza daban a su rostro. No pertenecía al París elegante ni a los cafés. Lo suyo era la jungla, las orgías y las danzas africanas. Pero no era un ser libre, sacudido por las naturales oleadas del placer y del deseo. Si su boca, cuerpo y voz estaban hechos para la sensualidad, interiormente se sentía inhibida. Llevaba empalado entre las piernas el rígido poste del puritanismo. Todo el resto de su cuerpo era suelto, provocativo. Tenía siempre el aspecto de quien acaba de salir del lecho de algún amante o bien está a punto de ir a acostarse con alguien. Tenía ojeras y un gran desasosiego, una especie de energía que emanaba de todo su cuerpo en forma de impaciencia o avidez.

Hizo todo lo posible por seducirme. Le gustaba que nos besáramos en la boca. Me cogía la boca y se excitaba y luego se alejaba. Desayunábamos juntas. Acostada, levantaba las piernas para que le viera el sexo desde mi sitio a los pies de la cama. Mientras se vestía, dejaba caer la camisa, simulando no haberme oído entrar, y durante un momento quedaba desnuda, cubriéndose luego.

Las noches que Hans venía a verme siempre teníamos alguna escena. Entonces ella debía dormir en el cuarto encima del mío. A la mañana siguiente se despertaba enferma de celos. Me hacía besarla en la boca una y otra vez hasta que nos excitábamos, y entonces paraba. Le gustaban aquellos besuqueos sin clímax.

Salíamos juntas y yo admiraba a la mujer que cantaba en el cafetucho. Lina se emborrachaba y se enfurecía conmigo.

—Si fuera hombre, te mataba —decía.

Yo me enfadaba. Entonces ella lloraba y decía:

—No me abandones. Si me abandonas, estoy perdida.

Al mismo tiempo bramaba contra el lesbianismo, diciendo que era repugnante y que ella no pasaría de los besos. Sus escenas me iban agotando.

Cuando Hans la vio, dijo:

—El problema de Lina es que es un hombre.

Me dije que intentaría y conseguiría romper su resistencia de una u otra forma. Nunca he sido muy hábil para seducir a quienes se resisten. Quiero que quieran, que se rindan.

Cuando Hans y yo estábamos por la noche en mi dormitorio, teníamos miedo de hacer ruidos que Lina pudiese oír. No quería lastimarla, pero odiaba sus escenas de frustración y sus celos disimulados.

—¿Qué quieres, Lina, qué es lo que quieres?

—Quiero que no tengas amantes. Odio verte con hombres.

—¿Por qué odias tanto a los hombres?

—Tienen algo que yo no tengo. Querría tener pene para poder hacerte el amor.

—Hay otras formas de hacer el amor entre mujeres.

—Pero yo querría tenerlo.

Más adelante, un día le dije:

—¿Por qué no vienes conmigo a visitar a Michel? Quiero que conozcas su madriguera de explorador.

—Tráela y la hipnotizaré. Ya verás —me había dicho Michel.

Lina aceptó. Fuimos al piso de Michel. Él había quemado incienso, pero una clase de incienso que yo desconocía.

Lina se puso bastante nerviosa cuando vio el lugar. La atmósfera erótica la turbaba. Se sentó en el canapé forrado de piel. Parecía un hermoso animal, un animal cuya captura bien valía la pena. Me di cuenta de que Michel quería dominarla. El incienso nos iba adormeciendo.

Lina quiso abrir la ventana, pero Michel vino a sentarse entre nosotras y comenzó a hablarle.

Tenía la voz dulce y envolvente. Contaba historias de sus viajes. Vi que Lina escuchaba, que había dejado de retorcerse y de fumar febrilmente, que estaba reclinada contra la espalda y fantaseando sobre las inacabables historias de Michel. Lina tenía los ojos semicerrados. Luego se quedó dormida.

—¿Qué has hecho, Michel?

Yo también me sentía soñolienta.

Él sonrió.

—He quemado un incienso japonés que da sueño. Es afrodisíaco y no es peligroso.

Sonreía maliciosamente. Yo me reí.

