«El frío de antaño había regresado a Teruel. Se había acabado la sequía y de nuevo las lluvias acumulaban buenas aguas para los campos, y los aljibes estaban llenos. Desde la muerte de Diego la noche anterior, caía una lluvia persistente como un llanto, ese llanto que ya no le bastaba a Isabel.
Isabel me entregó un pliego doblado y cerrado con su sello.
—Guárdala junto a los otros pliegos que son mí fortuna, porque en ellos está Diego y todo lo que mi corazón y el suyo han compartido.
Descubrió, bajo el paño que traía, una arqueta labrada en madera de olivo con adornos de hueso y pequeñas piezas es marcadas, y me la puso sobre las rodillas. Siendo una niña todavía, Isabel había jugado a nombrarme heredera de sus papeles escritos.
—Te entregó el testimonio de que una vez viví. Yo ya no existo. Porque Diego está muerto y ya no deseo vivir.
Tome su memoria, cumpliendo con la misión maldita que mi destino me otorgaba, la custodia de su herencia para el mundo, el amor como único motivo para la vida.
—¿Cómo puedo negarme, Isabel? —murmuré, con mi pecho agotado de sufrimiento por ella—. Quisiera negarme…
—También tú haces lo que debes. Y sólo tú ves mi verdad. Eso sé. Tampoco yo puedo negarme a este destino mío que sólo es añoranza de Diego.
Isabel iba vestida con ropas negras y cubierta con un velo del color del humo, como ya la había visto detrás de mis ojos malditos.
—Quiero ver a Diego por última vez. Voy a darle ese beso que le negué, porque sé que en ese beso está mi alma y está todo lo que me queda de vida.
Seguí los pasos de Isabel hasta San Pedro. Cientos de personas rezaban en honor de Diego Marcilla acompañando el dolor de su familia. Ya no quedaba nadie en el altar que tuviera que darle su último adiós. Se había oficiado la misa y en poco rato su cadáver sería sepultado en la capilla de la familia Marcilla mandada hacer por el abuelo de Diego. La iglesia bullía de silencio respetuoso, abarrotada de gentes que esperaban a los monjes para verlos trasladar el cuerpo. Entonces el portón de San Pedro se abrió y por un instante la luz cegadora del mediodía invadió el sendero de losas que Isabel debía atravesar. La penumbra se hizo de nuevo en la iglesia, sólo iluminada por los velones alrededor del cadáver. La figura negra de Isabel avanzaba portando un cirio entre sus manos, ante los ojos de toda la muchedumbre congregada. Recorrió despacio la distancia de losas pulidas de alabastro hasta el pequeño templete donde el cadáver de Diego resplandecía; nunca da distancia entre ellos había sido tan límpida y libre. Nunca había sido tan fácil recorrer el camino hasta él, nunca su corazón había estado tan confortado en esa distancia porque podía vencerla, por una vez, podía vencer la distancia; cada paso era una victoria sobre su destino de separación. Isabel veía cómo a cada paso desaparecía lo que le separaba y llegaría hasta él. Ya estaba llegando.
Las manos de Isabel soltaron el cirio cuando alcanzó el primer escalón y ella se detuvo un instante. Ya casi lo había alcanzado. La llama se apagó casi al instante al contacto con el crudo frío del suelo.
Muchas de las personas sentían que sus lágrimas se derramaban sin poderlas contener, percibiendo la hondura de algo que no podía explicarse con los idiomas de este mundo, viendo cómo esa mujer velada subía al segundo escalón, avanzando hasta alcanzar el tercero. El arcipreste y los clérigos, hasta ese momento atónitos, tuvieron un amago de reacción, pero Martín de Marcilla alzó su brazo conteniéndolos y volvieron a su lugar, sobrecogidos, asistiendo a lo que nadie podía haber imaginado.
Isabel culminó los dos pasos que quedaban hasta detenerse junto al cadáver de Diego y lo miró un momento desde detrás del velo. Entonces estiró los dedos y empezó a recogerlo para retirarlo, echándolo a sus pies.
—Ya nada se interpone entre nosotros, amor mío —murmuró, mirando con amor infinito el rostro de Diego muerto—. Ya no hay distancia, ni privación, ni traba, ni velo que nos separe…
Se acercó al cadáver y acarició sus ojos cerrados, sus pómulos, su cuello, sonriendo con ternura. Se inclinó sobre el cuerpo de Diego abrazándolo con el suyo y acercó sus labios a los labios de Diego muerto.
—Nuestro beso para siempre, amor mío —susurró Isabel, abriéndolos para un beso.
Isabel beso la boca de Diego con ese beso añorado tanto tiempo, el beso que les devolvía su vida unidos por siempre, el beso donde Isabel exhaló el último aliento de esa vida que no quería sin él. Ya estaban juntos para siempre.
Ahora ya sí, el arcipreste y sus monjes se acercaron a toda prisa, escandalizados. Esa mujer había cometido un sacrilegio, había besado a un muerto, no había separado su boca todavía. Todos habían reconocido a Isabel de Segura quitándose el velo para poder besar a su amante y ahora los murmullos iban alzándose a cada segundo, agitados, aterrorizados en realidad.
