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lunes, 12 de diciembre de 2022

"La cosa", cuento de ALBERTO MORAVIA (ITALIA, 1907-1990, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al cuento «La cosa» del libro "La cosa y otros cuentos", de fecha 1983  d.n.e.





(...) A decir verdad, esta pasión hoy tan exclusiva y tan consciente tuvo un comienzo confuso. En realidad, yo había empezado por dirigir mis atenciones a Diana. Como quizá recuerdes, de vez en cuando, si había exámenes por la mañana temprano, también las alumnas medio pupilas tenían por costumbre quedarse a dormir en el colegio. Diana, que habitualmente pasaba la noche en su casa, una de aquellas veces se quedó a dormir en el colegio, y el caso fue que le tocó un lecho junto al mío. No vacilé mucho, por más que fuese, te lo juro, la primera vez; mis sentidos lo exigían y obedecí. De modo que tras una larga, ansiosa espera, me levanté de mi cama, de un salto llegué a la de Diana, alcé las cobijas, me insinué debajo y me estreché inmediatamente a ella con un abrazo lento e irresistible, igual a una serpiente que sin apuro enrosca su espiral a las ramas de un hermoso árbol. Diana ciertamente se despertó, pero un poco por su carácter perezoso y pasivo y un poco, tal vez, por curiosidad, fingió que seguía durmiendo y me dejó hacer. Te digo la verdad: no bien advertí que Diana parecía de acuerdo, experimenté el mismo impulso voraz de una hambrienta frente a la comida; hubiera querido devorarla con los besos y las caricias. Pero inmediatamente después me impuse una especie de orden y empecé a arrastrarme sobre su cuerpo supino e inerte, de arriba abajo; de la boca, que rocé con mis labios (mi deseo, ¿para qué negarlo?, se dirigía a la «otra» boca), al pecho, que descubrí y besé con detenimiento; del pecho al vientre, sobre el cual mi lengua, babosa enamorada, dejó un lento rastro húmedo; del vientre, más abajo, hasta el sexo, fin último y supremo de este paseo mío, el sexo, que puse a mi merced aferrándole las rodillas y abriéndole las piernas. Diana siguió fingiendo que dormía y yo me arrojé con avidez sobre mi alimento de amor y no lo dejé sino cuando los muslos se apretaron convulsos contra mis mejillas como las mordazas de un cepo de fresca, musculosa carne juvenil.

Mi atrevimiento, sin embargo, encontró un límite en la inexperiencia. Hoy, después de suscitar el orgasmo en una amante mía, reharía el camino inverso, del sexo al vientre, del vientre al seno, del seno a la boca y me abandonaría, después de tanto furor, a la dulzura de un tierno abrazo. Pero todavía era inexperta, todavía no sabía amar, y además temía la sorpresa de una hermana recelosa o una alumna insomne. De modo que salí de bajo las cobijas de Diana por la parte de los pies y, siempre en la oscuridad, volví a mi cama. Jadeaba, tenía la boca llena de un dulce humor sexual, era feliz. Pero al día siguiente me esperaba una sorpresa que, en el fondo, habría podido prever después del obstinado, fingido sueño de la primera amante de mi vida: al verme, Diana se comportó como si nada hubiera ocurrido entre nosotras; fría y serena como de costumbre, mantuvo todo el día una actitud no hostil ni turbada, sino completa y perfectamente indiferente. Llega la noche; nos acostamos de nuevo una junto a la otra; a hora avanzada dejo mi cama y trato de meterme en la de Diana. Pero la robusta y deportiva muchachona está despierta. Al insinuarme yo bajo las cobijas, un violento empujón me expulsa, me hace caer al suelo. En aquel momento tuve como una especie de iluminación. También tu cama estaba junto a la de Diana, pero del otro lado. Me dije de golpe que no podías no haber oído, la noche anterior, el alboroto de mi ruidoso amor y, en consecuencia, «me esperabas». Así fue como, con la certeza de quien se dirige a una cita concertada, me deslicé hasta tu cabecera. Como lo había previsto, no me rechazaste. Así empezó nuestro amor.