Lina no estaba completamente dormida. Había cruzado las piernas. Michel se subió encima de ella y trató de separar las piernas con las manos, pero se mantuvieron firmemente cerradas. Entonces le insertó la rodilla entre los muslos y las abrió. Me excitaba ver a Lina tan rendida y abierta. Empezó a acariciarla, a desnudarla. Ella se daba cuenta de lo que hacíamos, pero le causaba placer. Mantuvo su boca en la mía, con los ojos cerrados, y dejó que Michel y yo la desnudáramos por completo.

Sus abundantes pechos cubrieron el rostro de Michel. Él mordió los pezones. Lina dejó que Michel la besara entre las piernas y le introdujera el pene. A mí me dejó besarle los pechos y acariciárselos. Tenía unas hermosas nalgas, firmes y redondeadas. Michel siguió manteniéndole las piernas separadas y mordiéndola en su carne más tierna hasta hacerla gemir. Lina sólo quería el pene. Así que Michel la poseyó y cuando hubo gozado quiso poseerme a mí. Lina se irguió en el asiento, abrió los ojos y nos miró un instante con asombro. Luego me sacó el pene de Michel y no permitió que volviera a introducirlo. Se tiró sobre mí, hecha una furia sexual, acariciándome con la boca y las manos. Michel volvió a poseerla, esta vez por detrás.

Cuando Lina y yo salimos a la calle, cogidas de la cintura, ella hizo como si no recordara nada de lo ocurrido. Se lo permití. Al día siguiente abandonó París.


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domingo, 23 de julio de 2017

"Sobre unos labios muertos", de JOSÉ LUIS CANO GARCÍA DE LA TORRE (España, 1912-1999, d.n.e.)



Ciega, impasible muerte de tu boca.
Está callada, está rota y oscura
aquella su rosada arquitectura
fiel a mis labios cálidos de roca.

La gloria de tu aliento ya no evoca
calientes rosas de esta tierra dura,
sino la sombra y soledad futura
de tus labios de mar. ¡Oh sol, invoca

tu luz más viva, y quema entre esos dientes,
de nieve ya, su lengua, amarantina,
clavel de su garganta delicada!


¡Fulgura en su humedad, y en los ardientes
arenales, de tu onda sibilina
un último sabor a su granada!


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sábado, 22 de julio de 2017

"Diálogos de cortesanas", de LUCIANO DE SAMÓSATA (TURQUÍA, SIRIA -ANTIGUA ROMA-, 125-181 d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "Diálogos de las cortesanas", de fecha s. II  d.n.e.




(...)
CLONARION.— No paramos de oír, Leena, cosas realmente nuevas acerca de ti, a saber, que Megila la lesbia, la ricachona está enamorada de ti como un hombre, que vivís juntas y que no sé qué cosas os hacéis la una a la otra. ¿Qué me dices de eso? ¿Te sonrojas? Vamos, dime si es verdad.

LEENA.— Es verdad, Clonarion, y estoy abochornada pues es algo... antinatural.

CLONARION.— Por Afrodita, ¿de qué se trata? O ¿qué pretende la mujer? ¿Y qué hacéis cuando estáis juntas? ¿Estás viendo? No me quieres, pues no me ocultarías asuntos de tal índole.

LEENA.— Te quiero más que a cualquier otra, es que la mujer en cuestión es terriblemente varonil.

CLONARION.— No entiendo lo que dices a no ser que se trate de una «hetera para mujeres». Cuentan que en Lesbos hay mujeres de esa índole, con pinta de hombres, que no quieren trato con hombres sino que son ellas las que acechan a las mujeres como si de hombres se tratara.

LEENA.— Se trata de algo así.

CLONARION.— Entonces, Leena, explícame estos detalles, cómo se te insinuó la primera vez, cómo te dejaste persuadir y todo lo que vino después.

LEENA.— Ella y Demonasa, la corintia, mujer también rica y de las mismas costumbres que Megila, habían organizado una fiesta, y me habían contratado para que les tocara la cítara. Una vez que terminé de tocar, como ya era una hora intempestiva y había que acostarse, y ellas estaban aún borrachas, va Megila y me dice: vamos, Leena, es un momento estupendo para acostarse; así que métete en la cama con nosotras, en medio de las dos.

