viernes, 27 de diciembre de 2019

"Dualidades", de ADEEB KAMAL AD-DIN (IRAQ, 1953--, d.n.e.)

ALFREDO VALENZUELA PUELMA - La perla del mercader (1885)


El beso es una gacela;
el encuentro, dos ojos, desierto y un rifle.

El beso es un poema de amor;
el encuentro es una puñalada en el vientre.

El beso es una mariposa;
el encuentro es un pez dorado.

El beso es una nostalgia increíble;
el encuentro es una enorme cama.

El beso es un banquete;
el encuentro, unos niños alegres en medio de calles abarrotadas con carretas.

El beso es una imprecisión;
el encuentro es una tentativa de descifrar los acertijos.

El beso es una mentira;
el encuentro es un testigo falso.

El beso es una separación;
el encuentro es una canción glorificando la separación.

El beso es una sonrisa apagada en la boca de un borracho;
el encuentro es un cristal hecho pedazos.

El beso es una leyenda;
el encuentro es un congreso de mitos.

El beso es la (f) de fiesta;
el encuentro es la (s) de sueño.

El beso es una espera;
el encuentro, los poemas de la espera escritos en cuneiforme, sánscrito y árabe, en el libro de la existencia.

El beso es una flor;
el encuentro es un jardín bañado de miel.

El beso es una playa verde;
el encuentro es un poeta que no para de fumar la esperanza.

El beso es una estrella;
El encuentro es un cielo en la mano de una mujer enamorada.

El beso es un ahogado;
el encuentro es un mar indescifrable.

El beso es tu pestaña asombrosa;
el encuentro es tu sonrisa que me dirige cada noche a la muerte deliciosa y no me deja hasta que canta el gallo.

El beso es el punto de tu (n) o la (n) de tu punto perdido;
el encuentro es el alfabeto que revela los talismanes del mundo pero no sabe cómo traerte a casa.

El beso es una amistad;
el encuentro es un contrato hasta la muerte.

El beso es una silla;
el encuentro es un lecho.

El beso es una llave;
el encuentro es el cuerpo.

El beso es un violín;
el encuentro es la danza del amor.

El beso es una lágrima;
el encuentro es una ráfaga de lluvia que baña a los amantes en el jardín del placer.

El beso es un grito;
el encuentro es una estafa romántica.

El beso es una morada verde;
el encuentro, cortinas cerradas.

El beso es un sueño;
el encuentro es la (s) del sueño, la (ñ) y la (o).

El beso es una canción;
el encuentro es cantante, compositor y poeta, quienes lloraron debido a la hermosura de la consonancia y las palabras.

El beso es un murmullo agradable;
el encuentro, galerías secretas del sauce.

El beso es un niño perdido;
el encuentro, una novia lamentando su mala suerte.

El beso es una aclaración;
El encuentro es herejía y alucinación.

El beso es la cumbre de un poema;
el encuentro es un poemario de amor, cada línea en él es tu letra y cada letra en él es tu nombre.

El beso es una ventana;
el encuentro es un caserío contemplando el sol y los patos.

El beso es un placer;
el encuentro es una llamada para escribirlo, una muerte profunda, incurable.

El beso, tus ilusos ojos;
el encuentro, tus labios maravillosos, abandonando sus rarezas.

El beso es una hora de amor;
el encuentro es la noche de la boda, las velas de la boda y el vestido blanco de la novia.

El beso eres tú;
el encuentro eres tú... también.



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miércoles, 25 de diciembre de 2019

"Madrigal", de JOSÉ ASUNCIÓN SILVA (COLOMBIA, 1865-1896, d.n.e.).

Marina Igorevna

Tu tez rosada y pura; tus formas gráciles
de estatua de tanagra; tu olor de lilas;
el carmín de tu boca de labios tersos;
las miradas ardientes de tus pupilas;
el ritmo de tu paso; tu voz velada;
tus cabellos que suelen, si los despeina
tu mano blanca y fina, toda hoyuelada,
cubrirte con un rico manto de reina;
tu voz, tus ademanes, tú... No te asombre:
todo eso está, ya a gritos, pidiendo un hombre.



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lunes, 23 de diciembre de 2019

"El secreto de Villa Mimosa", de ELIZABETH ADLER (GRAN BRETAÑA, 1950--, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "El secreto de Villa Mimosa", de fecha 1994  d.n.e.



En el bar de la planta baja Brad la contempló con admiración.

—El norteamericano que hay en mí diría que tiene el aspecto de un millón de dólares —dijo él, besando galante la mano de Phyl. —Pero esta noche el francés que hay en mí debe confesarle que usted parece ravissante.

La llevó a Le Grand Véfour, y Phyl pensó que el comedor rococó con sus espejos dorados y sus enormes despliegues florales era maravilloso; opinó que la comida era deliciosa y los vinos en realidad sublimes. Brad Kane la cuidó como si ella hubiese sido una preciosa flor de invernadero. Phyl sonrió mientras se sentía florecer ante el calor de los sutiles cumplidos; recordaba que había dicho a Mahoney que ella misma era una doncella de hielo. Mahoney no le había creído, y Phyl pensó ahora que había estado en lo cierto. Casi podía sentir que estaba derritiéndose bajo la mirada cálida de Brad.

El demostró que era un anfitrión perfecto y un acompañante atento. Recomendó los platos que le pareció que podían agradar a Phyl, ordenó vino tinto porque ese era el favorito de la psiquiatra y le mostró todas las celebridades que cenaban allí. Relató la historia de ese antiguo y grandioso restaurante y le contó anécdotas de la vida de París, así como muchas murmuraciones. Se dedicó a entretener y divertir a Phyl y lo consiguió con tanta eficacia que ella se sintió encantada.

Cuando llegó el café, Brad sonrió y dijo con tranquilidad:

—Parece que he hablado yo solo. ¿Y qué me dice de usted? Hábleme de su vida, Phyl Foster. De su trabajo fascinante.

Ella volvió con resistencia a la realidad.

—En efecto —reconoció, —es fascinante descubrir cómo funciona la mente de los individuos. Le sorprendería saber que algunas personas al parecer comunes y corrientes viven fantasías extraordinarias. Y que hay personas brillantes y excitantes que me dicen que su vida está marcada por la desesperación y la duda. Trato a personas que son maniacos depresivos y que no ven motivos para vivir, y a psicópata que cometen delitos terribles y no muestran signos de remordimiento. Veo a niños de quienes se ha abusado, adolescentes perturbados, a madres recientes y angustiadas que anhelan matar a sus hijos. —Meneó la cabeza y contempló con tristeza la copa de vino. —A veces vuelvo a casa de noche y me pregunto si en este mundo hay personas cuerdas. Incluida yo misma.

—Pero usted asumió la carga de los problemas de esos individuos —dijo Brad. —¿Eso está mal?

—Por supuesto, está mal. Y evito continuar en esa actitud. De noche intento aflojarme y olvidarlo todo. Bebo una copa de vino. Escucho música, leo un libro. Hay un solo caso en que me he permitido aceptar un compromiso personal y eso responde tanto a mis propias necesidades como a las necesidades de la paciente. Es un caso de pérdida de la memoria.

—¿Puedo suponer que es fácil devolver la memoria a alguien? preguntó Brad. —¿Los parientes no vienen a buscar a los enfermos? Un hermano, un esposo, una madre? —No en este caso. La joven perdió la memoria como resultado de un accidente, y hasta ahora nadie vino a buscarla. —Sonrió. —Tal como explico las cosas, parece que se tratara de un objeto perdido.

—Y así es.

—Supongo que eso es cierto. De todos modos, todavía no he podido restaurar su memoria. Ahora estoy tratando de rehabilitarla de modo que pueda continuar viviendo. Le encontré trabajo con una de mis amigas. Por eso voy a Antibes la semana próxima. A verla.

—¿A verificar los progresos de su experimento? —preguntó Brad, y a Phyl le pareció que lo hacía con cierto cinismo.

—No es una condición tan clínica —replicó Phyl, con un poco de su antigua firmeza. — Mi paciente es una mujer joven. Poder ayudarla significa mucho para mí.

Touché, doctora. —Brad sonrió en actitud de disculpa. —Creo que no dispongo de tiempo para enfermedades de la cabeza. Puedo entender una pierna rota —se encogió de hombros en actitud muy expresiva. —¿Pero la locura? Nunca.

—Mis pacientes no están locos —protestó Phyl. —Están perturbados.

El rió y le tomó la mano. La invirtió y la besó con suavidad. Dijo, mirándola a los ojos:

—Doctora Phyl Foster, creo que usted es una dama muy bondadosa, además de muy bella.

El deseo se manifestó en la mirada de los ojos azules. En un instante ella olvidó todo lo que se relacionaba con el trabajo, los asesinatos y Bea. Lo único que podía ver eran sus ojos, lo único que podía sentir era el contacto. De pronto se le cortó la respiración a causa del deseo.

Salió del restaurante enlazada por el brazo de Brad, apenas consciente de la cortés despedida del personal. Volvieron en silencio al apartamento de Brad, sin tocarse, pero cada uno consciente de la presencia del otro. Estacionaron en el garaje de la planta baja y caminaron tomados de la mano hasta el ascensor.

Él le rodeó los hombros con el brazo mientras esperaban. Empezó a besarla. Besos pequeños que le cubrían la cara, los ojos, la garganta. El ascensor llegó en ese momento, y una pareja de personas mayores, muy elegantes, descendió. Los miraron, divertidos, cada uno rodeado por los brazos del otro, pero Phyl ni siquiera prestó atención.

En el ascensor Brad deslizó las manos bajo la chaqueta de Phyl. La acercó, sosteniéndola con firmeza, mientras su boca cubría los labios femeninos. Escalofríos de placer recorrieron el cuerpo de Phyl; no deseaba que el beso terminase.Cuando el ascensor se detuvo en el último piso, Brad la alzó en brazos y la llevó al apartamento, sin separar sus labios de los labios de Phyl.

