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lunes, 8 de enero de 2018

"Absoluto amor", de EFRAÍN HUERTA ROMA (MÉJICO, 1914-1982 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Absoluto amor", de fecha 1935  d.n.e.



Yvonne Jeanette Karlsen

Como una limpia mañana de besos morenos
cuando las plumas de la aurora comenzaron
a marcar iniciales en el cielo. Como recta
caída y amanecer perfecto.

Amada inmensa
como una violeta de cobalto puro
y la palabra clara del deseo.

Gota de anís en el crepúsculo
te amo con aquella esperanza del suicida poeta
que se meció en el mar
con la más grande de las perezas románticas.

Te miro así
como mirarían las violetas una mañana
ahogada en un rocío de recuerdos.

Es la primera vez que un absoluto amor de oro
hace rumbo en mis venas.

Así lo creo te amo
y un orgullo de plata me corre por el cuerpo.


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martes, 14 de noviembre de 2017

"Este es un amor", de EFRAÍN HUERTA ROMA (MÉJICO, 1914-1982 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Estrella en alto", de fecha 1956  d.n.e.



Adrien Henri Tanoux


Éste es un amor que tuvo su origen
y en un principio no era sino un poco de miedo
y una ternura que no quería nacer y hacerse fruto.

Un amor bien nacido de ese mar de sus ojos,
un amor que tiene a su voz como ángel y bandera,
un amor que huele a aire y a nardos y a cuerpo húmedo,
un amor que no tiene remedio, ni salvación,
ni vida, ni muerte, ni siquiera una pequeña agonía.

Éste es un amor rodeado de jardines y de luces
y de la nieve de una montaña de febrero
y del ansia que uno respira bajo el crepúsculo de San Ángel
y de todo lo que no se sabe, porque nunca se sabe
por qué llega el amor y luego las manos
—esas terribles manos delgadas como el pensamiento—
se entrelazan y un suave sudor de —otra vez— miedo,
brilla como las perlas abandonadas
y sigue brillando aún cuando el beso, los besos,
los miles y millones de besos se parecen al fuego
y se parecen a la derrota y al triunfo
y a todo lo que parece poesía —y es poesía.

Ésta es la historia de un amor con oscuros y tiernos orígenes:
vino como unas alas de paloma y la paloma no tenía ojos
y nosotros nos veíamos a lo largo de los ríos
y a lo ancho de los países
y las distancias eran como inmensos océanos
y tan breves como una sonrisa sin luz
y sin embargo ella me tendía la mano y yo tocaba su piel llena de gracia
y me sumergía en sus ojos en llamas
y me moría a su lado y respiraba como un árbol despedazado
y entonces me olvidaba de mi nombre
y del maldito nombre de las cosas y de las flores
y quería gritar y gritarle al lado que la amaba
y que yo ya no tenía corazón para amarla
sino tan sólo una inquietud del tamaño del cielo
y tan pequeña como la tierra que cabe en la palma de la mano.
Y yo veía que todo estaba en sus ojos —otra vez ese mar—,
ese mal, esa peligrosa bondad,
ese crimen, ese profundo espíritu que todo lo sabe
y que ya ha adivinado que estoy con el amor hasta los hombros,
hasta el alma y hasta los mustios labios.
Ya lo saben sus ojos y ya lo sabe el espléndido metal de sus muslos,
ya lo saben las fotografías y las calles
y ya lo saben las palabras —y las palabras y las calles y las fotografías
ya saben que lo saben y que ella y yo lo sabemos
y que hemos de morirnos toda la vida para no rompernos el alma
y no llorar de amor.


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jueves, 12 de noviembre de 2015

"Apólogo y meridiano del amante", de EFRAÍN HUERTA ROMA (Méjico, 1914-1982 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Los eróticos y otros poemas". de fecha 1974 d.n.e.



Cenital guerrero de la carnalidad
retorno al monumento-flor de una saturada piel.
Estuve ausente todo un verano tembloroso,
en medio de la contienda florida
de los hirvientes amantes.

Atisbo el orquestal tejido de su escultura,
anudo la mirada en el cristal de su vientre.
Creo iluminar la tormenta,
perfumar él bosque;
imagino a mi difamada juventud
en actitud de templo desguarnecido.

Humillado acaso, mas no desintegrado,
adivino en la espesura de sus venas
la última suerte —echada ya—
del desamor innoble,
del fantasma y sus puñales,
de tu terrible existencia que no muere lo suficiente.

Hoy resido en tu muslo derecho,
aquí y allá, para necesitarme, para,
invisible, ascender hasta tus ciudades
y tus pueblos; necesito aterrarme
con mi propia ruina, voltear
de revés mis remordimientos, porque,
ay amada, he perdido la llave
del inocente territorio de las catástrofes.

Palidezco y emerjo de un sueño
con la diafanidad del galope lunar
y el borrado zurear de la paloma.
Cielo y tierra, bastiones neblinosos
y oportunos para grabar de una buena vez
—nunca es tarde para los transidos,
los desnudos, los boquiabiertos,
los insurrectos, los límpidos, los ebrios—
este infinito y giratorio epitafio.