CLONARION.— ¿Y dormías? ¿Qué sucedió después?

LEENA.— Me besaban al principio como los hombres, no limitándose a adaptar sus labios a los míos, sino entreabriendo la boca, y me abrazaban al tiempo que me apretaban los pechos. Demonasa me daba mordiscos a la vez que me colmaba de besos. Yo no podía hacerme una idea de lo que era aquello. Al cabo de un rato, Megila que estaba ya un poco caliente se quitó la peluca de la cabeza —llevaba una que daba el pego perfectamente acoplada— y se dejó ver a pelo, como los atletas más varoniles, rasurada. Al verla quedé impresionada. Pero ella va y me dice: Leena, ¿has visto ya antes a un jovencito tan guapo? Yo no veo aquí, Megila, a ningún jovencito, le dije. No me tomes por mujer, me dijo, que me llamo Megilo y hace tiempo que casé con Demonasa, ahí presente, que es mi esposa. Ante eso, Clonarion, yo me eché a reír y dije: ¿Así pues, Megilo, nos has estado ocultando que eres un hombre exactamente igual que dicen que Aquiles se ocultaba entre las doncellas y tienes lo que los hombres tienen y actúas con Demonasa como los hombres? No lo tengo, Leena, replicó, ni puñetera la falta que me hace; tengo yo una manera muy especial y mucho más gratificante de hacer el amor; lo vas a ver. ¿No serás un hermafrodito, dije yo, como los muchos que se dice que hay que tienen ambos sexos? pues yo, Clonarion, desconocía todavía el tema. ¡Qué va! respondió, soy un hombre de cabo a rabo. Oí contar, decía yo, a la flautista beocia Ismenodora historias locales, que según dicen en Tebas alguien se convirtió de mujer en hombre, y que se trata de un excelente adivino, Tiresias se llama, creo; ¿acaso te ha ocurrido a ti algo así?. No Leena, dijo; yo fui engendrada igual que todas vosotras las demás mujeres, pero mi forma de pensar, mis deseos y todo lo demás lo tengo de hombre. ¿Y tienes suficiente con los deseos?, dije. Si desconfías, Leena, dijo, dame una oportunidad y comprenderás que no necesito para nada a los hombres, pues tengo algo a cambio de la virilidad; ya lo vas a ver. Se la di, Clonarion, pues me suplicaba con insistencia y me regaló un collar de los caros y unos vestidos de los finos. Después yo le iba dando abrazos como a un hombre en tanto que ella no dejaba de actuar y besarme y de jadear y me parecía que su placer era superior al normal.

CLONARION.— ¿Y qué hacía, Leena, y de qué manera? Dímelo antes que nada, que eso es lo que más deseo saber.

LEENA.— No preguntes tan minuciosamente, pues se trata de cosas vergonzosas; así que, por Afrodita, no te lo podría decir.


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viernes, 21 de julio de 2017

"¡Oh, esa ambrosía que bebo de ti!", de JEQUE NEFZAQUI (ABU ABDULLAH MUHAMMAD BEN UMAR NAFZAWI) (TURQUÍA, siglo XV d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "El jardín perfumado, para el deleite del corazón", de fecha 1535  d.n.e.




Capítulo I.


"¡Oh, esa ambrosía que bebo de ti,
esas caricias que recorren tu vientre,
esos besos que mi boca resecan...
Dame los diamantes de tus lágrimas,
las perlas de tu sonrisa
y los rubíes de tus labios, porque…
yo ya estoy impregnado de la sed de tu cuerpo!"


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jueves, 20 de julio de 2017

"Hojas secas. III", de MANUEL ACUÑA NARRO (Méjico, 1849-1873 d.n.e.)


Mañana a la misma hora
en que el sol te besó por vez primera,
sobre tu frente pura y hechicera
caerá otra vez el beso de la aurora;
pero ese beso que en aquel oriente
cayó sobre tu frente solo y frío,
mañana bajará dulce y ardiente,
porque el beso del sol sobre tu frente
bajará acompañado con el mío.




