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martes, 20 de junio de 2023

"La mujer de vapor", de CARLOS RUIZ ZAFÓN (ESPAÑA, 1964-2020, d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro "La ciudad del vapor", de fecha 2020  d.n.e.



Nunca se lo confesé a nadie, pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para quedarte?» Laura me condujo hasta el portal. El edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía 1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio. Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa, la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por primera vez en mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba, saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad en este mundo. Aquel verano fue el mío. Cuando llegaron los del ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías.

El ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio. «Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. Corrí escaleras abajo hasta el despacho del administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven —me informó el ingeniero—. La bomba que mató a los ocupantes dañó la estructura sin remedio.» Tuvimos unas palabras. Creo que lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto. Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total, siempre vuelves.» Hernán, el de la biblioteca, me encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines. Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.


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viernes, 6 de enero de 2023

"Amaltea y Crise", relato de SHAHRUKH HUSAIN (PAKISTÁN, 1950--, d.n.e.)

Relato perteneciente al libro "Mitos eróticos de todo el mundo", de fecha 2002  d.n.e.



AMALTEA

Contaba catorce primaveras. Amaltea me había enseñado las historias de la Cosmogonía, los nombres de los viejos dio ses y diosas, los nombres de los árboles, las flores, los pájaros y las serpientes; las costumbres de los animales salvajes y los domesticables; a leer y a escribir. El placer que Amaltea extraía del conocimiento despertó el mío y perfeccionó mis sentidos y mi memoria.

Todas las mañanas, Amaltea llevaba una cabra a la cueva. Mientras observaba sus suaves manos estirando de las ubres de la cabra, sentía una agitación placentera en mi phallos. Una mañana me acerqué a ella por detrás, mientras la ordeñaba. A tientas, incapaz de resistir el impulso, cogí sus pechos entre mis manos. Casi al instante sentí la sacudida de sus pezones endureciéndose entre mis dedos.

Mientras continuaba ordeñando la cabra, se volvió para sonreírme por encima del hombro.

—Zeus, no estás preparado para satisfacer lo que deseas —dijo.

Inmediatamente retiré las manos con las formas de sus pechos y pezones todavía calientes y lustrosos en mis palmas.

—¡No me has hecho daño, no estés triste! —añadió cuando vio mi cara sonrojada, y se volvió hacia las ubres de la cabra.

Poco después, ese mismo verano, durante un crepúsculo, un fuerte viento comenzó a agitar las aguas. Las bajas nubes errantes se daban caza por la playa, cubrían las laderas para envolver el monte Ida. El ocaso rápidamente se transformó en una densa y negra noche. Una lluvia torrencial comenzó a caer después de que nos hubiéramos ido a la cama.

Mi habitación dentro de la cueva se encontraba en una cavidad adjunta, cerca de la entrada. Los relámpagos parpadeaban a través de las densas nubes que ocultaban la entrada de la cueva, y el estruendo y el retumbar de los truenos impedían conciliar el sueño.

De súbito, durante el destello restallante de un rayo, Amaltea entró corriendo en mi cámara. Temblando y asustada por la violenta tormenta, me preguntó si compartiría con ella mi lecho hasta que los rayos y los truenos hubieran cesado.

La acogí de buen grado. Nos tumbamos muy quietos boca arriba, sin tocarnos, escuchando la furia del viento y de la lluvia y los largos retumbos de los truenos mientras sentía cómo nuestro calor se mezclaba bajo la piel de borrego. El fragor y la violencia de la tormenta aumentaron, por lo que fue imposible conciliar el sueño.

Amaltea susurró que parecía el momento idóneo para enseñarme algo sobre las mujeres y los hombres. Salté del lecho para encender una tea y rápidamente volví a su lado. Se alzó el camisón verde mar hasta las axilas. Lenta y pacientemente, me mostró cómo acariciarle la cara, los hombros, los blancos pechos y los rojos pezones, el denso vello negro de sus axilas y pubis, y la ebúrnea piel de sus nalgas, sus piernas, pantorrillas, tobillos y pies.

Luego guió mi dedo índice hasta tocar el pequeño cuerno húmedo —lo llamó klitoris— en la hendidura de entre sus piernas. Jadeó y me recomendó que siempre fuera delicado y pausado. Cuando ofreció sus pechos a mis labios los besé y chupé los pezones, dejando a un lado cualquier pensamiento, transformando mi mente en un templo de pura y lujuriosa sed.

Continué acariciando el klitoris cuando comenzó, ligera y lentamente, a tantear y a tocar la piel suelta en la punta de mi inflamado phallos. Gemimos de placer mientras la tormenta se recrudecía hasta que gritó en el mismo instante en que mi phallos explotó e hizo que mi cuerpo se sacudiera como los robles que había visto partirse por los rayos. Se estremecía mientras me oía a mí mismo jadear y gemir con el ímpetu de mis poluciones. No me permitió meter el phallos en su konnos, dijo, porque sólo amaba y quería a Meliseo, su marido, para lo que ella llamaba la «caricia suprema».

Le pedí que se despojara del camisón para que pudiera estudiar su cuerpo. Entonces, lentamente, froté su piel con una tela basta para prolongar mi placer. Me sonrió cuando vio que mi phallos volvía a hincharse. Los relámpagos y los truenos disminuían a medida que la tormenta se trasladaba hacia el oeste, de modo que nos abrazamos en silencio y satisfechos antes de volver cada uno a su lecho.

Antes de conciliar el sueño pensé en Gea. ¿Era aquel encuentro tan delicioso con Amaltea un nuevo enigma que me había enviado? ¡De súbito, comprendí cómo Gea, la Madre Tierra, se fecundaba! ¡Invocaba a Cronos para desencadenar una tormenta! Los rayos penetraban su cuerpo allí donde restallaban. Y esos retumbantes y estruendosos truenos no eran más que los jadeos y los gemidos apasionados, como los de Amaltea y los míos, de los pujos crecientes, álgidos y disminuyentes de Gea. Aquella noche dormí profundamente.