Se sentaron juntos en las profundidades del gran sofá de brocado, aún absortos cada uno en el otro. Por fin, él dejó de besarla. Le apartó los cabellos desordenados y la miró a los ojos. Leyó en ellos el mensaje que era la expresión del deseo de Phyl. Le movió el mentón, de nuevo acomodó su boca para que recibiese el beso y bebió este como si hubiese sido vino. Una descarga eléctrica pasó de los labios de Phyl a sus senos, de las profundidades de su vientre a sus pies, y ella gimió feliz.

La tomó de la mano y la llevó sin resistencia al dormitorio. Las lámparas con las luces amortiguadas por las pantallas enviaban fragmentos de luz a los distintos rincones de la habitación, mientras un fuego ardía en el hogar de piedra caliza. Las alfombras de suave seda, todas de color rosa, cubrían el piso de parquet oscuro y las largas persianas los separaban de la noche. Estaban en su propio mundo, un lugar que Phyl no había visitado durante mucho tiempo. Quizá nunca.

La obligó a volverse y abrió el vestido de encaje negro. Ella bajo los brazos y permitió que el vestido cayese al suelo. Un minuto después los dos estaban desnudos.

Permanecieron mirándose. Después él le sostuvo la mano. Phyl se la entregó en actitud de confianza. Brad la acercó a él y permanecieron con sus cuerpos desnudos y temblorosos apretados en el abrazo. Phyl echó la cabeza hacia atrás, y él comenzó a besarla, primero la garganta y después los pechos, hasta que ambos se hundieron en la cama. Brad deslizó los brazos bajo el cuerpo de Phyl y la alzó para acercarla a su boca, bebiéndola como un licor, hasta que ella temblando y gimiendo pidió compasión. Y sólo entonces la penetró.

El era un enamorado exigente, que reclamaba de ella más de lo que la propia Phyl sabía que podía ofrecer, y a su vez Phyl cerró las piernas sobre el cuerpo de Brad, llegando a una cumbre casi inconcebible de deseo. Y eso se repitió varias veces. Largo rato después, finalmente quedaron tendidos en silencio y fatigados, y los temblores continuaron sacudiendo sus cuerpos.

El permaneció tendido sobre las almohadas, con las manos tras la cabeza. La miró y dijo con suavidad:

—No sentí nada parecido desde que tenía catorce años.

Phyl le sonrió, todavía sumida en una especie de fulgor tierno y cálido. Esperó aturdida que él le hablase de su primer amor, de alguna fresca y joven condiscípula del colegio secundario y del primer beso que sacudió su existencia juvenil.

Pero la voz de Brad de pronto cobró matices duros cuando dijo:

—Yo tenía catorce años y estaba abrumado por la curiosidad sexual, aunque carecía en absoluto de conocimiento práctico. Una tarde estaba montando mi bicicleta y se me pinchó una goma. Me encontraba precisamente frente a la casa de un amigo de mi padre, de modo que llevé la bicicleta hasta el sendero, con la esperanza de conseguir que me ayudara.

"La puerta estaba abierta y no había nadie cerca. Me asomé al vestíbulo, pero estaba vacío. Rodeé la casa, con la esperanza de encontrarlo en la pista de tenis o en la piscina. La ventana de lo que él denominaba su sala de recibir permanecía abierta, y de pronto oí un sonido que provenía de allí. Me detuve a escuchar. Era una clase diferente de sonido.

Misterioso. Algo me indujo a adoptar precauciones, de modo que avancé de puntillas y espié por la ventana.

"Vi a una mujer acostada desnuda sobre la enorme alfombra de piel. Era la que emitía esos ruidos extraños. Tenía las piernas alrededor del cuello del hombre. Las manos del individuo le sostenían las nalgas, y mantenían el cuerpo en alto. Y él estaba devorándola. Ella gemía y gritaba. Tenía los ojos cerrados, pero su cara estaba deformada por la pasión."

Brad miró en silencio el lecho, y Phyl esperó, preguntándose qué vendría después. Un momento más tarde, él dijo:

—Fue mi primera relación con el sexo, y los resultados fueron inmediatos. Me alejé avergonzado. Pero nunca olvidé esa escena. Está indeleblemente grabada en mi memoria, y juro que jamás hice el amor en mi vida sin recordarla.

—Me lo imagino —dijo Phyl en actitud comprensiva. —Fue tu primera experiencia pornográfica.

—Más que eso. —Brad se puso de pie y se acercó desnudo a la ventana. Levantó un paquete de cigarrillos depositado sobre la mesa, extrajo uno y lo encendió. Inhaló profundamente y después exhaló el humo, mirando sin ver por la ventana hacia el jardín iluminado por la luz de los faroles. Por fin dijo, con voz fría: —El hombre era un amigo a quien conocía de toda la vida. Y la mujer a quien devoraba tan ávidamente era mi madre.

Los ojos de Brad tenían un vacío terrible. Phyl comprendió que ella estaba asomada a las profundidades del alma de Brad y ahora no podría hallar palabras para consolarlo. No había nada que pudiera decir a su amante. En su condición de profesional, con la distancia adecuada entre paciente y doctor, habría podido encontrar la fórmula, las respuestas acertadas que lo apartasen de sus crueles recuerdos. Pero esto era diferente. Mientras yacía desnuda en la cama, con la impronta del amor de Brad todavía sobre ella, lo único que pudo decir fue:

—Lo siento.

Brad se encogió de hombros malhumorado.

—Así era Rebecca. Nunca sabré por qué mi padre la toleró tantos años. Ni cómo lo hizo. Mi padre era un hombre apuesto... rico y con éxito. Pero mi madre era una aristócrata, una mujer que se movía en los grandes círculos sociales. Y él no era más que el hijo de un ranchero. —Se encogió de hombros. —Creo que armonizaban el uno con el otro. Nunca hablé del asunto con mi padre. Y nunca dije a nadie lo que vi —Se acercó y besó levemente la mejilla de Phyl. —Tampoco debí decírtelo. Perdóname.

Por supuesto, ella lo perdonó, pero continuaba impresionada. Los cambios de humor de Kane de la tristeza a la alegría eran inquietantes.

Y ahora de nuevo él se encogió de hombros, desechó su ánimo sombrío y la llevó a desayunar en el Café Flore. Más tarde, fueron a hacer compras en la Rue du Cherche- Midi y recorrieron los puestos de libros a orillas del Sena. Phyl olvidó todo lo relativo a la conferencia que había determinado su visita a París. Brad era apuesto, un hombre encantador, y además divertido, Y ahora ella se sentía sexualmente tan atraída por Brad y él por la psiquiatra que pensó qué la gente sin duda podía percibir el calor que emanaba de los cuerpos de ambos, mientras se detenían para besarse sin vergüenza en los portales de las casas o para mirarse profundamente cada uno a los ojos del otro. Percibían el calor fulminante de la atracción sexual que determinaba que cada uno sólo deseara tener al otro. Phyl no pensaba en Bea o en Millie. O en Franco Mahoney. Sólo pensaba en Brad.

Pasaron tardes largas y sensuales en el dormitorio penumbroso de Phyl, veladas románticas en los bistros mal iluminados, y noches maravillosas en el apartamento de Brad. Se desnudaban cuando atravesaban la puerta, tocándose, besándose, devorándose uno al otro. Una noche Brad ni siquiera alcanzó a esperar para desvestirse y la poseyó contra la pared, alzándola en el aire, penetrándola salvajemente. Ella gritó de dolor, pero él no se detuvo hasta que rodaron juntos por el suelo, medio sollozando, medio riendo. Hacían el amor por doquier, en la cama de Brad, en la valiosa alfombra Aubusson frente al fuego en el gran salón y en la ducha, empapándose de jabón y de sus propios jugos.



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domingo, 22 de diciembre de 2019

"La total liberación", de JUAN CARLOS ONETTI (URUGUAY, 1909-1994 d.n.e.)

La sospecha de Jason persistía, agudizándose por momentos. Algo nuevo había aquella noche en Isabel. Un elemento extraño se agregaba a ella, evidenciándose en los ojos ausentes y la boca entristecida. Al besarla sintió tan claramente la existencia de aquel algo indefinido y molesto, que la tomó por los hombros y la interrogó con sencillez, buscándole los ojos. Las vacilaciones de Isabel lo fueron preparando para una noticia grave y dolorosa. No llegaba a temer que Isabel le confesara no quererlo ya. De ser así, no hubiera admitido sus caricias; se lo hubiera dicho en cuanto él llegó, sin temblarle la voz y con los ojos abiertos frente a sus gestos.

Cuando logró que ella iniciara la frase:

—Anoche… —descansó en la palabra como en un peldaño. La precisión del tiempo lo hacía suponer que la confesión de Isabel revelaría un hecho concreto, una acción sucedida fuera del espíritu de ella. Esto, fuera lo que fuese, no le parecía ya tan temible. Interrogando, sin prisas, seguro de que iba a ser capaz de oírlo todo sin dejar de dominarse, repitió:

—Anoche.

Isa dejó caer la cabeza a un lado. Volvió a levantarla, escrutando el rostro impasible de Jason. Estuvo así unos segundos, calculando las alteraciones que sus palabras iban a provocar en él. Tratando de saber si la vitalidad del amor de Jason podría resistirlas. Nuevamente los cabellos ocultaron una parte de su cara. Jason veía solamente un pedazo de perfil, con los ojos tercamente elevados hacia la unión de la pared y el techo.

