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sábado, 6 de enero de 2018

"Dos pasiones distintas", de AQUILES TACIO (Antigua Grecia, siglo II d.n.e.).

Fragmento perteneciente al libro "Leucipa y Clitofonte", de fecha siglo II d.n.e.  



Liber II, 37-38.

(...) «Otro, que esté bien iniciado, posiblemente diría más que yo. Pero hablaré de ello aunque mi experiencia sea sólo moderada. Pues bien, el cuerpo de una mujer, al unirse con ella, es mórbido y para los besos sus labios son suaves, razón por la que en los abrazos retiene el cuerpo de su compañero y sus propias carnes se amoldan a él por completo, quedando aquél envuelto en placer. Pega a los labios sus labios como sellos, besa con arte y adereza su beso con una dulzura superior. Pues no solamente suele besar con los labios, sino que hace intervenir sus dientes y pace en torno a la boca de su amante y convierte los besos en mordiscos. También su seno, con sólo tocarlo, reporta un especial deleite. Y en la culminación amorosa el placer la exalta, besa con la boca abierta y enloquece. Las lenguas mientras tanto se buscan una a otra para unirse y, en lo posible, también ellas se afanan en besarse. Y es que, al besarse con la boca abierta, el placer se acrecienta. La mujer, al llegar al extremo amoroso, jadea abrasada por el placer, y su jadeo con el amoroso hálito salta hasta los labios, se encuentra con el beso, que en su camino errante trata de descender a lo profundo, y el beso, invirtiendo su ruta con el aliento jadeante, lo sigue confundido ya con él y va a herir el corazón. Éste, con la turbación que el beso le produce, se pone a tembIar, y, si no estuviese atado a las entrañas, iría en pos de los besos y se arrastraría hasta lo alto tras ellos. Por el contrario, los besos de los mocitos carecen de arte, sus abrazos no tienen ciencia alguna, su Afrodita es perezosa y en absoluto se halla placer con ellos».

Y replicó Menelao:

—La verdad es que en lo tocante a Afrodita no me das la impresión de ser un principiante, sino un veterano: ¡con tantas sutilezas femeninas nos has inundado! Pero ahora te toca escuchar lo que atañe a los muchachos. En una mujer todo es fingido, lo mismo las palabras que los gestos. Y, si parece hermosa, no hay en ella otra cosa que el ingenio diligente de los ungüentos: su belleza es la de sus perfumes o la del tinte de su pelo o hasta la de sus potingues. Pero, si la desnudas de esas muchas trampas, es como el grajo desplumado de la fábula. En cambio, la belleza de los muchachos no se riega con fragancias de perfumes ni con olores engañosos ni ajenos, y el sudor de los mocitos tiene mejor aroma que todos los ungüentos perfumados de las mujeres. Se puede, incluso en el momento que precede a la unión amorosa y en el propio gimnasio, encontrarse con uno y abrazarlo a la vista de todos, sin que tales abrazos tengan por qué dar vergüenza. Y no ablanda el contacto erótico con la morbidez de sus carnes, sino que los cuerpos se ofrecen mutua resistencia y pugnan por el placer. Sus besos no poseen la ciencia de las hembras ni menos embrujan con las trampas lascivas de sus labios. Un chico besa según sabe, y sus besos no nacen del artificio, sino de la propia naturaleza. A lo que más se parece el beso de un mocito es a esto: sólo obtendrías besos semejantes si el néctar se hiciese sólido y tomara la forma de unos labios. No podrías saciarte de besarlo: cuanto más te llenas, aún sigues con sed de sus besos, y no sabrías apartar tu boca hasta que el deleite mismo no te hace escapar de ellos.


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viernes, 5 de enero de 2018

"Tu boca lleva una abeja", de AQUILES TACIO (Antigua Grecia, siglo II d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "Leucipa y Clitofonte", de fecha siglo II d.n.e.  



Liber I, 7-10.

La víspera hacia el mediodía la muchacha había estado tocando la lira y Clío estaba sentada junto a ella y yo paseaba de un lado para otro. De pronto una abeja, que llegó volando quién sabe de dónde, picó a Clío en una mano. Ella dio un grito, y la otra joven, alzándose de un salto y dejando su lira, examinó la herida y al tiempo la confortó diciéndole que no se afligiese, pues le cortaría el dolor pronunciando dos ensalmos que una egipcia le enseñara contra picaduras de avispas y de abejas. Y a la vez los recitó y Clío dijo poco después que ya se encontraba mejor.