CRISE

Con el alba fui hasta la entrada de la cueva justo cuando el sol comenzaba a vetear el cielo nocturno que se desvanecía de rosa y oro. Sentí cómo mi cuerpo sonreía ante los recuerdos de Amaltea. Observé a mi amigo, el halcón que visitaba la ladera que había sobre la cueva todos los días en busca de alimento, retozando en las ráfagas de viento con sus majestuosas alas.

El contorno de la playa había cambiado durante la noche tormentosa. Sin embargo, las lentas y rompientes olas me hechizaron. Desoyendo las reglas impuestas por bien de mi seguridad, corrí hacia la orilla y me sumergí en el agua. Estaba muy fría, pero podría haberme bebido todo el océano en mi estado de euforia.

El capitán Ilos llegó corriendo hasta la orilla, agitando las manos furiosamente para que saliera del agua. Lo hice. Vi que sus labios temblaban entre la severidad y el cariño. Señaló la cueva y dijo:

—¡Zeus, vuelve!

Traté de disimular una sonrisa ante su orden, «¡Zeus, vuelve!», corrí ladera arriba y entré en la cueva.

Ilos me reconvino tranquilamente por quebrantar la norma sobre no deambular por las afueras de la cueva sin un vigilante. Lo interrumpí con un gesto.

—Gracias, seré más cauteloso. Tengo hambre, ¿me acompañas? —le invité.

Comimos juntos, relajados, disfrutando de nuestra amistad.

Más tarde, me tumbé de espaldas junto a la entrada de la cueva, saboreando el cielo, la playa y los colores del mar.

Amaltea me había enseñado las palabras de sonidos placenteros para aquellos colores: zarco, violeta, púrpura, esmeralda, zafiro, crisopacio.

Oí el sonido de las sandalias de Amaltea y olí su fragancia cuando se acercó. Se detuvo detrás de mi cabeza. Me giré para mirar sus sonrientes ojos boca abajo.

—Zeus, tengo que hablar contigo —anunció.

Me levanté y la seguí hasta mi cámara. Habían ordenado mi habitación; no quedaba rastro del encuentro nocturno. Nos sentamos uno frente al otro en las sillas mullidas.

Amaltea parecía más bella que antes. Cerró los ojos, en silencio hizo acopio de valor para lo que estaba a punto de decirme. Cuando los abrió y me miraron, me estremecí ante la fugaz sacudida que me produjo su verde brillante. Habló con un hilo de voz extraño y trémulo. Por mi mente cruzó el pensamiento fugaz de que iba a romper a llorar, pero no lo hizo.

—¡Zeus! Hemos sido amigos desde que no eras más que un niño. Has alcanzado la madurez como ambos sabemos después de lo de anoche.

»Ahora debes aprender la caricia suprema. Estás sorprendido. Lo esperaba, pero, por favor, déjame continuar, no me interrumpas. Ya sabes por qué no te lo voy a permitir conmigo.

»Conque le he pedido a una de nuestras ninfas, Crise, que te instruya en esa caricia. Crise es estéril…

La interrumpí para preguntar:

—¿Estéril? ¿Qué significa eso?

—Significa que no puede traer niños al mundo. Algunas mujeres son estériles durante toda la vida. Crise ha tenido amantes, pero nunca ha concebido una criatura. De modo que podrás disfrutar de sus enseñanzas sin engendrar un niño. También he de decirte que está encantada de haber sido elegida para este cometido.

Recuerdo la débil sonrisa de Amaltea cuando dijo: «este cometido».

—Crise vendrá a tu cámara esta noche, cuando los demás estemos dormidos. Estará bañada y perfumada, por lo que te ruego que tú también te bañes. Debo recordarte que has de ser delicado y atento ante cualquiera de sus deseos. Por favor, no hagas más preguntas. Te veré mañana, por supuesto.

Volvió a sonreír. Luego se levantó y se marchó sin mayor demora.

Al anochecer, encendí una tea en el rincón más alejado de mi cámara. Tenía la intención de ver a Crise libre de la envoltura de la oscuridad. Me bañé y me froté el cuerpo para secarlo, me vestí con una túnica de tacto suave y me tumbé a esperarla.

Aunque había visto a todas las ninfas que trabajaban en la cueva-palacio en alguna que otra ocasión, no sabía sus nombres. Trabajaban en silencio mientras realizaban sus tareas y siempre apartaban los ojos en mi presencia. Traté de recordar sus caras mientras me resistía al sueño.

El susurrante sonido de las sandalias en el suelo de piedra me despertó. La ninfa se detuvo a la entrada de mi cámara. Vi que temblaba ligeramente, aunque estaba cubierta desde la cabeza a los pies descalzos con un grueso manto de piel de borrego con capucha.

Inspiró hondo para controlar el castañeteo de los dientes.

—Soy Crise. Me estás esperando —anunció.

Me levanté del lecho.

—Acércate, no tengas miedo —susurré.

Dio un paso al frente. Era bastante alta, su cabeza me llegaba a la altura de los hombros. Únicamente podía verle los ojos y las delicadas y doradas pestañas. Algunos mechones de cabello escapaban por debajo de la capucha.

Sonreí.

—¿Puedo verte la cara, Crise? —pregunté.

No respondió. Creía que la noche pasaría antes de que susurrara:

—Me complacería que me descubrieras tú.

No dije nada. Nunca antes la había visto, así que debía provenir del palacio de Timbakion. Su largo y dorado cabello se desparramó cuando retiré la capucha y dejé caer el manto de sus hombros al suelo. Estaba desnuda. Bajó la mirada para evitar la mía y le entrelacé los dedos sobre el vientre.

Nunca había visto nada tan hermoso.

—Crise, mírame —dije.

Lo hizo con una débil sonrisa que le curvó los labios. La miré a los ojos con intensidad mientras le acariciaba el cuello lentamente, los hombros, los brazos… Cogí sus pechos entre mis manos y le toqué los pezones rosados tirando de ellos. Moví las manos hacia sus caderas, saboreé su piel con la punta de los dedos. Luego, agarrando las caderas, hice que se diera la vuelta.