Atrajo a la muchacha hacia sí y dijo nuevamente:

—Anoche…

Sordamente, como si las palabras no pasaran de la garganta, ella completó:

—… me abrazaron… —hizo un descanso, terminando luego—… y me besaron…

Tenía la boca más triste y los ojos seguían mirando hacia arriba. Jason aflojó los brazos y quedó junto a ella, rígido e impasible. Bien sabía que su rostro entrenado y obediente no le traicionaría con ninguna delación. Pero un montón de preguntas torpes se formaron en su cerebro. El instinto quería saber quién y cuándo y cómo y dónde. Esto le causó vergüenza y ocultó la cara contra el rostro de Isabel. Esquivadas las preguntas, volvió a mirarla acariciándole los cabellos. Ella se volvió y, con la boca entreabierta y los ojos dilatados, analizó anhelante sus rasgos; se hundió en su mirada. Jason continuaba deslizando la mano por la cabeza querida, pero su atención no estaba allí. Ahora fue ella quien lo tomó por los hombros:

—¿Qué?

Con una media sonrisa, él dijo:

—Nada…

Pero estaba ausente. «Me abrazaron y me besaron», «me abrazaron y me besaron…». Sí; ese era el elemento extraño que se había colocado entre ellos, la piedra caída en el agua serena de sus sentimientos. Así como él lo hacía, tan sencilla y naturalmente como él, otro la había besado. Miró la boca de Isabel; una boca a la que la presión de sus labios masculinos había hecho perder por un momento la gracia tranquila de su diseño. La boca estaba igual que ayer, que anteayer, que siempre. Pero él se empeñaba en creer que el hombre, al besarla, le había contagiado algo incomprensible y exótico. Como si en adelante, desde aquel «anoche» que él acababa de vivir, Isabel hubiera de ser una mujer distinta. Una mujer que imitaría de manera perfecta la voz, los gestos, las miradas, las actitudes y hasta los pensamientos de Isabel.

Jason quiso engañarse pensando que su cuerpo contenía, hasta los bordes, un sufrimiento inmensurable. Pero reconoció que no sufría: odiaba. No a ella ni al otro. Odiaba al hecho sencillo y brutal que tal vez prolongara para siempre su presencia entre ellos; apretaba rabiosamente los maxilares, pensando en el beso y en el abrazo. Pero sentía que si él dijera esto a Isabel, ella no lo entendería. No podría creerlo. Sería capaz de comprender su dolor, su tristeza; acaso su odio hacia ella o hacia el otro. Pero la simple verdad —el odio hacia el hecho— no. En silencio, descendió la mano desde los cabellos hasta la mejilla y acarició lentamente su contorno. Volvió a sonreírle y tomó el sombrero. Al abrir la puerta tuvo la impresión de que, lejos de ella, su extraño odio sería totalmente inútil; lo dejó en la habitación, cerrando lenta y cuidadosamente.

Bajó las escaleras con el tranquilo paso de siempre y salió a la calle. Afuera lo esperaba la noche; pero no la noche madura, dilatada en silencio y serenidad que Jason hubiera deseado, sino una noche recién hecha, fresca, bulliciosa, llena del movimiento de los coches y las gentes. Una noche jovial que abría cuadrados de luz y gesticulaba en los letreros luminosos.

A los pocos pasos Jason estaba aislado; no entendía las voces de la multitud y los codazos que recibía de vez en cuando rebotaban en él como en una pared indiferente. Sin proponérselo, fundía los ruidos de la ciudad en el ritmo de su paso. El movimiento de avance de la pierna izquierda demoraba el tiempo justo que necesitaba para decir «me abrazaron». La derecha decía: «y me besaron». Me abrazaron /y me besaron. Me abrazaron /y me besaron. Jason fue contando su dolor a las gentes con el ritmo de sus pasos. Lo dijo, inexorable y lento, durante cuadras y cuadras. Cuando el tráfico lo obligaba a detenerse en una esquina, procuraba que la última pierna que se moviera fuera la derecha. Así no truncaba la frase ni la escena que esta le sugería. Abrazaron, no. Besaron, tampoco. No, no era esto. Me abrazaron y me besaron. Me abrazaron /y me besaron. Proseguía la marcha; caminaba con el tranquilo paso de siempre. Continuaba diciendo su dolor a las mujeres rientes, a los hombres sentados frente a los cafés, a los negocios deslumbrantes de luces, a los árboles de follaje inquieto, a los vehículos brillantes y temblorosos. Pero, sobre todo, lo decía a la vereda: a la humilde y resignada vereda, llena de papeles, restos de cigarrillos y escupitajos. A la vereda pisoteada millones de veces por la multitud todos los días, a toda hora, con prisa, con lentitud, yendo hacia un destino, o paseándose, simplemente.

Jason también se había paseado muchas veces por la calle ancha y cordial, de paredes limpias y hermosas. En sus paseos de muchos años había trabado amistad con la vida ciudadana. La calle y él llegaron a intimar profundamente, a conocerse en todos los detalles y hasta a armonizar sus respectivos sentimientos. Él sabía cuándo la calle vibraba orgullosamente al paso de los trenes que corrían en sus entrañas, bajo el gris de la vereda resignada y humilde. Y conocía también los atardeceres en que la calle lo recibía desfallecida y triste, como si añorara la tierra, la hierba y las bestias; como si aquella baraúnda que limitaban sus brazos poderosos le causara malestar, un poco de jaqueca, acaso.

Sí; Jason se entendía perfectamente con la calle ancha y hermosa; sus estados de ánimo solían correr paralelamente. Pero ahora no; no se trataba de eso. Que la amiga lo perdonara, pero ya no era el Jason de todos los día, que la saludaba paseándola. Ahora iba, un paso y otro —me abrazaron y me besaron— metido en sí mismo. Y, metido en él, un dolor que aún no había llegado a comprender. Un dolor envuelto todavía en un papel hecho de sorpresa y desconcierto. «Me abrazaron y me besaron». Quería representarse la escena que traducían las palabras: otro hombre apretando a Isabel y besándola. Mordiéndole rabiosamente el labio inferior. Humedeciéndose en él, como enloquecido por una sed infinita. Pero no lo conseguía con claridad. Cuando recordaba a Isabel diciéndole aquello, se recordaba a él mismo, con la mujer apretada fuertemente y los dientes sujetando con suavidad el labio inferior, húmedo y caliente. Isabel había doblado la cabeza, desviando los ojos; su voz había temblado en los dos golpes: me abrazaron, primero; y luego: y me besaron. Y esto era justo. Lógicamente debía de haber sucedido así: un abrazo y un beso. Era normal, razonable, perfectamente graduado. Jason lo sentía así. Pero lo que sentía con más intensidad era su impotencia para desatar el paquetito que llevaba adentro. Un pequeño paquetito que podría llevarse cómodamente en la mano y donde se escondía el dolor. Seguía escondido, y Jason no sufría ni podía indignarse. Fallaba su imaginación, y los momentos dolorosos a cuyo encuentro había salido para que lo tomaran en la calle abierta y no en la soledad de su cuarto, no llegaban. Jason temía el dolor en la soledad. Se amplifica; se lo siente como una herida que pulsa y uno acaba por acostumbrarse y hasta por gozar sufriendo. Aumentando el dolor con imágenes; recogiéndose para sentirlo mejor, como un pedazo de música.

El otro, el hombre que había besado —abrazado y besado— a Isabel, no tomaba forma. Jason no lograba verlo. No pudo pasar de un hombre vestido de oscuro; menos todavía: un traje oscuro de hombre. Un hombre decapitado y sin manos. Pero veía entera a Isabel. Alguien que se perdía en la forma impersonal de los verbos la había abrazado, besándola luego. Fuertemente, con rabia, con ansias de macho. Sí, podía exaltar la virilidad del otro todo lo que quisiera. Pero Jason seguía viendo entera a Isabel y no al otro. Hasta el traje negro se borró, perdiéndose en la sombra. Isabel quedaba, entera, desde los zapatitos claros hasta las cejas circunflejas. Más aún: hasta los hilos de cabellos escapados del peinado; hasta la atmósfera que la rodeaba y que iban haciendo sus movimientos y su perfume. Isabel seguía siendo. Era su Isa, con las inflexiones de voz, el aletear de manos, la mirada de siempre.

Ya podía Jason caminar hasta que la calle se durmiera, moviendo los pies con el mismo ritmo: «me abrazaron», el izquierdo; «y me besaron», el derecho. Caminaría kilómetros, cansado y sudoroso. Pero el paquetito no se desataría: no dejaría escapar el dolor.

Mucho mejor sería amoldar los pasos a otras palabras. Por ejemplo: el pie izquierdo interrogaría: «¿Y qué?». Y el derecho repetiría la pregunta, burlonamente. «¿Y qué? ¿Y qué?».

Con este ritmo, Jason caminaría más ligero. Golpearía velozmente la vereda de la calle amiga y el suelo devolvería sus golpes con otros, alegres y ligeros. «¿Y qué?». «¿Y qué?».

Al principio, Jason sentiría que la pregunta invariable de sus zapatos sonaba cínicamente. Pero luego afirmaría el paso y cada golpe tendría el vigor de un desafío. Un desafío a las estúpidas gentes, tan estúpidas que pueden suponer que un abrazo y un beso dados a una muchacha bastan para alterar su personalidad, pueden tocar su alma. El alma de Isa, que se derramaba por toda su piel y cuya esencia estaba, sin embargo, tan profundamente oculta que solamente se podía llegar a ella usando otra alma. Pero nunca con un abrazo y un beso.

Y en los golpes rápidos de los dos «¿y qué?» que se repetían incansables, netos y burlones en la hermosa calle en que se iniciaba la enérgica noche ciudadana, Jason oía también un desafío al otro Jason no totalmente extraño a las estúpidas gentes. Al Jason que hubiese admitido que las almas ocultas de las frescas muchachas pueden tocarse con un beso y un abrazo.

A derecha, a izquierda, frente a él y a sus espaldas, la multitud se movía, hablaba, gritaba y reía. Jason seguía golpeando la vereda gris, la vereda con papeles rotos y escupitajos.

Los dos zapatos —tac, tac; tac, tac— remedaban el ruido de las paletadas de tierra, llenando un pozo. Allá, en el fondo oscuro y cada vez más lejano, el otro estúpido Jason seguiría probablemente caminando con lentitud, arrastrando a cada pierna el grillete de la media frase.

