La víspera hacia el mediodía la muchacha había estado tocando la lira y Clío estaba sentada junto a ella y yo paseaba de un lado para otro. De pronto una abeja, que llegó volando quién sabe de dónde, picó a Clío en una mano. Ella dio un grito, y la otra joven, alzándose de un salto y dejando su lira, examinó la herida y al tiempo la confortó diciéndole que no se afligiese, pues le cortaría el dolor pronunciando dos ensalmos que una egipcia le enseñara contra picaduras de avispas y de abejas. Y a la vez los recitó y Clío dijo poco después que ya se encontraba mejor.
Ahora bien, en esta otra ocasión coincidió que una abeja o una avispa volaba zumbando alrededor de mi cara, y yo entonces tengo un acuerdo y me echo mano al rostro simulando que me había picado y me dolía.La joven acercándose me retiró la mano y me preguntó dónde tenía la picadura. Y yo respondo:
—En el labio. Pero ¿por qué no pronuncias tus ensalmos, querida?
Y se arrimó y me aplicó su boca, como si estuviese pronunciándolos, y susurró algo mientras me rozaba la punta de los labios. Y yo la besé en silencio, sustrayendo el chasquido de los labios, en tanto que ella, con el abrir y cerrar los suyos con el susurro del ensalmo, convertía el conjuro en besos.
Entonces ya la abracé y besé sin disimulo. Y ella se apartó diciendo:
—¿Qué es lo que haces? ¿También tú pronuncias un ensalmo?
—Beso a la hechicera —contesté—, porque has puesto remedio a mis dolores.
Y como entendiera mis palabras y sonriese, me animé y seguí diciendo:
—¡Ay de mí, querida, que de nuevo estoy herido y más dolorosamente! Pues la herida me ha alcanzado el corazón y precisa tus ensalmos. Verdad es que también en tu boca llevas una abeja, pues estás llena de miel e hieren tus labios. ¡Ea!, te lo ruego, recita tu ensalmo otra vez, pero no de prisa y corriendo, enconando la llaga nuevamente.
Y mientras lo decía, al mismo tiempo la abrazaba con más fuerza y la besaba aún más francamente. Y ella se dejaba hacer, simulando, sin embargo, resistirse.
En esto, viendo desde lejos que la sirvienta se acercaba, nos separamos, yo contra mi voluntad y afligido, ella no sé en qué estado. Me hallaba empero más animado y lleno de esperanzas. Sentía la presión del beso como si fuese algo corpóreo y lo guardaba celosamente, vigilándolo como un tesoro de placer por ser una dulce avanzadilla. Pues incluso nace del más hermoso órgano del cuerpo: ya que la boca es el órgano de la voz y la voz reflejo del alma. Al producirse el contacto de las bocas y hacer descender la placentera sensación, izan las almas hasta el beso. Y sé que, de un modo igual, no había gozado antes mi corazón. Fue en ese momento por primera vez cuando aprendí que nada hay que compita en deleite con un beso de amor.
A la hora de la cena, otra vez nos encontramos, igualmente, en la sobremesas. Sátiro nos escanciaba el vino y puso en práctica un cierto ardid amoroso: nos cambia las copas, sirviendo la mía a la joven y la suya a mí, y tras echar vino en una y otra copa y hacer la mezcla nos las ofrece. Yo, que me había fijado en la parte de la copa en que la muchacha al beber había puesto los labios, bebí aplicando en ese punto los míos, dándole así un beso a distancia, y besé la copa al mismo tiempo. Y ella, al verlo, comprendió que yo besaba la huella de sus labios. Pero Sátiro, cuando se llevó las copas juntas, de nuevo nos las cambió, y vi ya entonces que también la joven me imitaba y bebía del mismo modo, con lo que mi dicha fue aún mayor. Y esto sucedió por tercera y cuarta vez, y el resto de la jornada seguimos así con los mutuos brindis de nuestros besos.
Después de la cena Sátiro se acercó a hablarme: «Ahora es el momento de portarte como un hombre. Pues la madre de la muchacha, como sabes, está delicada y se retira a descansar sola. Y la joven dará un paseo, como suele, antes de irse a dormir, con la compañía sólo de Clío. Pero a ésta precisamente me la llevaré yo aparte conversando».
Y tras estas palabras nos pusimos al acecho, según lo establecido, él de Clío y yo de la muchacha. Y así Clío fue apartada de allí y la joven se quedó sola en su paseo. Aguardando, pues, el momento en que se extinguía la mayor parte de la luz, me aproximo a ella con la mayor osadía que había sacado de mi primer asalto, como un soldado que tiene ya en su haber una victoria y se ha vuelto desdeñoso con la guerra. Muchas eran las armas que entonces fortalecían mi confianza: vino, amor, esperanza y soledad. Y sin decir palabra, como si hubiese un mutuo acuerdo, la tomé sin más entre mis brazos y me puse a besarla. Pero, cuando incluso iba a acometer algo más sustancioso, detrás de nosotros se produce un ruido y, turbados, nos separamos de un salto. Ella se retira a su alcoba y yo en dirección opuesta, lleno de aflicción por haber estropeado una empresa tan lucida y echando pestes contra el ruido. Y en esto viene Sátiro a mi encuentro con la cara resplandeciente, pues a mi parecer había visto cuanto hicimos, vigilando al pie de un árbol no fuera que alguien nos sorprendiese, y fue él quien hizo el ruido al ver que alguno se acercaba.
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