Fui bajando los dedos desde la nuca, recorriéndole los hombros, los brazos y la curva que se extendía hacia abajo, hacia el centro de la espalda, hacia la cintura, hacia la hendidura entre las medias lunas de sus nalgas. Me estremecí cuando sentí su calor envolviéndome la mano.

Mi phallos duro emergió por entre la túnica, como si se dispusiera a buscar en su umbría hendidura, pero Crise se dio la vuelta para decir que me desnudaría. Se estremeció con unos pequeños espasmos mientras se agachaba para coger el borde de la túnica. La fue subiendo poco a poco y se detuvo para mirar mi phallos.

—Levanta los brazos —me susurró.

Y me quitó la túnica por encima de la cabeza. Nos acercamos el uno al otro, desnudos, sonriéndonos a los ojos cuando la punta de mi phallos se estremeció con el contacto de su suave y dorado vello púbico.

—¡Qué hermosa eres, Crise! —susurré.

Ella sonrió mientras hábilmente retiraba la funda de mi phallos y dejaba a la vista la cabeza. La envolvió en su suave mano sin dejar de mirarme a los ojos.

—¡Qué hermoso eres, Zeus!

—¿Nos damos calor?

Respondió que sí al instante, fue a mi lecho y se tapó con la piel de borrego hasta la nariz. Vi que sus ojos me sonreían mientras temblaba bajo la manta. Tomé la tea, prendí fuego a los troncos del brasero y lo acerqué al lecho. Sentía que sus ojos seguían mis movimientos por la estancia.

Volví a la cama y retiré la piel de borrego para poder estudiar su desnudez. Sin duda debió de intuir mi deseo porque lentamente se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas.

Estiró las piernas, las cerró y cruzó los brazos por debajo de la cabeza para componer una imagen que se grabó a fuego en mi cerebro, la imagen de la hembra esperando el delirio y el éxtasis que ella y el macho pueden ofrecerse mutuamente. Entonces comprendí que Crise se sentía muy satisfecha de sí misma, de su don para dar y recibir placer.

Me tumbé cerca de ella y atraje su cara a la mía, su barriga a la mía, de modo que nuestras narices casi se tocaban. Cuando aspiré su aliento especiado rocé sus labios contra los míos. ¡No sabía yo lo que era un beso!

Sonrió.

Lo llamaré el beso de la palomilla. Y éste es el beso de la abeja —susurró.

Suavemente, movió la lengua para degustar y abrirme los labios en busca de las comisuras. Movió la mano bajo mi phallos para sostener mis colmados testículos. Luego, envolvió mi phallos con la mano y los dedos y lentamente acarició su funda arriba y abajo hasta que mi savia caliente manó a chorros. Gemí con el puro placer de su tacto.

—Sí, y así es como te moverás cuando me hayas penetrado.

—Y tocó la savia derramada sobre su vientre y dejó de acariciarme el phallos para agarrarlo con más fuerza que antes—. Y esto es lo que sentirás cuando mis jugos fluyan —me susurró.

Besé su suave boca con el beso de la abeja mientras mis sacudidas se disipaban. Yacimos entrelazados, en silencio, descansando.

De nuevo susurró:

—Tus testículos volverán a llenarse pronto. Y como ya has liberado esos jugos impacientes, podrás penetrar y acariciar mi konnos durante mucho más tiempo. No fui preparada para un placer tan dulce contigo. Sé que eres un dios, de modo que haré lo que me pidas para que me recuerdes durante todos los días y todas las noches.

Nos tapamos con la piel de borrego y dormimos un rato.

Me desperté con el phallos erecto y palpitante. Estudié su cabello dorado y las brillantes y áureas pestañas de sus párpados cerrados. Abrió los ojos para mirarme y vi cómo el sueño la abandonaba.

—¿Ya? —preguntó.

—Sí —susurré.

Me pidió que dejara la cama y retirara la piel de borrego. Tumbada de espaldas, alzó los brazos hacia mí mientras abría las piernas lentamente y elevaba sus nalgas de modo que pude ver el vello dorado y húmedo que apenas ocultaba el secreto de su konnos. Luego, lentamente, cerró las piernas y dobló las rodillas. Alzando las caderas abrió las piernas e hizo un ondulante gesto con los dedos de los pies.

—Ya —dijo.

Comprendí que deseaba que pusiera mis hombros debajo de sus rodillas de modo que mi pecho e ingle tocaran la parte posterior de sus piernas y sus nalgas cuando la penetrara. Así lo hice, tan despacio como pude controlar mi cuerpo agitado. Ella, delicadamente, impulsó sus caderas ayudándome a abrirme camino hacia su interior hasta que mi phallos se convirtió en la raíz y el tronco de mi ser.

Le acaricié los pechos, trabé los brazos alrededor de sus piernas, y comencé a embestirla como todos los machos en persecución de la divinidad mientras ella mecía las caderas para emparejar los ritmos de mi caricia ciega, para transportarse conmigo a la agonía desbordante del orgasmo.

Le lamí la espalda y saboreé la deliciosa sal de nuestro sudor mezclado. Lentamente, dejó resbalar las piernas por mis brazos sudorosos y susurró:

—Por favor, quédate, no te retires.

Tenía las mejillas húmedas de lágrimas. La besé con el beso de la abeja.

A medida que nuestra respiración se hacía más acompasada, sentí cómo mi phallos se henchía lentamente, profundo y voluminoso dentro de ella. Quería saberlo todo. Lo que no pudiera ver, lo tocaría.

Ella sonrió de placer cuando mi dedo llevó una caricia a la entrada de su konnos. Le agarré las nalgas, las pellizqué y las acaricié, luego moví las manos debajo de su espalda para recorrerle los músculos y la columna. Cerró los ojos imaginando las inspecciones de mis dedos. Cuando acaricié un lugar placentero de repente abrió los ojos, sorprendida, con la mirada perdida. En aquellos momentos sus ojos se transformaron en profundos océanos dorados.

