domingo, 22 de diciembre de 2019

"La total liberación", de JUAN CARLOS ONETTI (URUGUAY, 1909-1994 d.n.e.)

La sospecha de Jason persistía, agudizándose por momentos. Algo nuevo había aquella noche en Isabel. Un elemento extraño se agregaba a ella, evidenciándose en los ojos ausentes y la boca entristecida. Al besarla sintió tan claramente la existencia de aquel algo indefinido y molesto, que la tomó por los hombros y la interrogó con sencillez, buscándole los ojos. Las vacilaciones de Isabel lo fueron preparando para una noticia grave y dolorosa. No llegaba a temer que Isabel le confesara no quererlo ya. De ser así, no hubiera admitido sus caricias; se lo hubiera dicho en cuanto él llegó, sin temblarle la voz y con los ojos abiertos frente a sus gestos.

Cuando logró que ella iniciara la frase:

—Anoche… —descansó en la palabra como en un peldaño. La precisión del tiempo lo hacía suponer que la confesión de Isabel revelaría un hecho concreto, una acción sucedida fuera del espíritu de ella. Esto, fuera lo que fuese, no le parecía ya tan temible. Interrogando, sin prisas, seguro de que iba a ser capaz de oírlo todo sin dejar de dominarse, repitió:

—Anoche.

Isa dejó caer la cabeza a un lado. Volvió a levantarla, escrutando el rostro impasible de Jason. Estuvo así unos segundos, calculando las alteraciones que sus palabras iban a provocar en él. Tratando de saber si la vitalidad del amor de Jason podría resistirlas. Nuevamente los cabellos ocultaron una parte de su cara. Jason veía solamente un pedazo de perfil, con los ojos tercamente elevados hacia la unión de la pared y el techo.

Atrajo a la muchacha hacia sí y dijo nuevamente:

—Anoche…

Sordamente, como si las palabras no pasaran de la garganta, ella completó:

—… me abrazaron… —hizo un descanso, terminando luego—… y me besaron…

Tenía la boca más triste y los ojos seguían mirando hacia arriba. Jason aflojó los brazos y quedó junto a ella, rígido e impasible. Bien sabía que su rostro entrenado y obediente no le traicionaría con ninguna delación. Pero un montón de preguntas torpes se formaron en su cerebro. El instinto quería saber quién y cuándo y cómo y dónde. Esto le causó vergüenza y ocultó la cara contra el rostro de Isabel. Esquivadas las preguntas, volvió a mirarla acariciándole los cabellos. Ella se volvió y, con la boca entreabierta y los ojos dilatados, analizó anhelante sus rasgos; se hundió en su mirada. Jason continuaba deslizando la mano por la cabeza querida, pero su atención no estaba allí. Ahora fue ella quien lo tomó por los hombros:

—¿Qué?

Con una media sonrisa, él dijo:

—Nada…

Pero estaba ausente. «Me abrazaron y me besaron», «me abrazaron y me besaron…». Sí; ese era el elemento extraño que se había colocado entre ellos, la piedra caída en el agua serena de sus sentimientos. Así como él lo hacía, tan sencilla y naturalmente como él, otro la había besado. Miró la boca de Isabel; una boca a la que la presión de sus labios masculinos había hecho perder por un momento la gracia tranquila de su diseño. La boca estaba igual que ayer, que anteayer, que siempre. Pero él se empeñaba en creer que el hombre, al besarla, le había contagiado algo incomprensible y exótico. Como si en adelante, desde aquel «anoche» que él acababa de vivir, Isabel hubiera de ser una mujer distinta. Una mujer que imitaría de manera perfecta la voz, los gestos, las miradas, las actitudes y hasta los pensamientos de Isabel.

Jason quiso engañarse pensando que su cuerpo contenía, hasta los bordes, un sufrimiento inmensurable. Pero reconoció que no sufría: odiaba. No a ella ni al otro. Odiaba al hecho sencillo y brutal que tal vez prolongara para siempre su presencia entre ellos; apretaba rabiosamente los maxilares, pensando en el beso y en el abrazo. Pero sentía que si él dijera esto a Isabel, ella no lo entendería. No podría creerlo. Sería capaz de comprender su dolor, su tristeza; acaso su odio hacia ella o hacia el otro. Pero la simple verdad —el odio hacia el hecho— no. En silencio, descendió la mano desde los cabellos hasta la mejilla y acarició lentamente su contorno. Volvió a sonreírle y tomó el sombrero. Al abrir la puerta tuvo la impresión de que, lejos de ella, su extraño odio sería totalmente inútil; lo dejó en la habitación, cerrando lenta y cuidadosamente.

