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CLONARION.— No paramos de oír, Leena, cosas realmente nuevas acerca de ti, a saber, que Megila la lesbia, la ricachona está enamorada de ti como un hombre, que vivís juntas y que no sé qué cosas os hacéis la una a la otra. ¿Qué me dices de eso? ¿Te sonrojas? Vamos, dime si es verdad.
LEENA.— Es verdad, Clonarion, y estoy abochornada pues es algo... antinatural.
CLONARION.— Por Afrodita, ¿de qué se trata? O ¿qué pretende la mujer? ¿Y qué hacéis cuando estáis juntas? ¿Estás viendo? No me quieres, pues no me ocultarías asuntos de tal índole.
LEENA.— Te quiero más que a cualquier otra, es que la mujer en cuestión es terriblemente varonil.
CLONARION.— No entiendo lo que dices a no ser que se trate de una «hetera para mujeres». Cuentan que en Lesbos hay mujeres de esa índole, con pinta de hombres, que no quieren trato con hombres sino que son ellas las que acechan a las mujeres como si de hombres se tratara.
LEENA.— Se trata de algo así.
CLONARION.— Entonces, Leena, explícame estos detalles, cómo se te insinuó la primera vez, cómo te dejaste persuadir y todo lo que vino después.
LEENA.— Ella y Demonasa, la corintia, mujer también rica y de las mismas costumbres que Megila, habían organizado una fiesta, y me habían contratado para que les tocara la cítara. Una vez que terminé de tocar, como ya era una hora intempestiva y había que acostarse, y ellas estaban aún borrachas, va Megila y me dice: vamos, Leena, es un momento estupendo para acostarse; así que métete en la cama con nosotras, en medio de las dos.
CLONARION.— ¿Y dormías? ¿Qué sucedió después?
LEENA.— Me besaban al principio como los hombres, no limitándose a adaptar sus labios a los míos, sino entreabriendo la boca, y me abrazaban al tiempo que me apretaban los pechos. Demonasa me daba mordiscos a la vez que me colmaba de besos. Yo no podía hacerme una idea de lo que era aquello. Al cabo de un rato, Megila que estaba ya un poco caliente se quitó la peluca de la cabeza —llevaba una que daba el pego perfectamente acoplada— y se dejó ver a pelo, como los atletas más varoniles, rasurada. Al verla quedé impresionada. Pero ella va y me dice: Leena, ¿has visto ya antes a un jovencito tan guapo? Yo no veo aquí, Megila, a ningún jovencito, le dije. No me tomes por mujer, me dijo, que me llamo Megilo y hace tiempo que casé con Demonasa, ahí presente, que es mi esposa. Ante eso, Clonarion, yo me eché a reír y dije: ¿Así pues, Megilo, nos has estado ocultando que eres un hombre exactamente igual que dicen que Aquiles se ocultaba entre las doncellas y tienes lo que los hombres tienen y actúas con Demonasa como los hombres? No lo tengo, Leena, replicó, ni puñetera la falta que me hace; tengo yo una manera muy especial y mucho más gratificante de hacer el amor; lo vas a ver. ¿No serás un hermafrodito, dije yo, como los muchos que se dice que hay que tienen ambos sexos? pues yo, Clonarion, desconocía todavía el tema. ¡Qué va! respondió, soy un hombre de cabo a rabo. Oí contar, decía yo, a la flautista beocia Ismenodora historias locales, que según dicen en Tebas alguien se convirtió de mujer en hombre, y que se trata de un excelente adivino, Tiresias se llama, creo; ¿acaso te ha ocurrido a ti algo así?. No Leena, dijo; yo fui engendrada igual que todas vosotras las demás mujeres, pero mi forma de pensar, mis deseos y todo lo demás lo tengo de hombre. ¿Y tienes suficiente con los deseos?, dije. Si desconfías, Leena, dijo, dame una oportunidad y comprenderás que no necesito para nada a los hombres, pues tengo algo a cambio de la virilidad; ya lo vas a ver. Se la di, Clonarion, pues me suplicaba con insistencia y me regaló un collar de los caros y unos vestidos de los finos. Después yo le iba dando abrazos como a un hombre en tanto que ella no dejaba de actuar y besarme y de jadear y me parecía que su placer era superior al normal.
CLONARION.— ¿Y qué hacía, Leena, y de qué manera? Dímelo antes que nada, que eso es lo que más deseo saber.
LEENA.— No preguntes tan minuciosamente, pues se trata de cosas vergonzosas; así que, por Afrodita, no te lo podría decir.
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