Cenital guerrero de la carnalidad
retorno al monumento-flor de una saturada piel.
Estuve ausente todo un verano tembloroso,
en medio de la contienda florida
de los hirvientes amantes.
Atisbo el orquestal tejido de su escultura,
anudo la mirada en el cristal de su vientre.
Creo iluminar la tormenta,
perfumar él bosque;
imagino a mi difamada juventud
en actitud de templo desguarnecido.
Humillado acaso, mas no desintegrado,
adivino en la espesura de sus venas
la última suerte —echada ya—
del desamor innoble,
del fantasma y sus puñales,
de tu terrible existencia que no muere lo suficiente.
Hoy resido en tu muslo derecho,
aquí y allá, para necesitarme, para,
invisible, ascender hasta tus ciudades
y tus pueblos; necesito aterrarme
con mi propia ruina, voltear
de revés mis remordimientos, porque,
ay amada, he perdido la llave
del inocente territorio de las catástrofes.
Palidezco y emerjo de un sueño
con la diafanidad del galope lunar
y el borrado zurear de la paloma.
Cielo y tierra, bastiones neblinosos
y oportunos para grabar de una buena vez
—nunca es tarde para los transidos,
los desnudos, los boquiabiertos,
los insurrectos, los límpidos, los ebrios—
este infinito y giratorio epitafio.
Cabeceas inclemente y esmeraldina
como los bateles en el dormido lomo del río.
Te amo y te adoro en esa armonía
de hosca noche, de sórdido naufragio.
Un día cualquiera pude ser la fe,
la semilla, una calle virginal,
una carretera de capullos.
Aquel día que no sangró
me extravié en un gran patio invernal
donde los nísperos parecieron
los ojos amarillos de Donatello.
Entonces mi breve furia se acogió
al doliente arrebol de tus rodillas
hincadas a la mitad del alma
—y el alma se mostró caballunamente cadavérica.
Silencioso, pero todavía no vencido,
avanzo como la hormiga real
fascinado por la ciencia de tu naturaleza de gata.
Hoy era miércoles, era una repentina penumbra.
Luego vacilé como ante una muralla transparente,
porque los balcones de tu pecho ardían
y mi espada sin filo sólo era un cielo roto.
A mi vez ardí cuatro semanas sin monedas para el alquiler
ni para el vino; me saqué los ojos cinco momentos
para no ver al médico ni a la depresiva enfermera.
¿Cómo es que a tu lado no huele a hospital?
¿Por qué me dejas con el goce a secas?
¿Cuándo con un demonio podré sitiar ese horizonte desalmado?
Aspiro tus manzanas, tus duraznos,
tu dominadora rosa de cobre. No aspiro más ni aspiro a más.
Así la flecha que no partió jamás del seno de su dueña.
En aquellos litorales, el guerrero sin laureles
se protegió en la aridez de tus ámbitos.
Estrella en mano, como una raíz
interrogante y poderosa
se aferró a la caracola, al desconsolado
secreto de lo tuyo más umbrío:
Un cántico de tristeza, gozosamente lamentoso,
secó mis antiquísimos labios;
vertí en el vaso de tu Belleza
los disecados diamantes del olvido
y un belicoso bufón se desplomó dueño del cansancio.
Ahora me pregunto ¿Cuánto por el rescate?
¿Cuántas llamas necesito para turbarme,
cuántos billetes para preservarme de los terribles címbalos
y para no abandonar jamás de los jamases
tu esbelta superficie de mariposas
y el glacial aroma de mi Muerte?
Tramonto colinas, traspaso eléctricas fronteras,
alzo los brazos, clamo y vocifero de manera desdeñosa
cuando lamo leve sangre en tu hombro
—y mis dientes estallan alucinados
porque ya han aprendido la lección de la sábana y sus colmillos.
El guerrero es ahora una hormiga colérica.
El guerrero es voraz, débil y solemne.
Tú tienes dos alas, dos ojos, dos palomas,
dos brazos, dos piernas, una boca
fosforescente,
una meridiana entrepierna.
Recuerdo que compré a plazos ciertas hechicerías;
que mi choza era blanda porque la tapizaban frescos ramos de juncia;
que halagué y santifiqué el bosque cercano,
porque no puedo vivir sin el reino del follaje,
las maderas metálicas y el llagado perfil de la orquídea.
Di salvación a tu cuerpo
con el atavío de las danzas vespertinas;
al empezar el agua nocturna
te dominé de mil maneras.
Tus caderas rechinaron como la última carroza del cortejo.
Tu cuerpo, tu almendrado sexo
despedía los secretos de la resina.