Pero aquí arriba no había nada más que Jason, marchando jovialmente entre la multitud apretada y bulliciosa.



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viernes, 20 de diciembre de 2019

"Te abrazaría", de JOSÉ HIERRO DEL REAL (ESPAÑA, 1922-2002 d.n.e.)

Alex Alemany - Desnudo

Inútilmente fui
recorriendo senderos
entre mármoles.

Luz
de prodigiosa hondura.
(Toda la noche había
llovido. Al clarear
cesó la lluvia. Nubes
navegaban el cielo;
nubes blancas.)

Inútil
fue recorrer senderos,
buscar tu nombre. Inútil:
no lo hallé.
Y recé una oración
por ti -¿por ti o por mí?-.
Después te olvidé. Sean
los muertos los que entierran a sus muertos.

¡Estaba
tan olvidado todo!
Pero esta noche...

¿Por qué será imposible
verte de nuevo, hablarte,
escucharte, tocarte,
ir -con los mismos cuerpos
y almas que tuvimos,
pero con más amor-
uno al lado del otro...
(Ilusión descuajada
del espacio y del tiempo,
lo sé para mi daño.)

Yo te hablaría lo mismo que hablaría,
si yo fuese su dueño
mi verso: con palabras
de cada día, pero
bajo las que sonara
la corriente fluvial
de la ternura.
Como se hablan los hombres,
conteniendo las ganas
de llorar, de decirse
'te quiero'. Sin llorar
ni decirse 'te quiero',
que es cosa de mujeres.

Qué quedaría entonces
de ti, después de tantos
años bajo la tierra.
Dónde hallarte -pensé
aquel día-. No estamos
jamás donde morimos
definitivamente,
sino donde morimos
día a día.

Pero esta noche...

Te abrazaría, créeme,
te besaría,

te daría calor,
te adoraría. Haría
algo que es más difícil:
tratar de comprenderte.

Y te comprendería,
te comprendo ya, créelo.
Nos va enseñando tanto
la vida... Nos enseña
por qué un hombre ve rota
su voluntad, y sueña,
y vive solitario;
por qué va a la deriva
en el témpano errante
arrancado a la costa,
y se deja morir
mientras mira impasible
cómo se hunden los suyos,
la carne de su carne,
su hermoso mundo...

Son líneas sin sentido
éstas que trazo.
Yo mismo no comprendo
qué es lo que dejo en ellas.
Acaso sea música
de mi alma, arrancada
de modo misterioso
por tu mano de muerto.

Tu mano viva.
Yo pensé en ella, pero
era una mano muerta,
una mano enterrada
la que yo perseguía.

Inútilmente fui
buscando aquella mano.
Se estaba convirtiendo
en festín de las flores.
En vaho tibio para
empeñar las estrellas.
En luz malva y errante
que da su son al alba.
Estaría mezclándose
con la tierra materna.
Se hacía mano viva:
lo que es ahora.

Te abrazaría, créeme.
Te daría calor.
Te comprendo ya. Entonces
no era tiempo. Fue un día
de septiembre, en Ciriego,
-un cementerio que oye
la mar- el año mil
novecientos cincuenta.

Cuando vivías, eras
un extraño. Aquel día
entre mármoles, fui
buscándote, tratando
de comprenderte. Sólo
esta noche, de modo
inesperado, al fin
he comprendido.

Tarde,
para mi daño.



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miércoles, 18 de diciembre de 2019

"Todo eso que no puede ser", de VICENT ANDRÉS ESTELLÉS (ESPAÑA, 1924-1993, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro, escrito originalmente en valenciano, "Cançoneret de Ripoll", de fecha 1985  d.n.e.




TOT AÇÒ QUE JA NO POT SER

Et besaria lentament,
et soltaria els cabells,
t'acariciaria els muscles,
t'agafaria el cap
per a besar-te dolçament,
estimada meua, dolça meua,
i sentir-te, encara més nina,
més nina encara sota les mans,
dessota els pèls del meu pit
i sota els pèls de l'engonal,
i sentir-te sota el meu cos,
amb els grans ulls oberts,
més que entregada confiada,
feliç dins els meus abraços.
Et veuria anar, tota nua,
anant i tornant per la casa,
tot açò que ja no pot ser.
Sóc a punt de dir el teu nom,
sóc a punt de plorar-lo
i d'escriure'l per les parets,
adorada meua, petita.
Si em desperte, a les nits,
em desperte pensant en tu,
en el teu daurat i petit cos.
T'estimaria, t'adoraria
fins a emplenar la teua pell,
fins a emplenar tot el teu cos
de petites besades cremants.
És un amor total i trist
el que sent per tu, criatura,
un amor que m'emplena les hores
totalement amb el record
de la teua figura alegre i àgil.
No deixe de pensar en tu,
em pregunte on estaràs,
voldria saber què fas,
i arribe a la desesperació.
Com t'estime! Em destrosses,
t'acariciaria lentament,
amb una infinita tendresa,
i no deixaria al teu cos
cap lloc sense la meua carícia,
petita meua, dolça meua,
aliena probablement
a l'amor que jo sent per tu,
tan adorable! T'imagine
tèbia i nua, encara innocent,
vacil.lant, i ja decidida,
amb les meues mans als teus muscles,
revoltant-te els cabells,
agafant-te per la cintura
o obrint-te les cames,
fins a fer-te arribar, alhora,
amb gemecs i retrocessos,
a l'espasme lent del vici;
fins a sentir-te enfollir,
una instantània follia:
tot açò que ja no pot ser,
petita meua, dolça meua.
Et recorde i estic plorant
i sent una tristesa enorme,
voldria ésser ara al llit,
sentir el teu cos prop del meu,
el cos teu, dolç i fredolic,
amb un fred de col.legiala,
encollida, espantada; vull
estar amb tu mentre dorms,
el teu cul graciós i dur,
la teua adorable proximitat,
fregar-te a penes, despertar-te,
despertar-me damunt el teu cos,
tot açò que ja no pot ser.
Et mire, i sense que tu ho sàpies,
mentre et tinc al meu davant
i t'estrenyc, potser, la mà,
t'evoque en altres territoris
on mai havem estat;
contestant les teues paraules,
visc una ègloga dolcíssima,
amb el teu cos damunt una catifa,
damunt els taulells del pis,
a la butaca d'un saló
de reestrena, amb la teua mà
petita dintre la meua,
infinitament feliç,
contemplant-te en l'obscuritat,
dos punts de llum als teus ulls,
fins que al final em sorprens
i sens dubte em ruboritzes,
i ja no mires la pantalla,
abaixes llargament els ulls.
No és possible seguir així,
jo bé ho comprenc, però ocorre,
tot açò que ja no pot ser.
Revisc els dolços instants
de la meua vida, però amb tu.
És una flama, és una mort,
una llarga mort, aquesta vida,
no sé per què t'he conegut,
jo no volia conèixer-te...
A qualsevol part de la terra,
a qualsevol part de la nit,
mor un home d'amor per tu
mentre cuses, mentre contemples
un serial de televisió,
mentre parles amb una amiga,
per telèfon, d'algun amic;
mentre que et fiques al llit,
mentre compres en el mercat,
mentre veus, al teu mirall,
el desenvolupament dels teus pits,
mentre vas en motocicleta,
mentre l'aire et despentina,
mentre dorms, mentre orines,
mentre mires la primavera,
mentre espoles les estovalles,
mor un home d'amor per tu,
tot açò que ja no pot ser.
Que jo me muir d'amor per tu.
Te besaría lentamente,
te soltaría los cabellos,
te acariciaría los hombros,
te cogería la cabeza
para besarte dulcemente
,
querida mía, dulce mía,
y sentirte, aún, más niña,
más muñeca aún bajo las manos,
debajo los pelos de mi pecho
y bajo los pelos de la ingle,
y sentirte bajo mi cuerpo,
con los grandes ojos abiertos,
más que entregada confiada,
feliz entre mis abrazos.
Te vería ir, toda desnuda,
yendo y viniendo por la casa,
todo eso que ya no puede ser.
Estoy a punto de decir tu nombre.
Estoy a punto de llorarlo
y de escribirlo por las paredes,
adorada mía, pequeña.
Si me despierto, por las noches,
me despierto pensando en ti,
en tu dorado y pequeño cuerpo.
Te amaría, te adoraría
Hasta llenar tu piel,
Hasta llenar todo tu cuerpo
de pequeños besos ardientes
.
Es un amor total y triste
el que siento por ti, criatura,
un amor que me llena las horas
totalmente con el recuerdo
de tu figura alegre y ágil.
No dejo de pensar en ti,
me pregunto donde estarás,
querría saber qué haces,
y llego a la desesperación.
¡Como te quiero! Me destrozas,
Te acariciaría lentamente,
con una infinita ternura,
y no dejaría en tu cuerpo
ningún lugar sin mi caricia,
pequeña mía, dulce mía,
aliena probablemente
al amor que yo siento por ti,
tan adorable! Te imagino
tibia y desnuda, aún inocente,
vacilante, y ya decidida,
con mis manos en tus hombros,
revolviéndote los cabellos,
cogiéndote por la cintura
o abriéndote las piernas,
hasta hacerte llegar, al mismo tiempo,
con gemidos y retrocesos,
al espasmo lento del vicio;
hasta sentirte enloquecer,
una instantánea locura:
todo eso que ya no puede ser,
pequeña mía, dulce mía.
Te recuerdo y estoy llorando
y siento una tristeza enorme,
querría estar ahora en la cama,
sentir tu cuerpo cerca del mío,
tu cuerpo, dulce y friolero,
con un frío de colegiala,
encogida, asustada; quiero
estar contigo mientras duermes,
tu culito gracioso y duro,
tu adorable proximidad,
fregarte a penas, despertarte,
despertarme encima de tu cuerpo,
todo eso que ya no puede ser.
Te miro, y sin que tu lo sepas,
mientras te tengo delante
y te aprieto, quizá, la mano,
te evoco en otros territorios
donde nunca hemos estado;
contestando tus palabras,
vivo una égloga dulcísima,
con tu cuerpo encima de una alfombra,
encima de los tableros del piso,
en la butaca de un salón
de reestreno, con tu mano
pequeña dentro de la mía,
infinitamente feliz,
contemplándote en la oscuridad,
dos puntos de luz en tus ojos,
hasta que al final me sorprendes
y sin duda me ruborizas,
y ya no miras la pantalla,
bajas largamente los ojos.
No es posible seguir así,
yo bien lo comprendo, pero ocurre,
todo eso que ya no puede ser.
Revivo los dulces instantes
de mi vida, pero contigo.
Es una llama, es una muerte,
una larga muerte, esta vida,
no sé por qué te he conocido,
yo no quería conocerte…
En cualquier lugar de la tierra,
En cualquier parte de la noche,
muere un hombre de amor por ti
mientras coses, mientras contemplas
una serie de televisión,
mientras hablas con una amiga,
por teléfono, de algún amigo;
mientras te metes en la cama,
mientras compras en el mercado,
mientras ves, en tu espejo,
el desarrollo de tus pechos,
mientras vas en motocicleta,
mientras el aire te despeina,
mientras duermes, mientras orinas,
mientras miras la primavera,
mientras sacudes el mantel,
muere un hombre de amor por ti,
todo eso que ya no puede ser.
Que yo me muero de amor por ti.