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domingo, 5 de diciembre de 2021

"El primer beso", de CLARICE LISPECTOR (CHAYA PINJASOVNA LISPECTOR) (BRASIL, 1920-1977, d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro "Felicidad clandestina", de fecha 1971  d.n.e.



Más que conversar, aquellos dos susurraban. Hacía poco que su romance había empezado y andaban como tontos. Era el amor y con el amor vinieron también los celos.

-Está bien, te creo que soy tu primera novia. Pero dime la verdad, ¿nunca antes habías besado a una mujer?

-Sí, ya he besado a una mujer.

-¿A quién? -preguntó ella.

Toscamente intentó contárselo, pero no sabía cómo.

Fue durante una excursión. El autobús subía lentamente por la sierra y él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.

De pronto le había dado sed.

¡Caray! Cómo se secaba la garganta en esos paseos. Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, había dado paso a un sol del mediodía árido y caliente que al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos, tal vez horas, mientras que la sed que tenía era de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.

El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos estaba la fuente de donde brotaba un hilillo de agua soñada. El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.

Cerró los ojos, entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por su pecho hasta el estómago.

Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde salía el agua.

Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.

Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.

Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado. Pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida. Miró la estatua desnuda.

La había besado.

Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, muy adentro, se apoderó de todo se cuerpo y convirtió su rostro en una brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.

Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca.

Se había…

Se había hecho hombre.




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jueves, 10 de diciembre de 2020

"Hemos sido felices durante muchos días", de NAPOLEÓN BONAPARTE (FRANCIA, 1769-1821 d.n.e.)


Carta de Napoleón Bonaparte a Josefina de Beauharnais.


Marie-Josèphe-Rose Tascher de la Pagerie (1763-1814),
casada con Napoleón Bonaparte en 1796, fue desde 1804 emperatriz de Francia.
 


Marmirolo, 29 mesidor, nueve de la noche (17 de julio de 1796) 

 He recibido tu carta, mi adorable amiga, que ha llenado mi corazón de júbilo.Agradezco tus esfuerzos por enviarme noticias tuyas. Tu estado de salud debe haber mejorado. Tengo la certeza de que ya estás curada. Te aconsejo encarecidamente que montes a caballo, convencido de que te sentará muy bien.

Desde que te dejé, he estado constantemente triste, mi felicidad reside en estar cerca de ti; mi memoria evoca a cada instante tus besos, tus lágrimas, tus cariñosos celos, y los encantos de la incomparable Josefina reavivan sin cesar una llama viva y ardiente en mi corazón y mis sentidos. ¿Cuándo podré, liberado de toda inquietud, de toda contienda pendiente, pasar todo mi tiempo en tu compañía, y no pensar en otra cosa sino en amarte y disfrutar de la dicha de decírtelo y demostrártelo? Haré que te envíen tu caballo; aunque confío que puedas reunirte conmigo muy pronto.

Hace algunos días creía amarte, pero después de haberte visto, siento que te amo mil veces más. Desde que te conozco, te adoro cada día un poco más: lo que demuestra cuán falsa es la máxima de La Bruyère sobre que «el amor llega de golpe». Todo en la naturaleza sigue su curso y adquiere diferentes grados de crecimiento. ¡Ah! Te lo suplico, permíteme descubrir algunos de tus defectos; sé menos bella, menos graciosa, menos tierna y, lo que es más importante aún, menos buena; pero, sobre todo, no tengas nunca celos, no llores jamás, tus lágrimas me nublan la razón, inflaman mi sangre.

Créeme cuando digo que escapa de mi control tener un pensamiento que no vaya dirigido a ti, una idea que no te pertenezca.

Descansa bien, restablece pronto tu salud. Ven a reunirte conmigo, y así al menos antes de morir podremos decir: «Hemos sido felices durante muchos días».

Millones de besos para ti y también para Fortuné, a pesar de su maldad.

BONAPARTE



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