Acrecí mi amor hasta parecer un gigante
aburrido en los herbazales.
Amanecí enanizado hasta la misericordia.
Ácida es la lengua del hombre,
agria la voz del ángel que huele a humo,
eterizada la palabra de tu dorso
y aceitosos los vocablos de tus murmurantes nalgas.
No discutamos nunca,
porque nada hay más insidioso que la mordedura rechazada
el doble universo que no me niegas
el asunto de mis desnudas tenazas
la crisis de mis miedos nocturnos
las cuestiones fálicas de mis profecías
la incineración de un guerrero cuya grandeza es la podredumbre
las almohadas que me convierten en tu lacayo
tu cintura
tus largos dedos...
Después de todo, ya era hora de escupir
y de volver a conversar estúpidamente.
¿Valió la pena secarme como a una cucaracha
de La Batalla de San Romano
para abrumarme con sueños apacibles
y despertarme a gritos de sirena tempranamente preñada?
De ningún modo te muevas. No hay necesidad
de ser cautelosos. Voy a envejecer
en la Casa de los Poetas Embrutecidos
y dar mi nombre al martirologio.
Ahora mírame, siénteme redondear un mundo
de sílabas, un viaje a los estanques del hambre.
Te poseo torvamente, torpemente.
Asesino sin vestigios, revelo mis crímenes
al primer interrogatorio.
Tú eres mi escudo, mi lanza astillada.
Yo soy quien se lamenta en la perla de tu axila,
el que oyes llorar de frío, cínicamente desilusionado.
Soy Paolo Dccello con su espejo al hombro.
La Capilla de los Dioses está a la vuelta,
en las orillas moribundas del infinito.
La reunión debe semejar la sencillez de una visita
al Museo Nacional de Antropología.
¿No lo crees así, sumergida y derribada doncella?
Pago la entrada y firmo al pie de mi acta de defunción,
porque nos ahogaremos en mares de sílex
y a mí en lo personal me volverá a degollar
la inmóvil lucidez de una máscara teotihuacana.
Soy el golpeado, el deshonroso, el enfermo de moho.
Soy el que no duerme y no vive
y no se entremezcla con Nadie en la transitoria arquitectura de tu lecho.
Bramo cuando no hay más remedio
cuando los halcones despluman al gorrión de la suerte
cuando las basílicas se tornan polvo
y lo que perdura sobre tus mejillas
es el relampagueo de un helénico incendio.
¿Qué más da? Pedro y Lucía se conocieron
en el Metro de París,
pero sus trabajos amorosos yacen en el pavimento
de todas las ciudades hostiles.
Yo te conocí en mi edad príncipe,
en tu edad enferma y disolvente.
Te conozco, piedra luminosa y ágil,
paloma a perpetuidad.
Te conozco como a la palma de mi mano
-y mi mano es la vivienda de los pobres,
de los que desordenan al mundo
a golpes de dolor y aletazos.
Me duele ayunar y maldecir.
Me asombra dañarte y tú tan vegetal,
divagando, dejándome ir y venir
con los pasos retorcidos y la boca agónicamente beligerante.
Me gustan, vuelven a gustarme dos cosas:
tu liviana grandeza y tu magnífica pequeñez.
A tu lado, a un minuto de la cosecha,
soy una luna fría de ningún crepúsculo.
Te poseo celestialmente —imagino—
y ambos celebramos una danza sin ofrendas ni sacrificios.
Verificamos ondulaciones, uñas,
sudor, saliva, posturas incómodas,
metamorfosis, escamoteos,
preocupados ríñones, míticos nectáreos seminales,
astuta lucha a muerte fratricida.
El guerrero ha perdido la paz, no la guerra.
Ahora supón que mis orígenes carecen de valles, ríos y collados,
¿podríamos entonces dialogar con un cuerno de caza?
Digo que ni el guerrero desfavorable querría
llamarte dama becqueriana,
mucho menos contender con lo más bruñido
de la amenazante caballería.
Estoy vencido de antemano.
Mi sustancia no galopa, no penetra.
Un millón de gatos mueren alrededor
de nuestros cuerpos en fuga.
Hace años, siglos, dije algo semejante
y mi mujer no me creyó.
Mis hijos eran ajenas provincias.
Yo era el rumor de los bronces derretidos,
pero bien sabía que iba a perder la cabeza,
la camisa, la perspectiva (Paolo),
las fábulas y los conjuros.
Lo supe y me tragué la verdad
de tu terrible Hermosura rodeada de siniestras alabanzas. ¡Cuánto lo siento, Vida mía!
retorno al monumento-flor de una saturada piel.