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miércoles, 19 de julio de 2017

"Último deseo", de PIERRE JULES THÉOPHILE GAUTIER (FRANCIA, 1811 - 1872 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Esmaltes y camafeos", de fecha 1872  d.n.e.




Hace ya tanto tiempo que te adoro,
dieciocho años atrás son muchos días...
Eres de color rosa, yo soy pálido;
yo soy invierno y tú la primavera.

Lilas blancas como en un camposanto
en torno de mis sienes florecieron;
y pronto invadirán todo el cabello
enmarcando la frente ya marchita.

Mi sol descolorido que declina
al fin se perderá en el horizonte
y en la colina fúnebre, a lo lejos,
contemplo la morada que me espera.

Deja al menos que caiga de tus labios
sobre mis labios un tardío beso
,
para que así una vez esté en mi tumba,
en paz el corazón, pueda dormir.


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martes, 18 de julio de 2017

"El amor en los tiempos del cólera", de GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (COLOMBIA, 1927-2014 d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "El amor en los tiempos del cólera", de fecha 1985  d.n.e.



«Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacía, dijo de buen humor:

—Qué quieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.

El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio, mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.

Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo.

Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.

—Lo recuerdo muy bien -dijo—, y todavía no se me pasa la rabia.

Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un escapulario”. Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.

—Nunca he podido entender cómo es ese aparato —dijo.

Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.

—Además, creo que le sobran demasiadas cosas —dijo.

El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: “Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.

—No vamos a seguir con la clase de medicina —dijo.

—No —dijo él—. Esta va a ser de amor.

Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.

Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.

Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después que ella, y cuando regresó al camarote la encontró esperándolo desnuda en la cama. Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y se le entregó sin miedo, sin dolor, con la alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron haciéndolo bien de noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando llegaron a La Rochelle se entendían como amantes antiguos.»


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lunes, 17 de julio de 2017

"Sed de ti", de PABLO NERUDA (seudónimo de RICARDO ELIÉCER NEFTALÍ REYES BASOALTO) (CHILE, 1904-1973 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "El hondero entusiasta (1923-1924)", de fecha 1933  d.n.e.




Sed de ti que me acosa en las noches hambrientas.
Trémula mano roja que hasta su vida se alza.
Ebria de sed, loca sed, sed de selva en sequía.
Sed de metal
ardiendo, sed de raíces ávidas.
Hacia dónde, en las tardes que no vayan tus ojos
en viaje hacia mis ojos, esperándote entonces.

Estás llena de todas las sombras que me acechan.
Me sigues como siguen los astros a la noche.
Mi madre me dio lleno de preguntas agudas.
Tú las contestas todas. Eres llena de voces.
Ancla blanca que cae sobre el mar que cruzamos.
Surco para la turbia semilla de mi nombre.
Que haya una tierra mía que no cubra tu huella.
Sin tus ojos viajeros, en la noche, hacia dónde.

Por eso eres la sed y lo que ha de saciarla.
Cómo poder no amarte si he de amarte por eso.
Si ésa es la amarra cómo poder cortarla, cómo.
Cómo si hasta mis huesos tienen sed de tus huesos.
Sed de ti, sed de ti, guirnalda atroz y dulce.
Sed de ti que en las noches me muerde como un perro.
Los ojos tienen sed,
para qué están tus ojos.

La boca tiene sed, para qué están tus besos.
El alma está incendiada de estas brasas que te aman.
El cuerpo incendio vivo que ha de quemar tu cuerpo.
De sed. Sed infinita. Sed que busca tu sed.
Y en ella se aniquila como el agua en el fuego.


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domingo, 16 de julio de 2017

"En esta cama", de LÊDO IVO (BRASIL, 1924-2012 d.n.e.)



Es aquí, en esta cama, que la guerra comienza.
Luchan los dos guerreros
en un campo de lienzos.
¿Cómo separar frente y costado
si todo amor es un espejo?
El obelisco rosáceo y el negro se igualan exhaustos
en la plaza cuadriculada.
Dentro del día, la noche no distingue
macho o hembra. Y la boca se convierte en gruta
en la selva clara donde dos animales
se muerden y se lamen.