Envuelto en su konnos, inmóvil, mi phallos palpitó, impaciente. Ella volvió a respirar hondo.

Como si poseyeran voluntad propia, mis caderas volvieron a embestir con aquella caricia suprema. Los ojos de Crise se abrieron aún más y mi erección se hacía cada vez más contundente. Se agarró de mis hombros y alzó la cabeza para contemplar nuestra cópula. Cuando me ofreció su boca en un beso delirante entramos en erupción juntos como volcanes gemelos, jadeando y gimiendo. Nos derrumbamos en un profundo sueño.

Me desperté antes del alba y, con suavidad, la fui despertando a ella, ascendiendo ambos a un clímax diferente aunque indescriptiblemente dulce. Yo, un dios, y Crise, una ninfa, habíamos sido —¡demasiado fugazmente!— transformados en nuestras esencias, macho y hembra. Volvimos a sumergirnos en el sueño.

La guié para que se sentara en mi regazo cerca del brasero y froté su maravillosa piel con una prenda templada. Hundió las manos en su cabellera y alzó los brazos, revelando las secretas frondas doradas de las axilas, grabando a fuego la imagen de su desnudez en mi memoria.

Le pregunté si volvería a visitarme. Ella me cogió y me acarició los testículos con suavidad. La acaricié y le besé los pechos hasta que respondió:

—Sí, siempre que lo desees.

Sonrió cuando la ayudé a envolverse en el manto. Nos miramos a los ojos en silencio y nos besamos suavemente con el beso de la palomilla antes de que se diera la vuelta para salir de la cueva.

El mar en calma, a lo lejos, reflejaba los rosas y azules pálidos del cielo durante el alba.

¡Crise! ¡Inolvidable, hermosa Crise!




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lunes, 12 de diciembre de 2022

"La cosa", cuento de ALBERTO MORAVIA (ITALIA, 1907-1990, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al cuento «La cosa» del libro "La cosa y otros cuentos", de fecha 1983  d.n.e.





(...) A decir verdad, esta pasión hoy tan exclusiva y tan consciente tuvo un comienzo confuso. En realidad, yo había empezado por dirigir mis atenciones a Diana. Como quizá recuerdes, de vez en cuando, si había exámenes por la mañana temprano, también las alumnas medio pupilas tenían por costumbre quedarse a dormir en el colegio. Diana, que habitualmente pasaba la noche en su casa, una de aquellas veces se quedó a dormir en el colegio, y el caso fue que le tocó un lecho junto al mío. No vacilé mucho, por más que fuese, te lo juro, la primera vez; mis sentidos lo exigían y obedecí. De modo que tras una larga, ansiosa espera, me levanté de mi cama, de un salto llegué a la de Diana, alcé las cobijas, me insinué debajo y me estreché inmediatamente a ella con un abrazo lento e irresistible, igual a una serpiente que sin apuro enrosca su espiral a las ramas de un hermoso árbol. Diana ciertamente se despertó, pero un poco por su carácter perezoso y pasivo y un poco, tal vez, por curiosidad, fingió que seguía durmiendo y me dejó hacer. Te digo la verdad: no bien advertí que Diana parecía de acuerdo, experimenté el mismo impulso voraz de una hambrienta frente a la comida; hubiera querido devorarla con los besos y las caricias. Pero inmediatamente después me impuse una especie de orden y empecé a arrastrarme sobre su cuerpo supino e inerte, de arriba abajo; de la boca, que rocé con mis labios (mi deseo, ¿para qué negarlo?, se dirigía a la «otra» boca), al pecho, que descubrí y besé con detenimiento; del pecho al vientre, sobre el cual mi lengua, babosa enamorada, dejó un lento rastro húmedo; del vientre, más abajo, hasta el sexo, fin último y supremo de este paseo mío, el sexo, que puse a mi merced aferrándole las rodillas y abriéndole las piernas. Diana siguió fingiendo que dormía y yo me arrojé con avidez sobre mi alimento de amor y no lo dejé sino cuando los muslos se apretaron convulsos contra mis mejillas como las mordazas de un cepo de fresca, musculosa carne juvenil.

Mi atrevimiento, sin embargo, encontró un límite en la inexperiencia. Hoy, después de suscitar el orgasmo en una amante mía, reharía el camino inverso, del sexo al vientre, del vientre al seno, del seno a la boca y me abandonaría, después de tanto furor, a la dulzura de un tierno abrazo. Pero todavía era inexperta, todavía no sabía amar, y además temía la sorpresa de una hermana recelosa o una alumna insomne. De modo que salí de bajo las cobijas de Diana por la parte de los pies y, siempre en la oscuridad, volví a mi cama. Jadeaba, tenía la boca llena de un dulce humor sexual, era feliz. Pero al día siguiente me esperaba una sorpresa que, en el fondo, habría podido prever después del obstinado, fingido sueño de la primera amante de mi vida: al verme, Diana se comportó como si nada hubiera ocurrido entre nosotras; fría y serena como de costumbre, mantuvo todo el día una actitud no hostil ni turbada, sino completa y perfectamente indiferente. Llega la noche; nos acostamos de nuevo una junto a la otra; a hora avanzada dejo mi cama y trato de meterme en la de Diana. Pero la robusta y deportiva muchachona está despierta. Al insinuarme yo bajo las cobijas, un violento empujón me expulsa, me hace caer al suelo. En aquel momento tuve como una especie de iluminación. También tu cama estaba junto a la de Diana, pero del otro lado. Me dije de golpe que no podías no haber oído, la noche anterior, el alboroto de mi ruidoso amor y, en consecuencia, «me esperabas». Así fue como, con la certeza de quien se dirige a una cita concertada, me deslicé hasta tu cabecera. Como lo había previsto, no me rechazaste. Así empezó nuestro amor.

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domingo, 5 de diciembre de 2021

"El primer beso", de CLARICE LISPECTOR (CHAYA PINJASOVNA LISPECTOR) (BRASIL, 1920-1977, d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro "Felicidad clandestina", de fecha 1971  d.n.e.