Estuve ausente todo un verano tembloroso,
en medio de la contienda florida
de los hirvientes amantes.
Atisbo el orquestal tejido de su escultura,
anudo la mirada en el cristal de su vientre.
Creo iluminar la tormenta,
perfumar él bosque;
imagino a mi difamada juventud
en actitud de templo desguarnecido.
Humillado acaso, mas no desintegrado,
adivino en la espesura de sus venas
la última suerte —echada ya—
del desamor innoble,
del fantasma y sus puñales,
de tu terrible existencia que no muere lo suficiente.
Hoy resido en tu muslo derecho,
aquí y allá, para necesitarme, para,
invisible, ascender hasta tus ciudades
y tus pueblos; necesito aterrarme
con mi propia ruina, voltear
de revés mis remordimientos, porque,
ay amada, he perdido la llave
del inocente territorio de las catástrofes.
Palidezco y emerjo de un sueño
con la diafanidad del galope lunar
y el borrado zurear de la paloma.
Cielo y tierra, bastiones neblinosos
y oportunos para grabar de una buena vez
—nunca es tarde para los transidos,
los desnudos, los boquiabiertos,
los insurrectos, los límpidos, los ebrios—
este infinito y giratorio epitafio.
Cabeceas inclemente y esmeraldina
como los bateles en el dormido lomo del río.
Te amo y te adoro en esa armonía
de hosca noche, de sórdido naufragio.
Un día cualquiera pude ser la fe,
la semilla, una calle virginal,
una carretera de capullos.
Aquel día que no sangró
me extravié en un gran patio invernal
donde los nísperos parecieron
los ojos amarillos de Donatello.
Entonces mi breve furia se acogió
al doliente arrebol de tus rodillas
hincadas a la mitad del alma
—y el alma se mostró caballunamente cadavérica.
Silencioso, pero todavía no vencido,
avanzo como la hormiga real
fascinado por la ciencia de tu naturaleza de gata.
Hoy era miércoles, era una repentina penumbra.
Luego vacilé como ante una muralla transparente,
porque los balcones de tu pecho ardían
y mi espada sin filo sólo era un cielo roto.
A mi vez ardí cuatro semanas sin monedas para el alquiler
ni para el vino; me saqué los ojos cinco momentos
para no ver al médico ni a la depresiva enfermera.
¿Cómo es que a tu lado no huele a hospital?
¿Por qué me dejas con el goce a secas?
¿Cuándo con un demonio podré sitiar ese horizonte desalmado?
Aspiro tus manzanas, tus duraznos,
tu dominadora rosa de cobre. No aspiro más ni aspiro a más.
Así la flecha que no partió jamás del seno de su dueña.
En aquellos litorales, el guerrero sin laureles
se protegió en la aridez de tus ámbitos.
Estrella en mano, como una raíz
interrogante y poderosa
se aferró a la caracola, al desconsolado
secreto de lo tuyo más umbrío:
Un cántico de tristeza, gozosamente lamentoso,
secó mis antiquísimos labios;
vertí en el vaso de tu Belleza
los disecados diamantes del olvido
y un belicoso bufón se desplomó dueño del cansancio.
Ahora me pregunto ¿Cuánto por el rescate?
¿Cuántas llamas necesito para turbarme,
cuántos billetes para preservarme de los terribles címbalos
y para no abandonar jamás de los jamases
tu esbelta superficie de mariposas
y el glacial aroma de mi Muerte?
Tramonto colinas, traspaso eléctricas fronteras,
alzo los brazos, clamo y vocifero de manera desdeñosa
cuando lamo leve sangre en tu hombro
—y mis dientes estallan alucinados
porque ya han aprendido la lección de la sábana y sus colmillos.
El guerrero es ahora una hormiga colérica.
El guerrero es voraz, débil y solemne.
Tú tienes dos alas, dos ojos, dos palomas,
dos brazos, dos piernas, una boca
fosforescente,
una meridiana entrepierna.
Recuerdo que compré a plazos ciertas hechicerías;
que mi choza era blanda porque la tapizaban frescos ramos de juncia;
que halagué y santifiqué el bosque cercano,
porque no puedo vivir sin el reino del follaje,
las maderas metálicas y el llagado perfil de la orquídea.
Di salvación a tu cuerpo
con el atavío de las danzas vespertinas;
al empezar el agua nocturna
te dominé de mil maneras.
Tus caderas rechinaron como la última carroza del cortejo.
Tu cuerpo, tu almendrado sexo
despedía los secretos de la resina.