Martín de Marcilla había alcanzado ya los escalones del túmulo funerario y se acercó al cuerpo de Isabel, derrumbado sobre Diego.
Isabel de Segura estaba muerta»
Isabel me entregó un pliego doblado y cerrado con su sello.
—Guárdala junto a los otros pliegos que son mí fortuna, porque en ellos está Diego y todo lo que mi corazón y el suyo han compartido.
Descubrió, bajo el paño que traía, una arqueta labrada en madera de olivo con adornos de hueso y pequeñas piezas es marcadas, y me la puso sobre las rodillas. Siendo una niña todavía, Isabel había jugado a nombrarme heredera de sus papeles escritos.
—Te entregó el testimonio de que una vez viví. Yo ya no existo. Porque Diego está muerto y ya no deseo vivir.
Tome su memoria, cumpliendo con la misión maldita que mi destino me otorgaba, la custodia de su herencia para el mundo, el amor como único motivo para la vida.
—¿Cómo puedo negarme, Isabel? —murmuré, con mi pecho agotado de sufrimiento por ella—. Quisiera negarme…
—También tú haces lo que debes. Y sólo tú ves mi verdad. Eso sé. Tampoco yo puedo negarme a este destino mío que sólo es añoranza de Diego.
Isabel iba vestida con ropas negras y cubierta con un velo del color del humo, como ya la había visto detrás de mis ojos malditos.
—Quiero ver a Diego por última vez. Voy a darle ese beso que le negué, porque sé que en ese beso está mi alma y está todo lo que me queda de vida.
Seguí los pasos de Isabel hasta San Pedro. Cientos de personas rezaban en honor de Diego Marcilla acompañando el dolor de su familia. Ya no quedaba nadie en el altar que tuviera que darle su último adiós. Se había oficiado la misa y en poco rato su cadáver sería sepultado en la capilla de la familia Marcilla mandada hacer por el abuelo de Diego. La iglesia bullía de silencio respetuoso, abarrotada de gentes que esperaban a los monjes para verlos trasladar el cuerpo. Entonces el portón de San Pedro se abrió y por un instante la luz cegadora del mediodía invadió el sendero de losas que Isabel debía atravesar. La penumbra se hizo de nuevo en la iglesia, sólo iluminada por los velones alrededor del cadáver. La figura negra de Isabel avanzaba portando un cirio entre sus manos, ante los ojos de toda la muchedumbre congregada. Recorrió despacio la distancia de losas pulidas de alabastro hasta el pequeño templete donde el cadáver de Diego resplandecía; nunca da distancia entre ellos había sido tan límpida y libre. Nunca había sido tan fácil recorrer el camino hasta él, nunca su corazón había estado tan confortado en esa distancia porque podía vencerla, por una vez, podía vencer la distancia; cada paso era una victoria sobre su destino de separación. Isabel veía cómo a cada paso desaparecía lo que le separaba y llegaría hasta él. Ya estaba llegando.
Las manos de Isabel soltaron el cirio cuando alcanzó el primer escalón y ella se detuvo un instante. Ya casi lo había alcanzado. La llama se apagó casi al instante al contacto con el crudo frío del suelo.
Muchas de las personas sentían que sus lágrimas se derramaban sin poderlas contener, percibiendo la hondura de algo que no podía explicarse con los idiomas de este mundo, viendo cómo esa mujer velada subía al segundo escalón, avanzando hasta alcanzar el tercero. El arcipreste y los clérigos, hasta ese momento atónitos, tuvieron un amago de reacción, pero Martín de Marcilla alzó su brazo conteniéndolos y volvieron a su lugar, sobrecogidos, asistiendo a lo que nadie podía haber imaginado.
Isabel culminó los dos pasos que quedaban hasta detenerse junto al cadáver de Diego y lo miró un momento desde detrás del velo. Entonces estiró los dedos y empezó a recogerlo para retirarlo, echándolo a sus pies.
—Ya nada se interpone entre nosotros, amor mío —murmuró, mirando con amor infinito el rostro de Diego muerto—. Ya no hay distancia, ni privación, ni traba, ni velo que nos separe…
Se acercó al cadáver y acarició sus ojos cerrados, sus pómulos, su cuello, sonriendo con ternura. Se inclinó sobre el cuerpo de Diego abrazándolo con el suyo y acercó sus labios a los labios de Diego muerto.
—Nuestro beso para siempre, amor mío —susurró Isabel, abriéndolos para un beso.
Isabel beso la boca de Diego con ese beso añorado tanto tiempo, el beso que les devolvía su vida unidos por siempre, el beso donde Isabel exhaló el último aliento de esa vida que no quería sin él. Ya estaban juntos para siempre.
Ahora ya sí, el arcipreste y sus monjes se acercaron a toda prisa, escandalizados. Esa mujer había cometido un sacrilegio, había besado a un muerto, no había separado su boca todavía. Todos habían reconocido a Isabel de Segura quitándose el velo para poder besar a su amante y ahora los murmullos iban alzándose a cada segundo, agitados, aterrorizados en realidad.
Martín de Marcilla había alcanzado ya los escalones del túmulo funerario y se acercó al cuerpo de Isabel, derrumbado sobre Diego.
Isabel de Segura estaba muerta»
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