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lunes, 16 de diciembre de 2019

"Entre Lérida y Bellvís", de CERVERÍ DE GIRONA (ESPAÑA, ca. 1259- ca.1285 d.n.e.)

Entre Lérida e Belvis,
pres d'un riu, entre dos jardis,
vi ab una pastorela
un pastor vestit de terlis,
e jagren entre flors de lis,
baysan sotz l’erba novela.
E anc pastora pus bela,
plus cuynda ne pus ysnela,
no crey que fos, ne no m'es vis
c'a mos oyls tan plazan ne vis
en Franca ne en Castela.
Entre Lérida y Bellvís,
cerca de un río, entre dos jardines,
vi, con una pastorcilla,
a un pastor vestido de terliz,
y yacían entre flores de lirio,
besándose sobre la hierba fresca.

Una pastora más hermosa,
más graciosa y más vivaracha,
no creo que haya existido, ni creo haberla visto
que a mis ojos fuera tan agradable,
ni en Francia ni en Castilla.
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sábado, 14 de diciembre de 2019

"Los dones de la sabia naturaleza", de MATEO DE VENDÔME (FRANCIA, 1100-1185 d.n.e.)

Venus Anadiomena, de Théodore Chassieriau (1819-1856) 


Pauperat artificis Nature dona venustas
Tyndaridis forme flosculus, oris honor.
Humanam faciem fastidit forma, decoris,
prodiga, siderea gratuitate nitens.
Nescia forma paris, odii preconia, laudes
iudicis invidie promeruisse potest.
Auro repondet coma, non replicata magistro
nodo, descensu liberiore iacet;
dispensare iubar humeris permissa decorem
explicat et melius dispatiata placet.
Pagina frontis habet quasi verba faventis, inescat
visus, nequitie nescia, labe carens.
Nigra supercilia via lactea separat, arcus
dividui prohibent luxuriare pilos.
Stellis preradiant oculi Venerisque ministri
esse favorali simplicitate monent.
Candori socio rubor interfusus in ore
militat, a roseo flore tributa petens.
Non hospes colit ora color, nec purpura vultus
languescit, niveo disputat ore rubor.
Linea procedit naris non ausa iacere
aut inconsulto luxuriare gradu.
Oris honor rosei suspirat ad oscula, risu
succincta modico lege labella tument.
Pendula ne fluitent, modico succincta tumore
plena Dioneo meile labella rubent.
Dentes contendunt ebori, serieque retenta
ordinis esse pares in statione student.
Colla polita nivem certant superare, tumorem
increpat et lateri parca mamilla sedet.

Los dones de la sabia Naturaleza los amengua el encanto
de la Tindárica, la beldad de su hermosura y la gracia de su rostro.
Su belleza desdeña la apariencia humana, pródiga
de su lindura, resplandeciente con regalados destellos.
No hay nadie que la iguale. Ella puede promover del odio
las alabanzas, y de la envidia juzgadora los elogios.
Con el oro sus cabellos rivalizan, no trenzados por experto
nudo, sino suelto y cayendo libremente.
Esparcida por sus hombros, su cabellera permite la hermosura resaltar,
y se acrecienta el placer al verla desparramada.
La lisura de su frente nos ofrece como palabras de halago:
las miradas atrae; carece de defectos, de manchas carece.
Un trazo blanquecino separa sus negras cejas; y los arcos,
a la perfección trazados, no permiten que el vello los afee.
Como estrellas sus ojos resplandecen y, de Venus auxiliares,
advierten que son de una sencillez acogedora.
Mezclado con la blancura, esparcido por su rostro, el rubor
campea, a la rosada flor su tributo reclamando.
No extraña es la color que pinta el labio; ni languidece la púrpura
del rostro: compite su rubor con el blanco de la cara.
La línea de su nariz no se prolonga de una atrevida manera
ni con una grosura exagerada rebasa sus medidas.
La belleza de su boca sonrosada suspira por los besos,
y sus labios gordezuelos se someten a contenida sonrisa;
móviles, sin ser colgantes, ajustados a un módico grosor,
labios son que bermejean colmados a las mieles de Dione.
Con el marfil los dientes rivalizan; su orden manteniendo,
se afanan por guardar emparejados su ubicación correcta.
La lisura de su cuello compite con la nieve; y su seno diminuto
hace notar su hinchazón y resalta sobre el busto.


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martes, 10 de diciembre de 2019

"Madrigal escrito en invierno", de PABLO NERUDA (seudónimo de RICARDO ELIÉCER NEFTALÍ REYES BASOALTO) (CHILE, 1904-1973 d.n.e.)

Felipe Alejo de László - Lady

En el fondo del mar profundo,
en la noche de largas listas,
como un caballo cruza corriendo
tu callado callado nombre.
Alójame en tu espalda, ay refúgiame,
aparéceme en tu espejo, de pronto,
sobre la hoja solitaria, nocturna,
brotando de lo oscuro, detrás de ti.
Flor de la dulce luz completa,
acúdeme tu boca de besos,
violenta de separaciones,
determinada y fina boca.

Ahora bien, en lo largo y largo,
de olvido a olvido residen conmigo
los rieles, el grito de la lluvia:
lo que la oscura noche preserva.
Acógeme en la tarde de hilo
cuando el anochecer trabaja
su vestuario, y palpita en el cielo
una estrella llena de viento.
Acércame tu ausencia hasta el fondo,
pesadamente, tapándote los ojos,
crúzame tu existencia, suponiendo
que mi corazón está destruido.




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domingo, 8 de diciembre de 2019

"El Beso de Abibina. Oda I", de GRACILIANO AFONSO NARANJO (ESPAÑA, 1775-1861, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "El beso de Abibina", de fecha 1838   d.n.e.



Bóreas y Oritía, de Joseph-Ferdinand Lancrenon, 1822.

¿Te acuerdas Abibina?
Mi amor, tú si te acuerdas;
Cuando en el tiempo grato
De juventud risueña,
En los floridos campos
De aquella hermosa Vega,
(Que el inocente Guanche
Tacaronte dijera,)
El Amor nos guiaba
Por las ocultas sendas,
Y a tu brazo torneado,
El mío blando asiera,
Oprimiéndonos ambos
Con deleitosa fuerza;
Y yo ardía, y tú ardías,
En una misma hoguera;
O amoroso estrechara
Tu mano gentil, bella,
Y tus cándidos lirios,
Mi labio ardiente sella;
Y delirantes ambos,
Con la pasión extrema,
Perturbada la vista,
Las bocas entreabiertas,
Por un secreto impulso,
Un tierno beso estrellan.
¡Te acuerdas, Abibina!
Mi Amor, tú si te acuerdas;
¡Oh Beso! ¡oh primer Beso!
De dulzura suprema;
¡Oh Beso, que me iguala
Con las Deidades mesmas.




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viernes, 6 de diciembre de 2019

"A Leonor", de AMADO NERVO (seudónimo de JUAN CRISÓSTOMO RUIZ DE NERVO Y ORDAZ) (MÉJICO, 1870-1919 d.n.e.)

Tamara de Lempicka

Tu cabellera es negra como el ala
del misterio; tan negra como un lóbrego
jamás, como un adiós, como un «¡quiénsabe!»
pero hay algo más negro aún: ¡tus ojos!
tus ojos son dos magos pensativos,
dos esfinges que duermen en la sombra,
dos enigmas muy bellos... Pero hay algo,
pero hay algo más bello aún: tu boca.

Tu boca, ¡oh sí!; tu boca, hecha divinamente
para el amor, para la cálida
comunión del amor, tu boca joven;

pero hay algo mejor aún: ¡tu alma!
tu alma recogida, silenciosa,
de piedades tan hondas como el piélago,
de ternuras tan hondas...
Pero hay algo,
pero hay algo más hondo aún: ¡tu ensueño!



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miércoles, 4 de diciembre de 2019

"Aunque de ángeles y hombres el lenguaje hablar supiera", de autor ANÓNIMO (siglo XII, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro, en latín, "Carmina Burana", del siglo  XII   d.n.e.