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sábado, 15 de julio de 2017

"Tom", de ANTONIO LOBO ANTUNES (PORTUGAL, 1942 - d.n.e.)



Hay sorpresas así: he recibido una carta de amor anónima.

Un hombre que firma Solitario Orgulloso. Dice que me ve todos los días en el autobús cuando voy al trabajo, me sigue de lejos sin atreverse a hablarme, se da cuenta de que trabajo en Monteiro & Seabra, espera hasta las seis, en una esquina discreta (es Solitario y Orgulloso, de ahí la esquina discreta), a que yo salga por la puerta de cristal camino del autobús otra vez, me acompaña desde el otro extremo del vehículo, solitaria y orgullosamente, en el viaje hasta casa, mirándome en los momentos en que no miro a nadie, baja en la parada siguiente y viene a espiarme por la ventana iluminada de la cocina donde empiezo a preparar la cena. En cuanto llega mi marido y me da un beso en el cuello se marcha muerto de celos. Es también casado pero no duerme con su mujer en la misma habitación y, por tanto, besos en el cuello ni en sueños. No hay nada entre ellos. No se separa por los hijos y porque ella le da pena. Dos hijos, el segundo minusválido: algo en la columna, ingresos, medicinas carísimas. Una vida sin sentido y en esto yo que le doy sentido a su vida, sujeta a la barra del 46. No entiendo cómo una mujer de mi edad, sujeta a una barra, puede darle sentido a la vida de un Solitario Orgulloso, yo que no soy guapa, soy bajita, uso gafas y sufro horrores con este pelo tan frágil, que siempre se me queda en el cepillo. Mirando con atención, se nota la piel al trasluz. Mi marido no es un Solitario Orgulloso sino un Solitario Indiferente.

Fuera del beso en el cuello, tan rápido, ni siquiera un poco de charla, aunque más no sea. No tengo dos hijos: tengo una hija de veintiún años que estudia periodismo. Su pelo, pobre, también es frágil. Mi marido, en compensación, una melena que ofende. En ocasiones descubro a mi hija que, disimuladamente, nos espía a ambos, comparando mechones, y nos mira con odio. Si consiguiese un novio pienso que su odio se mitigaría. Pero no consigue ninguno. Se encierra en la habitación, en caso de que la llame grita Ya voy y casi nunca viene y, si viene, es a mirarme de reojo, refunfuñando. La llamamos Bela (de Florbela, como mi madre) y mi hija repite ¡Bela! Con asco. Aún hoy no consigo saber si mi marido se da cuenta. Y en medio de todo esto me llega el Solitario Orgulloso y la carta de amor.

Antes me gustaba recibir cartas: hasta me alegran los folletos de propaganda en el buzón, supermercados, cerrajeros (realizan todas las reparaciones con perfección y rapidez), persianas, tarimas flotantes listas para transformar mi piso en un yate. Unas primas me escribían desde el norte: se cansaron de escribir. Mi marido cierta vez una postal, cuando fue por motivos de trabajo a Galicia, pero insulsa, sin ternura: llego sábado João. Y ahora, cuando menos me lo esperaba, un hombre que se exalta por mi modo de abrazarme a las barras. Solitario Orgulloso, en mi opinión, es un seudónimo bonito. Una especie de vaquero galopando en una planicie de cardos, sin miedo a los indios, con escopeta y lazo, camisa a cuadros y ojos azules. El domingo vi en el centro comercial una camisa a cuadros y enseguida pensé que le quedaría bien. Desde que llegó la carta, he intentado descubrir si hay alguien en el 46 con los ojos azules. O con botas con espuelas, bebiendo de una cantimplora polvorienta y secándose la boca con el dorso de la mano en un movimiento viril. A lo sumo pañuelos que se suenan.

Tipos con cartera. Viejas. Alguna que otra muchacha cuyo pelo me supera, todas más altas que yo, todas menos rechonchas. Y el conductor, sin nada de paciencia, gruñéndonos con cualquier pretexto.