Más que conversar, aquellos dos susurraban. Hacía poco que su romance había empezado y andaban como tontos. Era el amor y con el amor vinieron también los celos.

-Está bien, te creo que soy tu primera novia. Pero dime la verdad, ¿nunca antes habías besado a una mujer?

-Sí, ya he besado a una mujer.

-¿A quién? -preguntó ella.

Toscamente intentó contárselo, pero no sabía cómo.

Fue durante una excursión. El autobús subía lentamente por la sierra y él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.

De pronto le había dado sed.

¡Caray! Cómo se secaba la garganta en esos paseos. Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, había dado paso a un sol del mediodía árido y caliente que al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos, tal vez horas, mientras que la sed que tenía era de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.

El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos estaba la fuente de donde brotaba un hilillo de agua soñada. El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.

Cerró los ojos, entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por su pecho hasta el estómago.

Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde salía el agua.

Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.

Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.

Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado. Pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida. Miró la estatua desnuda.

La había besado.

Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, muy adentro, se apoderó de todo se cuerpo y convirtió su rostro en una brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.

Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca.

Se había…

Se había hecho hombre.




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miércoles, 17 de noviembre de 2021

"Señoritas en sepia", de JUAN MANUEL DE PRADA BLANCO (ESPAÑA, 1970--, d.n.e.)

Relato erótico perteneciente al libro "El silencio del patinador", de fecha 1995  d.n.e.



El retrato del abuelo nos contemplaba desde la penumbra del vestíbulo, envuelto en un halo de irrealidad, y su figura se evocaba en las sobremesas, entre susurros, con una mezcla de orgullo y contricción: era el antepasado ilustre y pecaminoso de nuestra familia, el héroe libertino cuyos episodios poblaban mis noches, la soledad lírica de mis noches, perfumadas todavía por ese aroma dulzón de la adolescencia. El retrato del abuelo me mostraba a un hombre maduro, de edad indefinida, un rostro afinado por arrugas apenas perceptibles que poseía esa severidad que solemos atribuir a los asesinos y a los ascetas. El brillo acerado de las pupilas, las finas guías del bigote, el rictus cansino de unos labios que no lograban encubrir un mensaje de voluptuosidad, todo en él tendía al goticismo, a una mitología de hazañas que se estiran hasta el alba en medio del desenfreno y la lucidez. Según el testimonio sucinto de mi padre (pero sus palabras estaban manchadas de un tonillo levemente didáctico), el abuelo había malgastado su existencia en aspiraciones vanas y escándalos gloriosos, y al final había hallado como único premio a sus excesos el desprecio de sus amigos y la persecución política (mi padre olvidaba mencionar que el destierro constituía una moda de la época, tan arraigada como el sombrero canotier o las virginidades custodiadas hasta el tálamo). El abuelo acogía desde su retrato los comentarios poco favorables de mi padre con una sombra de resignación, sus labios parecían esbozar una sonrisa cómplice, y entonces mi imaginación se alzaba sobre las frases denigrantes y acompañaba al abuelo en su peregrinar por Europa, a través de un torbellino de placeres e intrigas. En mis ensoñaciones, el abuelo era siempre un hombre lleno de ingenio y frivolidad, un señorito perdis que competía en elocuencia con los seductores más conspicuos y que vivía pasiones y simulacros de pasión, en una atmósfera de conspiradores y estraperlistas. El abuelo trascendía la quietud del retrato, esa rigidez sepia del daguerrotipo, para elevarse al reino de las metáforas, náufrago en mil peripecias, triunfador en mil duelos, amante que se pierde entre pieles jóvenes y etéreos vestidos, hombre que asiste impasible al crepúsculo de los hombres y de los dioses. Así imaginaba yo al abuelo.

Una imagen llena de arrebato que luego tendría que modificar, cuando hallé en su biblioteca aquella anotación marginal a un soneto de Garcilaso. La biblioteca del abuelo, famosa en su época por la profusión de libros prohibidos o sonrojantes, había sido concienzudamente esquilmada por las autoridades civiles y eclesiásticas, mientras el abuelo escapaba hacia los Pirineos, fustigado por una pragmática que decretaba la prisión para los pornógrafos y los propagadores de literatura scialíptica. En su juventud, el abuelo había invertido sus ahorros en la compra de una imprenta, con la intención de publicar sus propios libros: escribió cerca de cuarenta novelas ligeras, sin grandes lucubraciones metafísicas, que versaban sobre las distintas perversiones sexuales: masoquismo, excrementos, fetiches… todas las aberraciones de la naturaleza tenían cabida en las novelas del abuelo. Se trataba de ediciones clandestinas, por supuesto, con tiradas de unos quinientos ejemplares, adquiridos previamente por un grupo de suscriptores que los recibían en su domicilio, en medio de la más absoluta discreción. El esquema argumental de las novelas no variaba demasiado: aristócrata viciosillo, rehén de todas las depravaciones, que abandona el hogar conyugal y se hunde en el torbellino de los arrabales. De las casi cuarenta novelas solo habían sobrevivido a los avatares del tiempo y a las pesquisas inquisitoriales cuatro volúmenes rústicos, desvencijados, de páginas amarillentas e ilustraciones que imitaban la frivolidad cosmopolita de un Penagos. Los títulos parodiaban algunas zarzuelas de perdurable celebridad: La del manojo de látigos, La vagina de la Paloma, A la vejez sodomía, La meona de Lavapiés. En esta última, única que había podido leer a escondidas de mi padre, se veía en la portada a una señorita muy estilizada, haciéndose la toilette, a la vez que orinaba sobre la boca de un lechuguino que, arrodillado, le rendía pleitesía. La novela comenzaba así: «Mi amada se encontraba a horcajadas, con las piernas abiertas y las faldas cuidadosamente recogidas. Pude divisar dos labios húmedos similares a dos almejas rosadas que, al abrirse voluptuosamente, descubren un recipiente de coral. El torrente brotó después de algunos esfuerzos, y yo saboreé con delectación morosa el líquido amarillo que golpeaba en mi garganta y la llenaba con un sabor deliciosamente acre». El resto del libro consistía en una enumeración prolija de circunstancias anatómicas y contingencias del aparato excretor que hacía imposible el consuelo erótico.