The evening star sacred to lovers
  Joseph Noel Paton


Si linguis angelicis loquar et humanis,
non valeret exprimi palma nec inanis,
per quam recte preferor cunctis Christianis
tamen invidentibus emulis prophanis.
5 Pange lingua igitur causas et causatum;
nomen tamen domine serva palliatum,
ut non sit in populo illud divulgatum,
quod secretum gentibus extat et celatum.
In virgultu florido stabam et ameno
10 vertens hec in pectore quid facturus ero;
dubito, quod semina in arena sero
mundi florem diligens ecce iam despero.
Si despero merito nullus admiretur,
nam per quandam vetulam rosa prohibetur,
15 ut non amet aliquem atque non ametur,
quam Pluto subripere flagito dignetur.
Cumque meo animo verterem predicta,
optans, anum raperet fulminis sagitta,
ecce retrospiciens, vetula post relicta,
20 audias quid viderim, dum moraret icta.
Vidi florem floridum, vidi florum florem,
vidi rosam Madii, cunctis pulchriorem,
vidi stellam splendidam cunctis clariorem,
per quam ego degeram semper in amorem.
25 Cum vidissem itaque quod semper optavi,
tunc ineffabiliter mecum exultavi,
surgensque velociter ad hanc properavi,
hisque retro poplite flexo salutavi:
«Ave formosissima, gemma pretiosa,
30 ave decus virginum, virgo gloriosa,
ave mundi luminar, ave mundi rosa,
Blanziflor et Helena, Venus generosa».
Tunc repondit inquiens stella matutina:
«Ille qui terrestria regit et divina,
35 dans in herba violas et rosas in spina,
tibi salus, gloria sit et medicina».
Cui dixi: «Dulcissima, cor mihi fatetur,
quod meus fert animus, ut per te salvetur,
nam ego quondam didici, sicut perhibetur,
40 quod ille qui percutit melius medetur.
Mea sic ledentia iam fuisse tela,
dicis; nego; sed tamen posita querela,
vulnus atque vulneris causas nunc revela,
vis, te sanem postmodum gracili medela.
45 Vulnera cur detegam, que sunt manifesta?
estas quinta periit, properat en sexta,
quod te in tripudio quadam die festa
vidi; cunctis speculum eras et fenestra.
Cum vidissem itaque, cepi tunc mirari,
50 dicens: "Ecce mulier digna venerari,
hec exscendit virgines cunctas absque pari,
hec est clara facie, hec est vultus clari”.
Visus tuus splendidus erat et amenus,
tanquam aer lucidus, nitens et serenus;
55 unde dixi sepius: “Deus, deus meus,
estne illa Helena, vel est dea Venus?”
Aurea mirifice coma dependebat,
tanquam massa nivea gula candescebat,
pectus erat gracile, cunctis innuebat,
60 quod super aromata cuncta redolebat.
In iocunda facie stelle radiabant,
eboris materiam dentes vendicabant,
plus quam dicem speciem membra
[geminabant:
quidni si hec omnium mentem alligabant?»
65 Forma tua fulgida tunc me catenavit,
mihi mentem, animum et cor inmutavit,
tibi loqui spiritus illico speravit;
posse spem veruntamen nunquam roboravit.
Ergo meus animus recte vulneratur
70 ecce mihi graviter fortuna novercatur,
nec quis umquam aliquo tantum molestatur,
quam qui sperat aliquid et spe defraudatur.
Telum semper pectore clausum portitavi,
millies et millies inde suspiravi,
75 dicens: “Rerum conditor, quid in te peccavi?
omnium amantium pondera portavi”.
Fugit a me bibere, cibus et dormire,
medicinam nequeo malis invenire.
Christe, non me desinas taliter perire,
80 sed dignare misero digne subvenire.
Has et plures numero pertuli iacturas,
nec ullum solarium minuit meas curas,
ni quod sepe sepius per noctes obscuras
per imaginarias tecum sum figuras.
85 Rosa, videns igitur, quam sim vulneratus,
quot et quantas tulerim per te cruciatus,
tu, si placet, itaque fac, ut sim sanatus,
per te sim incolumis et vivificatus.
Quod quidem si feceris, in te gloriabor,
90 tanquam cedrus liban florens exaltabor.
Sed si, quod non vereor, in te defraudabor,
patiar naufragium et periclitabor».
Inquit Rosa fulgida: «Multa subportasti,
nec ignota penitus mihi revelasti,
95 sed que per te tulerim nunquam somniasti;
plura sunt que sustuli quam que recitasti.
Sed omitto penitus recitationem,
volens talem sumere satisfactionem,
que prestabit gaudium et sanationem,
100 et medelam conferet melle dulciorem.
Dicas ergo, iuvenis, quod in mente geris,
an argentum postulas, per quod tu diteris,
pretiosos lapides, an quod tu ameris;
nam si esse poterit, dabo quicquid queris».
105«Non est id quod postulo lapis nec
[argentum,
immo prebens omnibus maius nutrimentum,
dans inpossibilibus facilem eventum,
et quod mestis gaudium donat luculentum».
«Quicquid velis, talia nequeo prescire,
110 tuis tamen precibus opto consentire;
ergo quicquid habeo, sedulus inquire,
sumens id quod appetis potes invenire».
Quid plus? Collo virginis brachia iactavi,
mille dedi basia, mille reportavi,
115 atque sepe sepius dicens affirmavi:
«Certe, certe illud est id quod anhelavi».
Quis ignorat amodo cuncta que secuntur?
Dolor et suspiria procul repelluntur,
paradisi gaudia nobis inducuntur,
120 cuncteque delicie simul apponuntur.
Hic amplexus gaudium est centuplicatum,
hic meum et domine pullulat optatum,
hic amantum bravium est a me portatum,
hic est meum igitur nomen exaltatum.
125 Quisquis amat itaque mei recordatur,
nec diffidat illico licet non ametur;
illi nempe aliqua dies ostendetur,
qua penarum gloriam post adipiscetur.
Ex amaris equidem amara generantur,
130 non sine laboribus maxima parantur,
dulce mei qui appetunt sepe stimulantum,
sperent ergo melius qui plus amarant.

Aunque de ángeles y hombres el lenguaje hablar supiera,
incapaz sería de expresar la gloria nada vana
por la que con razón se considera que soy superior a todo el mundo,
aunque me envidian aquellos ignorantes que tratan de imitarme.
Explica, por tanto, lengua mía, los motivos y efectos subsiguientes,
pero el nombre de mi dueña mantén velado,
a fin de que entre la gente no se vea divulgado:
que se conserve en secreto y oculto para el pueblo.
En una enramad a florida y amena me hallaba
dando vueltas a tales pensamientos: «¿Qué es lo que hacer podría?
Me asalta la duda de que siembro mis semillas en la arena.
Amando a la flor del mundo, me encuentro desesperado.
Pero que nadie se extrañe si con razón desespero,
pues el alcanzar la rosa me lo impide una viejuca,
vedándole que a alguno ame y que a su vez sea amada.
¡Ojalá que Plutón (mi petición es ésta) se digne llevársela consigo!».
En tanto que mi mente cavilaba los dichos pensamientos,
deseando que un rayo a la vieja fulminase,
he aquí que torno la vista. Y, olvidando lo anterior,
escucha lo que vi mientras así me encontraba.
Vi la flor florida; la flor de las flores vi;
vi la rosa de Mayo, más hermosa que ninguna;
vi una estrella esplendorosa, la más brillante de todas,
aquella por la que siempre desfallecía de amor.
De modo que al contemplar lo que siempre había añorado,
invadióme una alegría imposible de narrar.
Levantándome al momento hacia ella dirigíme
e, hincando rodilla en tierra, la saludé de este modo:
-«Salud, la más bella de entre todas, joya preciosa.
Salud, de las doncellas ornato, gloriosa doncella.
Salud, luz de las luces. Salud, rosa del mundo,
Blancañor y Helena y Venus generosa».
Entonces la estrella matutina respondióme diciendo:
-«Aquel que rige las cosas terrestres y celestiales,
que hace brotar violetas en los prados y rosas en los espinos,
te sirva de salvación, gloria y remedio».
Yo le dije: -«¡Oh dulcísima! Mi corazón me revela
algo que mi espíritu me advierte: que tú puedes sanarme;
pues tiempo ha que aprendí aquel refrán que dice
que el que hiere el primero, se cura más fácilmente» .
-«Dices que mis dardos te han herido.
Y yo lo niego. Mas una vez planteada la disputa,
enséñame tu herida y las causas de la misma,
que, si quieres, yo te sanaré después con suave medicina».
-«¿Para qué voy a enseñarte heridas que son patentes?
Cinco veranos pasaron y se aproxima ya el sexto,
desde que danzar te viera un día de fiesta:
espejo resultabas para todos y ventana.
Tan pronto como te vi, a admirarte empecé,
diciéndome: -“He aquí una mujer digna de ser venerada.
A todas las doncellas sobrepasa. Ninguna se le iguala.
Es su faz resplandeciente y luminoso su rostro”.
Brillante tu mirada era y agradable,
transparente como el aire, esplendorosa y serena.
Una y otra vez por ello me decía: -“¡Dios mío, Dios mío!
¿No será la propia Helena o quizá la diosa Venus?”.
Caía tu dorada cabellera admirablemente suelta;
y blanca como la nieve resplandecía tu garganta.
Era grácil tu pecho, y todos te lo admiraban:
exhalaba un aroma superior a cualquier otro.
En tu alegre rostro irradiaban estrellas.
Tus dientes superaban del marfil la blancura.
Imposible me resulta describir la gracia
[que tus miembros desprendían.
¿Cómo extrañarse de que ello la admiración de todos cautivase?
Tu luminosa hermosura entonces me encadenó
y alteró toda mi mente, mi ánimo y mi corazón.
Esperanzas al punto mi espíritu de hablarte concibió,
pero tales esperanzas nunca se hicieron reales.
Con toda razón mi ánimo se encuentra herido:
es claro que la fortuna se porta como madrastra.
Jamás hombre alguno tan dolido se siente
como cuando espera algo y ve defraudada su esperanza.
Siempre en mi pecho llevé oculto el dardo clavado,
y mil y mil veces desde entonces suspiré
diciendo: -“¡Creador del mundo! ¿En qué te he ofendido?
Sobre mis hombros porto las desdichas de los enamorados todos!”.
Soy incapaz de beber, y ya ni como ni duermo;
y no atino a encontrar remedio para mis males.
Jesucristo, no me dejes que muera de esta manera,
mas dígnate socorrer cual conviene al desdichado!
Estas amarguras y otras incontables son las que padecí,
y solaz ninguno hubo que amenguara mis cuidados, ni siquiera
el que con harta frecuencia imaginase la quimérica ilusión
de que junto a ti pasaba las noches obscuras.
Así que, rosa mía, viendo cómo herido me hallo,
y cuántas y cuán grandes aflicciones por ti he sufrido,
haz — si a bien lo tienes— lo posible por sanarme, y que gracias a ti
recobre la salud y que reviva.
Si así lo hicieras, en ti me gloriaré;
me sentiré enaltecido como frondoso cedro del Líbano.
Mas si, por el contrario (desecho este temor) llegara a defraudarme,
para mí significará el naufragio y la muerte.»
Replicóme la radiante Rosa: -«Numerosos dolores soportaste,
mas no me has revelado secreto alguno:
imaginar nunca podrías lo que por ti yo he sufrido.
He padecido torturas que superan las que acabas de contarme.
Mas voy a pasar por alto su relato,
pues deseo administrarte un remedio
que te causará alegría y salud.
Facilitarte he una medicina más dulce que la miel.
Revélame, pues, joven, lo que en tu mente guardas:
si es plata lo que pides con la que enriquecerte;
o si son piedras preciosas; o qué otra cosa ansias,
pues, si posible me fuera, te daré lo que tú buscas».
-«Aquello que yo busco no son gemas
[ni plata,
sino algo que alimenta más que ninguna otra cosa;
que a empresas imposibles confiere éxito fácil;
y que a los afligidos gentil gozo produce».
-«No puedo saber a ciencia cierta qué es lo que deseas,
mas a esas tus pretensiones quiero atender.
Registra, por tanto, con cuidado cuanto tengo,
tomando lo que anhelas, si es que encontrarlo puedes.»
¿Para qué más? Al cuello de la muchacha eché mis brazos;
mil besos yo le di, y recibí otros tantos,
al par que sin descanso diciéndole afirmaba:
-«Esto es, en verdad, lo que anhelaba tanto».
¿Quién ignora todo aquello que siguió a continuación?
El dolor y los suspiros son rechazados muy lejos,
en tanto que nos invaden los gozos del paraíso,
al tiempo que nos aborda todo tipo de delicias.
Allí el abrazo supone un placer centuplicado.
Allí se multiplica mi deseo al par que el de mi dueña.
Allí el premio logré de la victoria, propio de los amantes.
Allí fue mi renombre enaltecido.
Quienquiera que se halle enamorado, acuérdese de mí,
y no desespere de inmediato, si su amor no se ve correspondido,
porque llegará algún día a mostrársele la gloria
que tras las penas se alcanza.
Pues, si bien de la amargura amarguras se generan,
no sin trabajo se logran los triunfos más resonantes.
Soportan a menudo el aguijón aquellos que la dulce miel desean;
quienes sufren mayores amarguras esperen también un mejor premio.