Acrecí mi amor hasta parecer un gigante
aburrido en los herbazales.
Amanecí enanizado hasta la misericordia.
Ácida es la lengua del hombre,
agria la voz del ángel que huele a humo,
eterizada la palabra de tu dorso
y aceitosos los vocablos de tus murmurantes nalgas.
No discutamos nunca,
porque nada hay más insidioso que la mordedura rechazada
el doble universo que no me niegas
el asunto de mis desnudas tenazas
la crisis de mis miedos nocturnos
las cuestiones fálicas de mis profecías
la incineración de un guerrero cuya grandeza es la podredumbre
las almohadas que me convierten en tu lacayo
tu cintura
tus largos dedos...
Después de todo, ya era hora de escupir
y de volver a conversar estúpidamente.
¿Valió la pena secarme como a una cucaracha
de La Batalla de San Romano
para abrumarme con sueños apacibles
y despertarme a gritos de sirena tempranamente preñada?
De ningún modo te muevas. No hay necesidad
de ser cautelosos. Voy a envejecer
en la Casa de los Poetas Embrutecidos
y dar mi nombre al martirologio.
Ahora mírame, siénteme redondear un mundo
de sílabas, un viaje a los estanques del hambre.
Te poseo torvamente, torpemente.
Asesino sin vestigios, revelo mis crímenes
al primer interrogatorio.
Tú eres mi escudo, mi lanza astillada.
Yo soy quien se lamenta en la perla de tu axila,
el que oyes llorar de frío, cínicamente desilusionado.
Soy Paolo Dccello con su espejo al hombro.
La Capilla de los Dioses está a la vuelta,
en las orillas moribundas del infinito.
La reunión debe semejar la sencillez de una visita
al Museo Nacional de Antropología.
¿No lo crees así, sumergida y derribada doncella?
Pago la entrada y firmo al pie de mi acta de defunción,
porque nos ahogaremos en mares de sílex
y a mí en lo personal me volverá a degollar
la inmóvil lucidez de una máscara teotihuacana.
Soy el golpeado, el deshonroso, el enfermo de moho.
Soy el que no duerme y no vive
y no se entremezcla con Nadie en la transitoria arquitectura de tu lecho.
Bramo cuando no hay más remedio
cuando los halcones despluman al gorrión de la suerte
cuando las basílicas se tornan polvo
y lo que perdura sobre tus mejillas
es el relampagueo de un helénico incendio.
¿Qué más da? Pedro y Lucía se conocieron
en el Metro de París,
pero sus trabajos amorosos yacen en el pavimento
de todas las ciudades hostiles.
Yo te conocí en mi edad príncipe,
en tu edad enferma y disolvente.
Te conozco, piedra luminosa y ágil,
paloma a perpetuidad.
Te conozco como a la palma de mi mano
-y mi mano es la vivienda de los pobres,
de los que desordenan al mundo
a golpes de dolor y aletazos.
Me duele ayunar y maldecir.
Me asombra dañarte y tú tan vegetal,
divagando, dejándome ir y venir
con los pasos retorcidos y la boca agónicamente beligerante.
Me gustan, vuelven a gustarme dos cosas:
tu liviana grandeza y tu magnífica pequeñez.
A tu lado, a un minuto de la cosecha,
soy una luna fría de ningún crepúsculo.
Te poseo celestialmente —imagino—
y ambos celebramos una danza sin ofrendas ni sacrificios.
Verificamos ondulaciones, uñas,
sudor, saliva, posturas incómodas,
metamorfosis, escamoteos,
preocupados ríñones, míticos nectáreos seminales,
astuta lucha a muerte fratricida.
El guerrero ha perdido la paz, no la guerra.
Ahora supón que mis orígenes carecen de valles, ríos y collados,
¿podríamos entonces dialogar con un cuerno de caza?
Digo que ni el guerrero desfavorable querría
llamarte dama becqueriana,
mucho menos contender con lo más bruñido
de la amenazante caballería.
Estoy vencido de antemano.
Mi sustancia no galopa, no penetra.
Un millón de gatos mueren alrededor
de nuestros cuerpos en fuga.
Hace años, siglos, dije algo semejante
y mi mujer no me creyó.
Mis hijos eran ajenas provincias.
Yo era el rumor de los bronces derretidos,
pero bien sabía que iba a perder la cabeza,
la camisa, la perspectiva (Paolo),
las fábulas y los conjuros.
Lo supe y me tragué la verdad
de tu terrible Hermosura rodeada de siniestras alabanzas. ¡Cuánto lo siento, Vida mía!
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