Cabeceas inclemente y esmeraldina
como los bateles en el dormido lomo del río.

Te amo y te adoro en esa armonía
de hosca noche, de sórdido naufragio.

Un día cualquiera pude ser la fe,
la semilla, una calle virginal,
una carretera de capullos.
Aquel día que no sangró
me extravié en un gran patio invernal
donde los nísperos parecieron
los ojos amarillos de Donatello.

Entonces mi breve furia se acogió
al doliente arrebol de tus rodillas
hincadas a la mitad del alma
—y el alma se mostró caballunamente cadavérica.

Silencioso, pero todavía no vencido,
avanzo como la hormiga real
fascinado por la ciencia de tu naturaleza de gata.
Hoy era miércoles, era una repentina penumbra.
Luego vacilé como ante una muralla transparente,
porque los balcones de tu pecho ardían
y mi espada sin filo sólo era un cielo roto.

A mi vez ardí cuatro semanas sin monedas para el alquiler
ni para el vino; me saqué los ojos cinco momentos
para no ver al médico ni a la depresiva enfermera.
¿Cómo es que a tu lado no huele a hospital?
¿Por qué me dejas con el goce a secas?
¿Cuándo con un demonio podré sitiar ese horizonte desalmado?
Aspiro tus manzanas, tus duraznos,
tu dominadora rosa de cobre. No aspiro más ni aspiro a más.
Así la flecha que no partió jamás del seno de su dueña.

En aquellos litorales, el guerrero sin laureles
se protegió en la aridez de tus ámbitos.
Estrella en mano, como una raíz
interrogante y poderosa
se aferró a la caracola, al desconsolado
secreto de lo tuyo más umbrío:
Un cántico de tristeza, gozosamente lamentoso,
secó mis antiquísimos labios;
vertí en el vaso de tu Belleza
los disecados diamantes del olvido
y un belicoso bufón se desplomó dueño del cansancio.

Ahora me pregunto ¿Cuánto por el rescate?
¿Cuántas llamas necesito para turbarme,
cuántos billetes para preservarme de los terribles címbalos
y para no abandonar jamás de los jamases
tu esbelta superficie de mariposas
y el glacial aroma de mi Muerte?

Tramonto colinas, traspaso eléctricas fronteras,
alzo los brazos, clamo y vocifero de manera desdeñosa
cuando lamo leve sangre en tu hombro
—y mis dientes estallan alucinados
porque ya han aprendido la lección de la sábana y sus colmillos.

El guerrero es ahora una hormiga colérica.
El guerrero es voraz, débil y solemne.
Tú tienes dos alas, dos ojos, dos palomas,
dos brazos, dos piernas, una boca
fosforescente,
una meridiana entrepierna.

Recuerdo que compré a plazos ciertas hechicerías;
que mi choza era blanda porque la tapizaban frescos ramos de juncia;
que halagué y santifiqué el bosque cercano,
porque no puedo vivir sin el reino del follaje,
las maderas metálicas y el llagado perfil de la orquídea.

Di salvación a tu cuerpo
con el atavío de las danzas vespertinas;
al empezar el agua nocturna
te dominé de mil maneras.
Tus caderas rechinaron como la última carroza del cortejo.

Tu cuerpo, tu almendrado sexo
despedía los secretos de la resina.
Acrecí mi amor hasta parecer un gigante
aburrido en los herbazales.

Amanecí enanizado hasta la misericordia.

Ácida es la lengua del hombre,
agria la voz del ángel que huele a humo,
eterizada la palabra de tu dorso
y aceitosos los vocablos de tus murmurantes nalgas.
No discutamos nunca,
porque nada hay más insidioso que la mordedura rechazada
el doble universo que no me niegas
el asunto de mis desnudas tenazas
la crisis de mis miedos nocturnos
las cuestiones fálicas de mis profecías
la incineración de un guerrero cuya grandeza es la podredumbre
las almohadas que me convierten en tu lacayo
tu cintura
tus largos dedos...

Después de todo, ya era hora de escupir
y de volver a conversar estúpidamente.
¿Valió la pena secarme como a una cucaracha
de La Batalla de San Romano
para abrumarme con sueños apacibles
y despertarme a gritos de sirena tempranamente preñada?

De ningún modo te muevas. No hay necesidad
de ser cautelosos. Voy a envejecer
en la Casa de los Poetas Embrutecidos
y dar mi nombre al martirologio.

Ahora mírame, siénteme redondear un mundo
de sílabas, un viaje a los estanques del hambre.
Te poseo torvamente, torpemente.
Asesino sin vestigios, revelo mis crímenes
al primer interrogatorio.
Tú eres mi escudo, mi lanza astillada.
Yo soy quien se lamenta en la perla de tu axila,
el que oyes llorar de frío, cínicamente desilusionado.
Soy Paolo Dccello con su espejo al hombro.