Entre los escasos volúmenes que la mano secular había respetado en la biblioteca del abuelo se hallaba un tomito encuadernado en piel con las obras de Garcilaso; en aquel famoso soneto que comienza «A Dafne ya los brazos le crecían…», y que ilustra la metamorfosis de una ninfa en laurel, para evitar el acoso del dios Apolo, que ya estaba a punto de darle alcance, el abuelo había escrito a pie de página este pequeño escolio: «También yo, durante todos estos años, he perseguido el amor y he creído rozado con las yemas de los dedos, pero el velo de la carne me ha devuelto a la cruda realidad, a una cañera en pos de un vago ideal, cruzando fronteras y exilios interiores, llorando lágrimas de impotencia y desazón». La letra era menuda y ojival, y la tinta se volvía por momentos ilegible, difuminada por una distancia de generaciones. «¡Oh, miserable estado, oh mal tamaño! ¡Que con lloralla cresca cada día / la causa y la razón por que lloraba!», concluía Garcilaso, y fue en ese momento, al leer el soneto y el comentario del abuelo, cuando se desmoronó aquella imagen tributaria del error que yo había erigido: ya no volví a situar a mi antepasado en salones frecuentados por la alta sociedad, sino en la intimidad de una alcoba, despojado de disfraces y fingimientos, llorando como Apolo la imposibilidad del amor, su mirada de pupilas aceradas concentrada en el suelo, sus facciones afinadas por un fuego que arde sin llama, como una hoguera avivada en las fraguas del grito. El abuelo dejó de simbolizar los afanes mundanos, o, mejor dicho, siguió simbolizándolos, pero teñidos de cinismo y desencanto. Cruzando fronteras y exilios interiores, así lo imaginaba, explorando en cada rostro en cada gesto femenino, el destello de un amor que se escapa como arena entre los intersticios de los dedos.

Esta revelación, lejos de satisfacerme, azuzó mi curiosidad: la figura del abuelo, que hasta entonces había constituido una excusa más o menos explícita para recrear paraísos definitivamente perdidos, comenzó a descubrirme artistas y recovecos; el desconcierto de mis catorce años no bastaba para explicar aquella frase («he perseguido el amor y he creído rozarlo con las yemas de los dedos»), aquellas ansias de infinitud, aquella desazón que yo hacía propia y que poco a poco, se iba metiendo en mi carne y envenenando mi inocencia. Quise saber más, quise conocer en qué entretenía el abuelo sus vigilias, identificar mi desconcertó con el de un hombre que había dejado de existir mucho antes de que yo naciera, y que, sin embargo, se prolongaba en mí. Los catorce años son una edad proclive a hacerse preguntas, un terreno abonado para la duda y la desazón («llorando lágrimas de desazón», había escrito el abuelo).

—¿Tu abuelo? Era un profesional de la pornografía. En el desván montó un pequeño estudio fotográfico; todavía debe de andar por allí su vieja cámara, un armatoste inservible.

Mi padre se refería al abuelo sin nostalgia, entre el hastío y la indiferencia, y le sorprendía (pero era una sorpresa que no lograba sobreponerse a su apatía) mi interés por el pasado, un pasado que para él no tenía otra utilidad que la meramente decorativa. La vieja cámara del abuelo estaba, en efecto, en el desván, esperando que alguien la rescatara del polvo y la desidia, aguardando en un rincón la mano que le sacudiera el sopor de los años, con su trípode, su fuelle de cuero, el marco del chasis donde se colocaban las placas que recogerían una realidad estática pero a la vez cambiante, un fragor sordo de mundos que discurren veloces ante el objetivo que los atrapa y los reduce a las dimensiones exiguas del papel.

Imaginé al abuelo parapetado detrás de la cámara, aquel armatoste inservible, procurando extraer el secreto de las cosas, intentando acallar su desazón a través de un oficio que era crónica de la realidad y búsqueda de belleza, exilio interior a través de imágenes que quedan congeladas para una posteridad incierta. Parapetado yo también detrás de la cámara, espiaba el ayer tan lejano, la memoria de un hombre que ahora regresaba de una región remota para adiestrarme en la inquietud y el desconcierto. Quise saber más, quise recomponer el rompecabezas de una vida ya vivida y clausurada, pero que todavía daba sus últimos coletazos a través de una cámara que transfiguraba los objetos y los envolvía con una luz no usada.

Quería saber, y no vacilé en compartir lo poco que sabía o sospechaba con Iñaki, mi único amigo en aquella edad sin amigos ni confidencias. Iñaki era mayor que yo, apenas un par de años que parecían un par de siglos, una barrera inexpugnable que separaba la astucia del candor, el magisterio del aprendizaje. Iñaki ejercía sobre mí una especie de jefatura espiritual, sus opiniones (por lo general tan descabelladas como las mías) se revestían con ese vago prestigio que otorgan la experiencia y el ardor. Iñaki vivía por entonces el despertar de su virilidad, su piel había adoptado un tono cobrizo y una sombra de vello que contrastaba con la suavidad enclenque de la mía, y su voz ya resonaba con el hierro y la blasfemia, formas de osadía que yo creía reservadas a los mayores. Iñaki me había introducido en los misterios del tabaco y la masturbación, en ese reino de humo azul y éxtasis que, una vez conquistado, me arrastraba por los meandros del remordimiento. Iñaki presenciaba mis balbuceos y escaramuzas hacia el pecado con la sonrisa del guía experto que ya ha regresado pero que aún tiene ganas de volver, preferiblemente acompañado.

—Pues claro, si tu abuelo era un personaje célebre. En mi casa hay una caja llena de tarjetas guarras firmadas por él. Mis padres las esconden pero yo ya tengo aprendidos todos los escondrijos.