He escondido la carta en el cajón de la ropa interior, por debajo de los sostenes y de las bragas, aunque me cohíba que el Solitario Orgulloso descubra intimidades. Lencería color carne. El mismo domingo en que vi la camisa a cuadros en el centro comercial, vi un sostén con encajes negros (dos números por debajo de mi talla pero qué importa) y me lo compré. Tiene una rosa de gasa roja en el centro (inventan cada cosa) y ahora la carta está pegadita a los encajes. Tuve el cuidado de acomodar las palabras Solitario Orgulloso junto a la rosa, haciéndose compañía. De vez en cuando abro el cajón y allí están abrazados. La carta llegó hace dos meses, el día veintisiete de julio, y desde entonces nada. Si observo desde el segundo piso de Monteiro & Seabra no hay nadie en la acera, lo que me angustia porque puede tener que ver con la esquina discreta, y en la esquina discreta un hombre que enciende un cigarrillo rascando la cerilla en el umbral. Debe de tener un nombre estadounidense, Ray, Nick, Bob. Bob ni por asomo, que es el perro de la planta baja. Ray o Nick. O Tom. Tom me gusta. Yo en la cocina con el agobio de la cena, ceñida por el sostén de la rosa, claro, y Tom dejando el sombrero sobre el frigorífico y acercándose a mí, ojalá que sin estropearme las baldosas con las espuelas. En lugar del beso en el cuello me da de beber de la cantimplora sin quitarse el cigarrillo de la boca. De puntillas casi le llego al mentón. Apoya la escopeta y el lazo en la encimera, se saca la pistola de la pistolera, la hace dar dos giros completos en el dedo y la enfunda otra vez. Lleva la camisa a cuadros del centro comercial. Huele a piel roja, a coyote, a búfalo. Lanza el cigarrillo al fregadero de una pulgarada. Se inclina hacia mí y yo erguida sobre mis zapatillas, con los ojos cerrados, aceptándolo. El cierre del sostén me lastima la espalda y ¿qué más da? Lo que cuenta es la rosa. De gasa. Hinchándose. Comienzo a arquear los brazos para acariciarle la cara y la voz de mi hija, desde la puerta ¿Vas a bailar el vira? con el odio de siempre, con la acritud de siempre. Si no me quejo de mi pelo ¿por qué razón sufre tanto por él de ella? Gracias a Dios no repara en Tom, así que siempre puedo responderle Para cenar hay guisantes con huevos escalfados señalando la cocina, mientras el olor a piel roja, a coyote y a búfalo se acentúa paso a paso y me lleva consigo camino del saloon donde unos desharrapados con revólver juegan a las cartas con una lentitud feroz y un tipo instalado frente a un piano vertical, con la chistera abollada, me sonríe sin parar de tocar.


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viernes, 14 de julio de 2017

"El poeta pregunta a su amor por la ciudad encantada de Cuenca", de FEDERICO GARCÍA LORCA (ESPAÑA, 1898 - 1936 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Sonetos del amor oscuro", de fecha 1936  d.n.e.



¿Te gustó la ciudad que gota a gota
labró el agua en el centro de los pinos?
¿Viste sueños y rostros y caminos
y muros de dolor que el aire azota?

¿Viste la grieta azul de luna rota
que el Júcar moja de cristal y trinos?
¿Han besado tus dedos los espinos
que coronan de amor piedra remota?

Te acordaste de mí cuando subías
al silencio que sufre la serpiente,
prisionera de grillos y de umbrías?

¿No viste por el aire transparente
una dalia de penas y alegrías
que te mandó mi corazón caliente?


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jueves, 13 de julio de 2017

"Darte un beso" de PRINCE ROYCE (cantante) (EE.UU.)

Canción perteneciente al álbum "Soy el mismo", de fecha 2013  d.n.e.




Pensar, como te pienso, es un pecado.
Mirar, como te miro, está prohibido.
Tocarte, como quiero, es un delito.