Ahora bien, en esta otra ocasión coincidió que una abeja o una avispa volaba zumbando alrededor de mi cara, y yo entonces tengo un acuerdo y me echo mano al rostro simulando que me había picado y me dolía.La joven acercándose me retiró la mano y me preguntó dónde tenía la picadura. Y yo respondo:

—En el labio. Pero ¿por qué no pronuncias tus ensalmos, querida?

Y se arrimó y me aplicó su boca, como si estuviese pronunciándolos, y susurró algo mientras me rozaba la punta de los labios. Y yo la besé en silencio, sustrayendo el chasquido de los labios, en tanto que ella, con el abrir y cerrar los suyos con el susurro del ensalmo, convertía el conjuro en besos.

Entonces ya la abracé y besé sin disimulo. Y ella se apartó diciendo:

—¿Qué es lo que haces? ¿También tú pronuncias un ensalmo?

Beso a la hechicera —contesté—, porque has puesto remedio a mis dolores.

Y como entendiera mis palabras y sonriese, me animé y seguí diciendo:

—¡Ay de mí, querida, que de nuevo estoy herido y más dolorosamente! Pues la herida me ha alcanzado el corazón y precisa tus ensalmos. Verdad es que también en tu boca llevas una abeja, pues estás llena de miel e hieren tus labios. ¡Ea!, te lo ruego, recita tu ensalmo otra vez, pero no de prisa y corriendo, enconando la llaga nuevamente.

Y mientras lo decía, al mismo tiempo la abrazaba con más fuerza y la besaba aún más francamente. Y ella se dejaba hacer, simulando, sin embargo, resistirse.

En esto, viendo desde lejos que la sirvienta se acercaba, nos separamos, yo contra mi voluntad y afligido, ella no sé en qué estado. Me hallaba empero más animado y lleno de esperanzas. Sentía la presión del beso como si fuese algo corpóreo y lo guardaba celosamente, vigilándolo como un tesoro de placer por ser una dulce avanzadilla. Pues incluso nace del más hermoso órgano del cuerpo: ya que la boca es el órgano de la voz y la voz reflejo del alma. Al producirse el contacto de las bocas y hacer descender la placentera sensación, izan las almas hasta el beso. Y sé que, de un modo igual, no había gozado antes mi corazón. Fue en ese momento por primera vez cuando aprendí que nada hay que compita en deleite con un beso de amor.

A la hora de la cena, otra vez nos encontramos, igualmente, en la sobremesas. Sátiro nos escanciaba el vino y puso en práctica un cierto ardid amoroso: nos cambia las copas, sirviendo la mía a la joven y la suya a mí, y tras echar vino en una y otra copa y hacer la mezcla nos las ofrece. Yo, que me había fijado en la parte de la copa en que la muchacha al beber había puesto los labios, bebí aplicando en ese punto los míos, dándole así un beso a distancia, y besé la copa al mismo tiempo. Y ella, al verlo, comprendió que yo besaba la huella de sus labios. Pero Sátiro, cuando se llevó las copas juntas, de nuevo nos las cambió, y vi ya entonces que también la joven me imitaba y bebía del mismo modo, con lo que mi dicha fue aún mayor. Y esto sucedió por tercera y cuarta vez, y el resto de la jornada seguimos así con los mutuos brindis de nuestros besos.

Después de la cena Sátiro se acercó a hablarme: «Ahora es el momento de portarte como un hombre. Pues la madre de la muchacha, como sabes, está delicada y se retira a descansar sola. Y la joven dará un paseo, como suele, antes de irse a dormir, con la compañía sólo de Clío. Pero a ésta precisamente me la llevaré yo aparte conversando».

Y tras estas palabras nos pusimos al acecho, según lo establecido, él de Clío y yo de la muchacha. Y así Clío fue apartada de allí y la joven se quedó sola en su paseo. Aguardando, pues, el momento en que se extinguía la mayor parte de la luz, me aproximo a ella con la mayor osadía que había sacado de mi primer asalto, como un soldado que tiene ya en su haber una victoria y se ha vuelto desdeñoso con la guerra. Muchas eran las armas que entonces fortalecían mi confianza: vino, amor, esperanza y soledad. Y sin decir palabra, como si hubiese un mutuo acuerdo, la tomé sin más entre mis brazos y me puse a besarla. Pero, cuando incluso iba a acometer algo más sustancioso, detrás de nosotros se produce un ruido y, turbados, nos separamos de un salto. Ella se retira a su alcoba y yo en dirección opuesta, lleno de aflicción por haber estropeado una empresa tan lucida y echando pestes contra el ruido. Y en esto viene Sátiro a mi encuentro con la cara resplandeciente, pues a mi parecer había visto cuanto hicimos, vigilando al pie de un árbol no fuera que alguien nos sorprendiese, y fue él quien hizo el ruido al ver que alguno se acercaba.


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