Una tarde bajamos a la playa, y ocultos entre las rocas examinamos las fotos. Iñaki me las iba pasando con morbosidad, y yo las recibía con un temblor oscuro y virginal, como trofeos de una cacería irrepetible. Iñaki guardaba las fotos (él no las llamaba fotos, las llamaba tarjetas o estampas, en un intento de dignificarlas) en una caja de lata que antaño había guardado sobres de manzanilla, una cajita desvencijada y salpicada de herrumbre de la que iba extrayendo imágenes cada vez más obscenas, mujeres que al principio velaban su desnudez entre gasas y tules, pero que enseguida descubrían la rotundidad de los senos, las axilas intensas y negrísimas como sus pubis, los labios carnosos y entreabiertos, la tristeza lánguida y sepia de la desnudez, una picardía sórdida, pero sobre todo triste, de mujeres solas ante la cámara, culos muy redondos ensayando posturas grotescas, señoritas de mirada ciega mirando hacia el objetivo, asomando una lengua entre las comisuras de los labios, una lengua que no se sabe si murmura impudicias o resuelve problemas de álgebra, y el esplendor de los cuerpos, el hastío de los cuerpos abiertos como flores ajadas, en una parodia del amor. Había también fotografías de parejas que fornicaban con desesperación o cansancio, y era su lucha una lucha de clases en la cual el señorito ataviado de esmoquin penetraba a la cocinera sobre el fogón, o la dama llena de melindres y corpiños sucumbía ante el empuje de su chófer. Iñaki, de vez en cuando, me obligaba a reparar en detalles patéticos: la mujer que simula un orgasmo que más bien parece una plegaria, la violencia de los genitales mitigada por el virado en sepia.

—Qué te parece tu abuelito. Menudo pícaro, eh.

Y mientras hojeaba las fotos, tan exhaustivas en su repertorio de posturas y cochinadas, acariciaba aquel escaparate de muñequitas lascivas, y se las imaginaba preparadas para un amor mercenario, para la higiene rápida de los retretes y las tardes con olor a lluvia y a pecado, y se perdía entre la profusión de mujeres abiertas, rebosantes y húmedas, en el catálogo de lencería oculta entre los repliegues de la carne. Iñaki se desabotonaba la bragueta y se masturbaba con una tristeza que podría calificarse de vespertina, con una exaltación fingida, frenético de impotencia o hastío, sudo como un doncel que ha renegado de su virginidad. Iñaki se masturbaba murmurando exabruptos, rodeado de las fotografías del abuelo, aquel álbum de pornografía doméstica, se masturbaba con el ensañamiento de un visionario, con una obcecación chabacana y salvaje, rindiendo un homenaje cochambroso a las modelos que se revolcaban por los salones de un palacio artificial, absortas en su fotogenia y en el esplendor redondo de sus muslos.

Una ráfaga de viento silbó entre las rocas y penetró en la cueva con un frío de cuchilla. Se oía el rumor de las olas como una cadencia inofensiva, agua resbalando sobre una superficie de arena, espuma que estalla entre las piedras y que muere convertida otra vez en agua. Con una mezcla de zozobra y espanto descubrí que todas las fotos tenían un elemento común: detrás de la carne crispada, detrás de las acrobacias de piel y sexo, había un tapiz deshilachado que mostraba a un hombre en cuclillas, aferrándose a un cuerpo cuyos cabellos ya eran hojas de laurel, cuyos miembros ya eran áspera corteza, cuyos pies ya se hincaban en el suelo y en torcidas raíces se volvían. Apolo lloraba lágrimas de impotencia, su brazo se alargaba hacia Dafne, que ya no era Dafne sino un árbol sin vida y sin sangre en las venas. Comprendí el sarcasmo de aquellas fotos, su mensaje desolado de miembros que desfallecen sobre un fondo de pasiones insatisfechas; comprendí la paradoja de un hombre que asiste a la pantomima del amor, que halla, incluso, cierto placer en retratar el amor mercenario con el que luego hablaba de la imposibilidad de ir más allá de ese velo de carne. Comprendí, creo que definitivamente, la vocación platónica de mi abuelo, ese exilio del alma que lo había conducido al exilio geográfico, a un vagabundeo a través de Europa en pos de vagos ideales. Iñaki ya había llegado al orgasmo y aguardaba expectante mi veredicto; sus ojos tenían un brillo especial —no sé si maligno— sobre la noche que ya se cernía a lo lejos.

—Vamos, di algo. ¿Qué opinas de las estampitas?

Había un vestigio de premura y temor en sus palabras. El crepúsculo incendiaba el aire y envolvía de bronce su piel, pero también la mía, por primera vez mi piel era experta y joven como la suya. Miré a Iñaki con fijeza, y mi voz sonó a hierro y blasfemia: el aprendizaje había concluido.

—Opino que están fenomenal. Qué te parece si seguimos el ejemplo de mi abuelo y nos dedicamos a fotografiar mujeres desnudas.

Sentí que el alivio ensanchaba mi pecho (mi pecho creciendo por encima de los pulmones, mi pecho creciendo por encima de los huesos y de la infancia) cuando Iñaki cabeceó en señal de sumisión. En menos de una semana ya sabíamos manejar la cámara, habíamos aprendido a preparar la emulsión de bromuro y a disolver en ella el nitrato de plata que nos iba a permitir obtener fotografías como las del abuelo. Convencimos a Sofía, una chica atolondrada a la que ambos habíamos amado en soledad, para que posase ante la cámara, ligera de ropa y en actitud insinuante.

—No te preocupes, Sofía: estamos haciendo retratos artísticos. Quién sabe, a lo mejor algún director de cine los ve y te contrata para hacer películas.