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lunes, 2 de diciembre de 2019

"Regreso en sueños", de ALFONSINA STORNI (Argentina, 1.892-1.938)

Boca perdida en el vaivén del tiempo;
detrás de los paisajes escondida;
boca hacia atrás huyente en el espacio;
boca muerta que fuiste boca viva:

Torbellinos de rostros te apagaron,
tú, que eras rosa ya palidecida;
bloques de casas, cielos circulantes,
telones fueron a velarte esquiva.

Alguna vez la punta de la llama
pintó en el aire la ligera estría
de tu boca atersada a finos verbos
:
seda en la seda, flor más florecida.

O levanté la mano para asirte
en la nube traslúcida que lucía
acuchillada del cuchillo mismo
que parte en dos la ya palidecida.




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viernes, 29 de noviembre de 2019

"El autor", de ROSARIO DE ACUÑA Y VILLANUEVA (ESPAÑA, 1850-1923, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Sentir y pensar", de fecha 1884  d.n.e.



Wilhelm Menzler Casel (Alemania, 1846-1926) - Cisnes en el parque

El eco de la voz de aquel amante
se perdió en el espacio; muda y fría,
miró hacia el sol María;
después hizo una trenza en su cabello;
con el pulgar de su rosada mano
quitó del rostro bello
una lágrima audaz que lo surcaba
y que a los rayos de la luz brillaba,
como una fresca gota de rocío;
se recogió en el talle su pañuelo;
miró a la senda que a sus pies se abría
y, fijas sus miradas en el suelo,
comenzó a caminar con lento paso,
dando la espalda al sol, frente al ocaso.
Él la miró marchar, con ironía,
hizo un mohín de duda, y con la mano
la frente se tocó, como quien dice:
—«Alzó sus hombros; recogió su abrigo;
y, tosiendo, después, seco y cortado,
se alejó de María
por un sendero del opuesto lado.
De pronto, oyese un grito penetrante,
agudo, como el grito del que mira
en noche de naufragio y de tormenta
apagarse la luz por quien suspira;
Fernando se paró, quiso volverse,
pero antes de cumplir con su deseo
dos brazos le impidieron el moverse;
unos labios de fuego, temblorosos,
por lágrimas de pena humedecidos,
dejaron escapar impetuosos
el rayo abrasador de los sentidos;
un beso, el de los sueños amorosos,
daba a su amante la infeliz María,
y en tanto que él, cual insensible roca,
se dejaba besar diciendo —«¡Loca!...»
—La joven en su anhelo repetía—
«¡¡Quiero llevarme un beso en tu boca!!»
¡Oh misterio sin igual! El lazo
de la atracción ¿do existe, cuando liga
desemejantes almas? ¿Do reside
esa ley del amor que a tanto obliga,
y que manda, y preside,
la indisoluble unión de dos conciencias?
¿Cómo se pueden sujetar a un tiempo
opuestas existencias?...
¿Cómo el alma de aquella que vivía
en los efluvios del amor, ligóse
a otra alma informe, vanidosa y fría,
que no contó uno más de sus latidos
ni ante el fuego voraz de los sentidos?...
¡Vida, espíritu, muerte, sombras, dudas
y abismos, donde el alma se confunde!
¡Esfinges pavorosas, siempre mudas
ante el afán que anima al pensamiento,
jamás responden al humano acento,
solamente su impávida mirada
descubre, igual que al sabio al ignorante,
que al fin llega un instante
en que dice Ya sé que no sé nada.



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lunes, 25 de noviembre de 2019

"El fornicio", de GONZALO ROJAS PIZARRO (CHILE, 1916-2011 d.n.e.)

Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones,
te turbulentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca,
tocara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis, ¿qué más
te dijera por dentro?

                      ¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
                    ¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
                         tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?

Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas,
mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,

                        riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar a las esferas
estallantes como Pitágoras, te
lamiera,

te olfateara como el león
a su leona,
parara el sol,
fálicamente mía,
                   ¡te amara!
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viernes, 22 de noviembre de 2019

"El céfiro y una flor", de JOSÉ SELGAS Y CARRASCO (ESPAÑA, 1822-1882, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "La primavera", de fecha 1850  d.n.e.



Era, una flor: dulcísimo tesoro
De cándida hermosura:
Sus hojas blancas, su botón cual oro,
Su tallo dócil y su esencia pura.
Era la flor más bella
Que nace con el día.
El céfiro, volando en torno de ella,
Murmuraba y decía:
—«Preciada estás ¡oh flor! de ser hermosa,
Y tu altivez por eso
Esquiva desdeñosa
El tierno cáliz a mi dulce beso.
¡Tu orgullo es necio, tu altivez es vana!
Si del alba naciste,
Yo nací del amor de la mañana.
Eres hermosa, pero vives triste.
Hoy vengo todo de perfumes lleno,
Y entre todas te elijo;
Tus hojas abre y dormiré en tu seno».

Le oyó la flor, y suspiró, y le dijo:
«Preciado está el Sultán de su grandeza.
¡Qué flor esquivaría
El tesoro feliz de su riqueza!...
Dame, pues, tu armonía,
Tus suspiros suaves, pero tu beso... no... me desharía».
—¡¡Sólo suspiros quieres!
¿Acaso tú no sabes
Que yo traigo en mis alas los placeres?
Los besos son mis exquisitos dones,
Que yo soy clamor. —Y en vuelo blando
Casi a besarla alcanza.
Trémula y suspirando,
¡Ay!... que mis hojas son las ilusiones,
La flor le contestó: soy la esperanza».





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miércoles, 20 de noviembre de 2019

"Aire", de JOSÉ RAFAEL POMBO Y REBOLLEDO (COLOMBIA, 1833-1912 d.n.e.)

María.- Gota por gota
se va la copa,
día por día
se va la vida,
beso a beso
el embeleso de la pasión.

José.- Nada me importa
con mi querida
si larga o corta
se va la vida.
Mas... te confieso
que el embeleso de la pasión
quiere otro beso,
quiere otra gota.
Dame otro beso,
dame otra gota:
si no... se agota mi corazón.
Si no... se agota mi corazón.




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lunes, 18 de noviembre de 2019

"Eva Luna", de ISABEL ALLENDE LLONA (CHILE, 1942--, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "Eva Luna", de fecha 1987  d.n.e.