Bajó las escaleras con el tranquilo paso de siempre y salió a la calle. Afuera lo esperaba la noche; pero no la noche madura, dilatada en silencio y serenidad que Jason hubiera deseado, sino una noche recién hecha, fresca, bulliciosa, llena del movimiento de los coches y las gentes. Una noche jovial que abría cuadrados de luz y gesticulaba en los letreros luminosos.

A los pocos pasos Jason estaba aislado; no entendía las voces de la multitud y los codazos que recibía de vez en cuando rebotaban en él como en una pared indiferente. Sin proponérselo, fundía los ruidos de la ciudad en el ritmo de su paso. El movimiento de avance de la pierna izquierda demoraba el tiempo justo que necesitaba para decir «me abrazaron». La derecha decía: «y me besaron». Me abrazaron /y me besaron. Me abrazaron /y me besaron. Jason fue contando su dolor a las gentes con el ritmo de sus pasos. Lo dijo, inexorable y lento, durante cuadras y cuadras. Cuando el tráfico lo obligaba a detenerse en una esquina, procuraba que la última pierna que se moviera fuera la derecha. Así no truncaba la frase ni la escena que esta le sugería. Abrazaron, no. Besaron, tampoco. No, no era esto. Me abrazaron y me besaron. Me abrazaron /y me besaron. Proseguía la marcha; caminaba con el tranquilo paso de siempre. Continuaba diciendo su dolor a las mujeres rientes, a los hombres sentados frente a los cafés, a los negocios deslumbrantes de luces, a los árboles de follaje inquieto, a los vehículos brillantes y temblorosos. Pero, sobre todo, lo decía a la vereda: a la humilde y resignada vereda, llena de papeles, restos de cigarrillos y escupitajos. A la vereda pisoteada millones de veces por la multitud todos los días, a toda hora, con prisa, con lentitud, yendo hacia un destino, o paseándose, simplemente.

Jason también se había paseado muchas veces por la calle ancha y cordial, de paredes limpias y hermosas. En sus paseos de muchos años había trabado amistad con la vida ciudadana. La calle y él llegaron a intimar profundamente, a conocerse en todos los detalles y hasta a armonizar sus respectivos sentimientos. Él sabía cuándo la calle vibraba orgullosamente al paso de los trenes que corrían en sus entrañas, bajo el gris de la vereda resignada y humilde. Y conocía también los atardeceres en que la calle lo recibía desfallecida y triste, como si añorara la tierra, la hierba y las bestias; como si aquella baraúnda que limitaban sus brazos poderosos le causara malestar, un poco de jaqueca, acaso.

Sí; Jason se entendía perfectamente con la calle ancha y hermosa; sus estados de ánimo solían correr paralelamente. Pero ahora no; no se trataba de eso. Que la amiga lo perdonara, pero ya no era el Jason de todos los día, que la saludaba paseándola. Ahora iba, un paso y otro —me abrazaron y me besaron— metido en sí mismo. Y, metido en él, un dolor que aún no había llegado a comprender. Un dolor envuelto todavía en un papel hecho de sorpresa y desconcierto. «Me abrazaron y me besaron». Quería representarse la escena que traducían las palabras: otro hombre apretando a Isabel y besándola. Mordiéndole rabiosamente el labio inferior. Humedeciéndose en él, como enloquecido por una sed infinita. Pero no lo conseguía con claridad. Cuando recordaba a Isabel diciéndole aquello, se recordaba a él mismo, con la mujer apretada fuertemente y los dientes sujetando con suavidad el labio inferior, húmedo y caliente. Isabel había doblado la cabeza, desviando los ojos; su voz había temblado en los dos golpes: me abrazaron, primero; y luego: y me besaron. Y esto era justo. Lógicamente debía de haber sucedido así: un abrazo y un beso. Era normal, razonable, perfectamente graduado. Jason lo sentía así. Pero lo que sentía con más intensidad era su impotencia para desatar el paquetito que llevaba adentro. Un pequeño paquetito que podría llevarse cómodamente en la mano y donde se escondía el dolor. Seguía escondido, y Jason no sufría ni podía indignarse. Fallaba su imaginación, y los momentos dolorosos a cuyo encuentro había salido para que lo tomaran en la calle abierta y no en la soledad de su cuarto, no llegaban. Jason temía el dolor en la soledad. Se amplifica; se lo siente como una herida que pulsa y uno acaba por acostumbrarse y hasta por gozar sufriendo. Aumentando el dolor con imágenes; recogiéndose para sentirlo mejor, como un pedazo de música.