Ya no sé qué hacer para que estés bien,
si apagar el sol para encender tu amanecer.

Falar en portugués,
aprender a hablar francés,
o bajar la luna hasta tus pies.

Yo solo quiero darte un beso,
y regalarte mis mañanas;
cantar para calmar tus miedos:
quiero que no te falte nada.

Yo solo quiero darte un beso,
llenarte con mi amor el alma,
llevarte a conocer el cielo:
quiero que no te falta nada
Yeah

Si el mundo fuera mío te lo daría.
¡Hasta mi religión la cambiaría!
Por ti hay tantas cosas que yo haría...,
pero tú no me das ni las noticias.

Ohhh

Y ya no sé qué hacer para que estés bien,
si apagar el sol para encender tu amanecer.

Falar en portugués,
aprender a hablar francés,
o bajar la luna hasta tus pies.

Yo solo quiero darte un beso,
y regalarte mis mañanas;
cantar para calmar tus miedos:
quiero que no te falte nada.

royceee

Solo quiero darte un beso,
y regalarte mis mañanas;
cantar para calmar tus miedos:
quiero que no te falte nada.

Solo quiero darte un beso,
y regalarte mis mañanas;
cantar para calmar tus miedos:
quiero que no te falte nada.


Duru duru solo quiero...
Duru duru solo quiero verte...
Quiero que no te falte nada


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miércoles, 12 de julio de 2017

"Eroica", de DIANA BELLESI (ARGENTINA, 1946 - d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "El jardín", de fecha 1992  d.n.e.




Cuando digo la palabra
nuca
¿te chupo suavemente
hasta hundir
el diente aquí?

¿Estoy tocándote acaso?

Cuando digo pezón
¿la mano roza
las dilatadas rosas de los pechos tuyos?

¿te toco acaso?
¿Toca, lengua, la comisura
de mis labios y aprisiona
en la vasta cavidad el cuerpo
que desea ser tocado y ceñido
por tu lengua cuando nombra

mi boca la palabra lengua, acaso?

No me mandes al rincón.

No hagás de mí el testigo
que se mira tocarte con palabras

Es la mano nombrada
no el nombre
quien desea aprisionar tus nalgas.

-Hábleme -¿Cómo será?
-¿Qué?
-Tu voz
¿fuego oculto en la madera
del fuego que se expande?
¿Así será?
El cuerpo de tu voz
en el instante en que
no me mandes al rincón
fluye miel de las granadas.

No quiero
tocar un fantasma
ni quiero la fantasía cortés

del trovador a su dama.

Es a vos, mi amada
áspero cuerpo de la amiga a quien deseo.
Gesto
de mutua apropiación
instante
donde no se saben
los límites del tú, del yo

El nombre y lo nombrado en tersa conjunción que sabe
no durará
y sabe
es más eterno
que el filo de un diamante.

Alegre
relámpago de zarpa
y de mordisco
animal
el más bello de todos
el instinto
impera aquí
Su voz no tiene traducción

Verbal moneda de intercambio
no
solo el audaz abrazo, amiga mía,
responde aquí


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martes, 11 de julio de 2017

"Ceremonia solitaria en compañía de tu cuerpo", de JORGE EDUARDO EIELSON (PERÚ, 1924 - 2006 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Ceremonia solitaria", de fecha 1964  d.n.e.




Penetro tu cuerpo tu cuerpo
De carne penetro me hundo
Entre tu lengua y tu mirada pura

Primero con mis ojos
Con mi corazón con mis labios
Luego con mi soledad
Con mis huesos con mi glande
Entro y salgo de tu cuerpo
Como si fuera un espejo
Atravieso pelos y quejidos
No sé cuál es tu piel y cuál la mía
Cuál mi esqueleto y cuál el tuyo
Tu sangre brilla en mis arterias
Semejante a un lucero
Mis brazos y tus brazos son los brazos
De una estrella que se multiplica
Y que nos llena de ternura
Somos un animal que se enamora
Mitad ceniza mitad latido
Un puñado de tierra que respira
De incandescentes materias
Que jadean y que gozan
Y que jamás reposan


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lunes, 10 de julio de 2017

"Yo te beso", de EFRAIN BARTOLOMÉ (MÉJICO, 1950 - d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Cuadernos contra el ángel", de fecha 1987  d.n.e.