La Capilla de los Dioses está a la vuelta,
en las orillas moribundas del infinito.
La reunión debe semejar la sencillez de una visita
al Museo Nacional de Antropología.
¿No lo crees así, sumergida y derribada doncella?
Pago la entrada y firmo al pie de mi acta de defunción,
porque nos ahogaremos en mares de sílex
y a mí en lo personal me volverá a degollar
la inmóvil lucidez de una máscara teotihuacana.

Soy el golpeado, el deshonroso, el enfermo de moho.
Soy el que no duerme y no vive
y no se entremezcla con Nadie en la transitoria arquitectura de tu lecho.

Bramo cuando no hay más remedio
cuando los halcones despluman al gorrión de la suerte
cuando las basílicas se tornan polvo
y lo que perdura sobre tus mejillas
es el relampagueo de un helénico incendio.

¿Qué más da? Pedro y Lucía se conocieron
en el Metro de París,
pero sus trabajos amorosos yacen en el pavimento
de todas las ciudades hostiles.

Yo te conocí en mi edad príncipe,
en tu edad enferma y disolvente.
Te conozco, piedra luminosa y ágil,
paloma a perpetuidad.
Te conozco como a la palma de mi mano
-y mi mano es la vivienda de los pobres,
de los que desordenan al mundo
a golpes de dolor y aletazos.

Me duele ayunar y maldecir.
Me asombra dañarte y tú tan vegetal,
divagando, dejándome ir y venir
con los pasos retorcidos y la boca agónicamente beligerante.

Me gustan, vuelven a gustarme dos cosas:
tu liviana grandeza y tu magnífica pequeñez.

A tu lado, a un minuto de la cosecha,
soy una luna fría de ningún crepúsculo.
Te poseo celestialmente —imagino—
y ambos celebramos una danza sin ofrendas ni sacrificios.
Verificamos ondulaciones, uñas,
sudor, saliva, posturas incómodas,
metamorfosis, escamoteos,
preocupados ríñones, míticos nectáreos seminales,
astuta lucha a muerte fratricida.

El guerrero ha perdido la paz, no la guerra.

Ahora supón que mis orígenes carecen de valles, ríos y collados,
¿podríamos entonces dialogar con un cuerno de caza?
Digo que ni el guerrero desfavorable querría
llamarte dama becqueriana,
mucho menos contender con lo más bruñido
de la amenazante caballería.

Estoy vencido de antemano.
Mi sustancia no galopa, no penetra.
Un millón de gatos mueren alrededor
de nuestros cuerpos en fuga.

Hace años, siglos, dije algo semejante
y mi mujer no me creyó.
Mis hijos eran ajenas provincias.
Yo era el rumor de los bronces derretidos,
pero bien sabía que iba a perder la cabeza,
la camisa, la perspectiva (Paolo),
las fábulas y los conjuros.

Lo supe y me tragué la verdad
de tu terrible Hermosura rodeada de siniestras alabanzas. ¡Cuánto lo siento, Vida mía!


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martes, 22 de septiembre de 2015

"La paloma y el sueño", de EFRAÍN HUERTA ROMA (Méjico, 1914-1982 d.n.e.)


Tú no veías el árbol, ni la nube ni el aire.
Ya tus ojos la tierra se los había bebido
y en tu boca de seda sólo un poco de gracia
fugitiva de rosas, y un lejano suspiro.

No veías ni mi boca que se moría de pena
ni tocabas mis manos huecas, deshabitadas.
Espeso polvo en torno daba un sabor a muerte
al solemne vivir la vida más amarga.

Había sed en tus ojos. Suave sudor tu frente
recordaba los ríos de suave, lenta infancia.
Yo no podía con mi alma. Mi alma ya no podía
con mi cuerpo tan roto de rotas esperanzas.

Tus palabras sonaban a olas de frágil vuelo.
Tus palabras tan raras, tan jóvenes, tan fieles.
Una estrella miraba cómo brilla tu vida.
Una rosa de fuego reposaba en tu frente.

Y no veías los árboles, ni la nube ni el aire.
Parecías desmayarte bajo el beso y su llama.
Parecías la paloma extraviada en su vuelo:
la paloma del ansia, la paloma que ama.

Te dije que te amaba, y un temblor de misterio
asomó a tus pupilas. Luego miraste, en sueños,
los árboles, la nube y el aire estremecido,
y en tus húmedos ojos hubo un aire de reto.

No parecías la misma de otras horas sin horas.
Ya sueñas, o ya vuelas y ni vuelas ni sueñas.
Te fatigan los brazos que te abrazan, paloma,
y, al sollozar, a un lirio desmayado recuerdas.

Ya sé que estoy perdido, pero siempre ganado.
Perdido entre tu sombra, ganado para nunca.
Mil besos y tu piel es la lámpara que mis ojos alumbra.

¡Oh geografía del ansia, geografía de tu cuerpo!
Voy a llorar las lágrimas más amargas del mundo.
Voy a besar tu sombra y a vivir tu recuerdo.
Voy a vivir muriendo. Soy el que nunca estuvo.


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