El otro, el hombre que había besado —abrazado y besado— a Isabel, no tomaba forma. Jason no lograba verlo. No pudo pasar de un hombre vestido de oscuro; menos todavía: un traje oscuro de hombre. Un hombre decapitado y sin manos. Pero veía entera a Isabel. Alguien que se perdía en la forma impersonal de los verbos la había abrazado, besándola luego. Fuertemente, con rabia, con ansias de macho. Sí, podía exaltar la virilidad del otro todo lo que quisiera. Pero Jason seguía viendo entera a Isabel y no al otro. Hasta el traje negro se borró, perdiéndose en la sombra. Isabel quedaba, entera, desde los zapatitos claros hasta las cejas circunflejas. Más aún: hasta los hilos de cabellos escapados del peinado; hasta la atmósfera que la rodeaba y que iban haciendo sus movimientos y su perfume. Isabel seguía siendo. Era su Isa, con las inflexiones de voz, el aletear de manos, la mirada de siempre.

Ya podía Jason caminar hasta que la calle se durmiera, moviendo los pies con el mismo ritmo: «me abrazaron», el izquierdo; «y me besaron», el derecho. Caminaría kilómetros, cansado y sudoroso. Pero el paquetito no se desataría: no dejaría escapar el dolor.

Mucho mejor sería amoldar los pasos a otras palabras. Por ejemplo: el pie izquierdo interrogaría: «¿Y qué?». Y el derecho repetiría la pregunta, burlonamente. «¿Y qué? ¿Y qué?».

Con este ritmo, Jason caminaría más ligero. Golpearía velozmente la vereda de la calle amiga y el suelo devolvería sus golpes con otros, alegres y ligeros. «¿Y qué?». «¿Y qué?».

Al principio, Jason sentiría que la pregunta invariable de sus zapatos sonaba cínicamente. Pero luego afirmaría el paso y cada golpe tendría el vigor de un desafío. Un desafío a las estúpidas gentes, tan estúpidas que pueden suponer que un abrazo y un beso dados a una muchacha bastan para alterar su personalidad, pueden tocar su alma. El alma de Isa, que se derramaba por toda su piel y cuya esencia estaba, sin embargo, tan profundamente oculta que solamente se podía llegar a ella usando otra alma. Pero nunca con un abrazo y un beso.

Y en los golpes rápidos de los dos «¿y qué?» que se repetían incansables, netos y burlones en la hermosa calle en que se iniciaba la enérgica noche ciudadana, Jason oía también un desafío al otro Jason no totalmente extraño a las estúpidas gentes. Al Jason que hubiese admitido que las almas ocultas de las frescas muchachas pueden tocarse con un beso y un abrazo.

A derecha, a izquierda, frente a él y a sus espaldas, la multitud se movía, hablaba, gritaba y reía. Jason seguía golpeando la vereda gris, la vereda con papeles rotos y escupitajos.

Los dos zapatos —tac, tac; tac, tac— remedaban el ruido de las paletadas de tierra, llenando un pozo. Allá, en el fondo oscuro y cada vez más lejano, el otro estúpido Jason seguiría probablemente caminando con lentitud, arrastrando a cada pierna el grillete de la media frase.

Pero aquí arriba no había nada más que Jason, marchando jovialmente entre la multitud apretada y bulliciosa.



Leer más poemas de este autor en el blog BESOS.

Enlace recomendado:
 
Volver a la página principal





No hay comentarios:

Publicar un comentario