Yo te beso.
Frente a la destrucción y el aire sucio
te beso.
En el estruendo de los automóviles
-la migraña del día-
te beso.
En el festín de los ladrones.
En el pozo de los iracundos.
Ante el cuchillo de los asesinos.
Ante la baba fóbica de los intolerantes.
Frente a la sangre agusanada de los corruptos.
Frente a la mansedumbre.
Frente a la podredumbre.
Frente a la muchedumbre.
Yo te beso de frente.
Y el día empieza a caminar
con la frente muy alta.


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domingo, 9 de julio de 2017

"Acércate y bésame", de LA TRAMPA (Grupo musical) (ESPAÑA)

Canción perteneciente al álbum "Volver a casa", de fecha 1990  d.n.e.




Desnúdate despacio,
como si fuera la primera vez.
Quiero sentir tú aliento,
me quema la piel.
Siéntate aquí a mi lado,
me gusta tenerte cerca de mí.
Y yo te bajaré las estrellas
si tu apagas mi sed.

Porque hoy me siento solo entre la multitud.
Y si hay alguien que puede entenderme,
quién sino tú.

Acércate y bésame
quiero que lo hagas como yo te enseñé.
A qué esperas, mujer,
si el cielo está bajo nuestros pies.

Dime que no estoy soñando.
Dime que sientes lo mismo que yo.
Y entonces buscaré el paraíso en tu habitación.
Nena, ¿a que estás esperando?
Si no tenemos nada que perder.
Y otra vez estoy temblando sin querer.

Porque hoy me siento solo entre la multitud.
Y si hay alguien que puede entenderme,
quién sino tú.

Acércate y bésame
quiero que lo hagas como yo te enseñé.
A qué esperas, mujer,
si el cielo está bajo nuestros pies.

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sábado, 8 de julio de 2017

"El fornicio", de GONZALO ROJAS PIZARRO (CHILE, 1916-2011 d.n.e.)



Te besaré en la punta de las pestañas y en los pezones, 
te turbulentamente besara, 
mi vergonzosa, en esos muslos 
de individua blanca, tocara esos pies 
para otro vuelo más aire que ese aire 
felino de tu fragancia, te dijera española 
mía, francesa mía, inglesa, ragazza, 
nórdica boreal, espuma 
de la diáspora del Génesis... ¿Qué más 
te dijera por dentro?
                   ¿griega, 
mi egipcia, romana 
por el mármol?
               ¿fenicia, 
cartaginesa, o loca, locamente andaluza 
en el arco de morir 
con todos los pétalos abiertos, 
                              tensa 
la cítara de Dios, en la danza 
del fornicio?

Te oyera aullar, 
te fuera mordiendo hasta las últimas 
amapolas, mi posesa, te todavía 
enloqueciera allí, en el frescor 
ciego, te nadara 
en la inmensidad 
insaciable de la lascivia, 
                          riera 
frenético el frenesí con tus dientes, me 
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo 
de otra pureza, oyera cantar las esferas 
estallantes como Pitágoras, 
                          te lamiera, 
te olfateara como el león 
a su leona, 
           parara el sol, 
fálicamente mía, 
               ¡te amara!


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viernes, 7 de julio de 2017

"Soneto insistente" de EDUARDO CARRANZA FERNÁNDEZ (COLOMBIA, 1913-1985)



La cabeza hermosísima caía
del lado de los sueños; el verano
era un jazmín sin bordes y en su mano
como un pañuelo azul flotaba el día.

Y su boca de súbito caía
del lado de los besos;
el verano
la tenía en la palma de la mano,
hecha de amor, ¡ Oh, qué melancolía!

A orillas de este amor cruzaba un río;
sobre este amor una palmera era:
agua del tiempo y cielo-poesía.

Y el río se llevó todo lo mío;
la mano y el verano y mi palmera
de poesía. ¡Oh, qué melancolía!


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