Desnudo con luz de Sol, 1920 - George Spencer Watson
La existencia se nos torció a todos durante el primer viaje de Riad Halabí, cuando quedamos solos Zulema, Kamal y yo. La patrona se curó como por encanto de sus malestares y despertó de un letargo de casi cuarenta años. En esos días se levantaba temprano y preparaba el desayuno, se vestía con sus mejores trajes, se adornaba con todas sus joyas, se peinaba con el pelo echado hacia atrás, sujeto en la nuca en una media cola, dejando el resto suelto sobre sus hombros. Nunca se había visto tan hermosa. Al principio Kamal la eludía, delante de ella mantenía los ojos en el suelo y casi no le hablaba, se quedaba todo el día en el almacén y en las noches salía a vagar por el pueblo; pero pronto le fue imposible sustraerse al poder de esa mujer, a la huella pesada de su aroma, al calor de su paso, al embrujo de su voz. El ámbito se llenó de urgencias secretas, de presagios, de llamadas. Presentí que a mi alrededor sucedía algo prodigioso de lo cual yo estaba excluida, una guerra privada de ellos dos, una violenta lucha de voluntades. Kamal se batía en retirada, cavando trincheras, defendido por siglos de tabúes, por el respeto a las leyes de hospitalidad y a los lazos de sangre que lo unían a Riad Halabí. Zulema, ávida como una flor carnívora, agitaba sus pétalos fragantes para atraerlo a su trampa. Esa mujer perezosa y blanda cuya vida transcurría tendida en la cama con paños fríos en la frente, se transformó en una hembra enorme y fatal, una araña pálida tejiendo incansable su red. Quise ser invisible.

Zulema se sentaba en la sombra del patio a pintarse las uñas de los pies y mostraba sus gruesas piernas hasta medio muslo. Zulema fumaba y con la punta de la lengua acariciaba en círculos la boquilla del cigarro, los labios húmedos. Zulema se movía y el vestido se deslizaba descubriendo un hombro redondo que atrapaba toda la luz del día con su blancura imposible. Zulema comía una fruta madura y el jugo amarillo le salpicaba un seno. Zulema jugaba con su pelo azul, cubriéndose parte de la cara y mirando a Kamal con ojos de hurí.

El primo resistió como un valiente durante setenta y dos horas. La tensión fue creciendo hasta que ya no pude soportarla y temí que el aire estallara en una tormenta eléctrica, reduciéndonos a cenizas. Al tercer día Kamal trabajó desde muy temprano, sin aparecer por la casa a ninguna hora, dando vueltas inútiles en La Perla de Oriente para gastar las horas. Zulema lo llamó a comer, pero él dijo que no tenía hambre y se demoró otra hora en hacer la caja. Esperó que se acostara todo el pueblo y el cielo estuviera negro para cerrar el negocio y cuando calculó que había comenzado la novela de la radio, se metió sigilosamente en la cocina buscando los restos de la cena. Pero por primera vez en muchos meses Zulema estaba dispuesta a perderse el capítulo de esa noche. Para despistarlo dejó el aparato encendido en su habitación y la puerta entreabierta, y se apostó a esperarlo en la penumbra del corredor. Se había puesto una túnica bordada, debajo estaba desnuda y al levantar el brazo lucía la piel lechosa hasta la cintura. Había dedicado la tarde a depilarse, cepillarse el cabello, frotarse con cremas, maquillarse, tenía el cuerpo perfumado de patchulí y el aliento fresco con regaliz, iba descalza y sin joyas, preparada para el amor. Pude verlo todo porque no me mandó a mi cuarto, se había olvidado de mi existencia.

Para Zulema sólo importaban Kamal y la batalla que iba a ganar.

La mujer atrapó a su presa en el patio. El primo llevaba media banana en la mano e iba masticando la otra mitad, una barba de dos días le sombreaba la cara y sudaba porque hacía calor y era la noche de su derrota.

–Te estoy esperando, dijo Zulema en español, para evitar el bochorno de decirlo en su propio idioma.

El joven se detuvo con la boca llena y los ojos espantados. Ella se aproximó lentamente, tan inevitable como un fantasma, hasta quedar a pocos centímetros de él. De pronto comenzaron a cantar los grillos, un sonido agudo y sostenido que se me clavó en los nervios como la nota monocorde de un instrumento oriental. Noté que mi patrona era media cabeza más alta y dos veces más pesada que el primo de su marido, quien, por otra parte, parecía haberse encogido al tamaño de una criatura.

–Kamal... Kamal... Y siguió un murmullo de palabras en la lengua de ellos, mientras un dedo de la mujer tocaba los labios del hombre y dibujaba su contorno con un roce muy leve.

Kamal gimió vencido, se tragó lo que le quedaba en la boca y dejó caer el resto de la fruta. Zulema le tomó la cabeza y lo atrajo hacia su regazo, donde sus grandes senos lo devoraron con un borboriteo de lava ardiente. Lo retuvo allí, meciéndolo como una madre a su niño, hasta que él se apartó y entonces se miraron jadeantes, pesando y midiendo el riesgo, y pudo más el deseo y se fueron abrazados a la cama de Riad Halabí. Hasta allí los seguí sin que mi presencia los perturbara. Creo que de verdad me había vuelto invisible.

Me agazapé junto a la puerta, con la mente en blanco. No sentía ninguna emoción, olvidé los celos, como si todo ocurriera en una tarde del camión del cinematógrafo. De pie junto a la cama, Zulema lo envolvió en sus brazos y lo besó hasta que él atinó a levantar las manos y tomarla por la cintura, respondiendo a la caricia con un sollozo sufriente. Ella recorrió sus párpados, su cuello, su frente con besos rápidos, lamidos urgentes y mordiscos breves, le desabotonó la camisa y se la quitó a tirones. A su vez él trató de arrancarle la túnica, pero se enredó en los pliegues y optó por lanzarse sobre sus pechos, a través del escote. Sin dejar de manosearlo, Zulema le dio vuelta colocándose a su espalda y siguió explorándole el cuello y los hombros, mientras sus dedos manipulaban el cierre y le bajaban el pantalón. A pocos pasos de distancia, yo vi su masculinidad apuntándome sin subterfugios y pensé que Kamal era más atrayente sin ropa, porque perdía esa delicadeza casi femenina. Su escaso tamaño no parecía fragilidad, sino síntesis, y tal como su nariz prominente le moldeaba la cara sin afearla, del mismo modo su sexo grande y oscuro no le daba un aspecto bestial. Sobresaltada, olvidé respirar durante casi un minuto y cuando lo hice tenía un lamento atravesado en la garganta. Él estaba frente a mí y nuestros ojos se encontraron por un instante, pero los de él pasaron de largo, ciegos. Afuera cayó una lluvia torrencial de verano y el ruido del agua y de los truenos se sumó al canto agónico de los grillos. Zulema se quitó por fin el vestido y apareció en toda su espléndida abundancia, como una venus de argamasa. El contraste entre esa mujer rolliza y el cuerpo esmirriado del joven me resultó obsceno. Kamal la empujó sobre la cama, y ella soltó un grito, aprisionándolo con sus gruesas piernas y arañándole la espalda.

Él se sacudió unas cuantas veces y luego se desplomó con un quejido visceral; pero ella no se había preparado tanto para salir del paso en un minuto, así es que se lo quitó de encima, lo acomodó sobre los almohadones y se dedicó a reanimarlo, susurrándole instrucciones en árabe con tan buen resultado, que al poco rato lo tenía bien dispuesto. Entonces él se abandonó con los ojos cerrados, mientras ella lo acariciaba hasta hacerlo desfallecer y por último lo cabalgó cubriéndolo con su opulencia y con el regalo de su cabello, haciéndolo desaparecer por completo, tragándolo con sus arenas movedizas, devorándolo, exprimiéndolo hasta su esencia y conduciéndolo a los jardines de Alá donde lo celebraron todas las odaliscas del Profeta. Después descansaron en calma, abrazados como un par de criaturas en el bochinche de la lluvia y de los grillos de aquella noche que se había vuelto caliente como un mediodía.

Esperé que se aplacara la estampida de caballos que sentía en el pecho y luego salí tambaleándome. Me quedé de pie en el centro del patio, el agua corriéndome por el pelo y empapándome la ropa y el alma, afiebrada, con un presentimiento de catástrofe. Pensé que mientras pudiéramos permanecer callados era como si nada hubiera sucedido, lo que no se nombra casi no existe, el silencio lo va borrando hasta hacerlo desaparecer.

Pero el olor del deseo se había esparcido por la casa, impregnando los muros, las ropas, los muebles, ocupaba las habitaciones, se filtraba por las grietas, afectaba la flora y la fauna, calentaba los ríos subterráneos, saturaba el cielo de Agua Santa, era visible como un incendio y sería imposible ocultarlo. Me senté junto a la fuente, bajo la lluvia.

Por fin aclaró en el patio y comenzó a evaporarse la humedad del rocío, envolviendo la casa en una bruma tenue. Había pasado esas horas largas en la oscuridad, mirando hacia el interior de mí misma. Sentía escalofríos, debía ser a causa de ese olor persistente que desde hacía unos días flotaba en el ambiente y se pegaba en todas las cosas. Es hora de barrer la tienda, pensé cuando oí a lo lejos el tintineo de las campanas del lechero, pero me pesaba tanto el cuerpo que tuve que mirarme las manos para ver si se habían vuelto de piedra; me arrastré hasta la fuente, metí adentro la cabeza y al enderezarme, el agua fría se deslizó por mi espalda, sacudiéndome la parálisis de esa noche de insomnio y lavando la imagen de los amantes sobre la cama de Riad Halabí. Me fui al almacén sin mirar hacia la puerta de Zulema, ojalá sea un sueño, mamá, haz que sea sólo un sueño. Permanecí toda la mañana refugiada detrás del mostrador, sin asomarme al corredor, con el oído atento al silencio de mi patrona y de Kamal. Al mediodía cerré el negocio, pero no me atreví a salir de esos tres cuartos repletos de mercadería y me acomodé entre unos sacos de granos para pasar el calor de la siesta. Tenía miedo. La casa se había transformado en un animal impúdico respirando a mi espalda.

Kamal pasó esa mañana retozando con Zulema, almorzaron frutas y dulces y a la hora de la siesta, cuando ella se durmió extenuada, él recogió sus cosas, las metió en su maleta de cartón y se fue discretamente por la puerta de atrás, como un bandido. Al verlo salir tuve la certeza de que no volvería.




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