Teníamos que inventar mentiras piadosas para vencer sus reticencias. Sofía tenía cabellos que al oro oscurecían, igual que la Dafne de Garcilaso, unos cabellos que creaban efectos de luz, y una mirada tierna y envilecida a la vez que revestía las fotografías de una extraña autenticidad. Pasábamos horas y horas ensayando posturas, ángulos inverosímiles que la cámara recogía con frialdad y displicencia. Sofía aparecía en las fotos con vestidos vaporosos arremangados hasta la cintura, con escotes de encaje que mostraban, como por descuido, un seno de perversa blancura. Sofía se tumbaba en un diván, se recostaba en la pared o se arrastraba por el suelo, obedeciendo las indicaciones de Iñaki, y yo espiaba sus movimientos a través de la cámara que más tarde nos la devolvería en una tonalidad sepia, como un anacronismo o una reliquia sucia. Sofía fue aprendiendo a posar con la práctica diaria, pronto dejó de necesitar nuestros consejos, y la cámara se convirtió en una caricia sobre su piel, una mirada neutra y sin matices que acogía el regalo de su anatomía, centímetro a centímetro, el atrevido pudor de sus manos apartando la tela enojosa, la sabiduría de unos dedos que entreabren las puertas y una lengua que asoma entre los labios. La cámara dejaba de ser entonces un armatoste inservible y se volvía moldeable como la cera, no había rincón que escapase a su escrutinio cruel. Iñaki y yo permanecíamos como testigos mudos o convidados de piedra en una ceremonia que no comprendíamos; Sofía sonreía y nos animaba a repetir la sesión, una y otra vez su cuerpo se mostraba desvalido ante el ojo de cristal de la cámara.

—Sofía, quítate las bragas.

Y Sofía se quitaba las bragas con lentitud, haciendo con ellas un gurruño que se enredaba en la superficie escurrida de sus muslos, y las lanzaba al aire, con tanta precisión que caían sobre el fuelle de la cámara, dificultando mi trabajo. Las bragas de Sofía tenían un perfume penetrante, una mancha alargada en mitad de la entrepierna, una estela de un amarillo confuso que me traía toda la fertilidad precoz de la niña, todo el esplendor sudo de la mujer que ya pronto sería. Hubiese querido oler, besar, chupar aquellas bragas.

—Por hoy lo dejamos, Sofía. También hay que descansar un poco.

Después, en el laboratorio, enaltecidos por la luz roja, asistíamos al desvelamiento de las fotos: Sofía aparecía paulatinamente sobre el papel como una presencia ajena que ni siquiera nos rozaba, tan lejana como las señoritas retratadas por el abuelo, que persiguió el amor sin alcanzarlo jamás. Quizá ese había sido su destino: viajar de cuerpo en cuerpo, envuelto en el vado sepia del fracaso. Quizá ese iba a ser también mi destino.

Había algo de complacencia canalla en asumir un futuro tan ingrato, y puesto que yo jugaba a ser canalla no me molesté en evitarlo. Recuerdo que cierto día bajamos a la playa, para hacer unas fotos de Sofía sobre los acantilados, revolcándose en la arena, con el pelo mojado y los pies hundidos entre las olas. Una luz grisácea se apoderó del paisaje, instalándose de manera subrepticia hasta inundarlo con un manto de tinieblas. El viento nos sacudió como un latigazo; los acantilados desplegaban su grandeza de piedra, y la luna no tardó en aparecer. Ebrios de felicidad, nos refugiamos en una cueva, con la salmodia del mar al fondo y encendimos una hoguera para que el sueño no nos visitase en medio del frío. Las horas se desgranaban, una tras otra, entre la exaltación y el tedio, y la risa nos fue dejando una mueca repulsiva en los labios. Harto de aquella conversación estúpida, fingí que me vencía el sopor; Iñaki y Sofía se susurraban obscenidades, su voz era apenas un cuchicheo que sonaba como el crujido de una cucaracha cuando la pisan y que de repente estallaba en una carcajada. A mis oídos llegaban frases, retazos de un diálogo intuido sobre el runrún de las olas. Oí a Iñaki reclamar el impuesto de la carne, y a Sofía resistirse, en espera de una declaración romántica que la justificase; oí el forcejeo de sus brazos y sus piernas, las risas que ya no eran estallidos sino sofocos, y oí la voz de Iñaki entorpecida por el deseo, farfullando un te quiero que excluía la sinceridad pero que al fin le abría las puertas del santuario.

—Vamos, Sofía desnúdate.

La cueva se llenó con una luz de infierno, una especie de luz tabernaria que los acusaba de haber infringido alguna ley desconocida. Iñaki y Sofía se besaban, inmunes al remordimiento, como aquellos amantes, Pablo Malatesta y Francisca, inmortalizados por Dante. La cueva los transportaba en su estómago de ballena sin espinas (aunque, ahora que lo pienso, ninguna ballena tiene espinas), en su morada sombría, asaltada por las olas. Exhalaban una fragancia con olor a juventud pecaminosa y semen marchito. La voz de Sofía, fecundada de resonancias, parecía surgida de una hornacina:

—¿No te importa que nos vea tu amigo?

—Me importa un pito. Venga, no te hagas la estrecha.

Oí los primeros gemidos, el sudor que impregnaba las pieles cubriéndolas de arena, las palabras inconexas, y tuve que reprimir las ganas de gritar, de suplicarles que pararan, ahora ya era demasiado tarde, ignorarían mi súplica o simplemente sentirían que su deseo se avivaba, al comprobar que alguien los estaba observando. La cueva tenía un olor vegetal de helechos prehistóricos, sobre las paredes de roca se amontonaban las lapas, esperando la subida de la marea. Me sorprendió la sencillez de los preliminares. Sofía una vez desnuda, adquirió el aire desvalido de una página en blanco o una paloma herida.

—¿No tienes frío? —le preguntó Iñaki.

—Déjate de sandeces. Ya entraremos en calor, no te preocupes.

Sofía se recostó sobre la pared del fondo, reprimiendo un escalofrío. Imaginé su piel injuriada por las conchas de las lapas, su piel desnuda acribillada de diminutas abolladuras. Iñaki la tomó de las nalgas y le tiró del elástico de las bragas; la tela se hundió en la raja con la facilidad de un cuchillo que penetra en la carne. Sofía se estremecía a medida que la presión de las bragas en la entrepierna aumentaba; noté que sus pezones se habían erizado.

—Despacio, Iñaki. No tengas prisa —susurró.

Tenía unos senos breves, casi inexistentes, que se podían abarcar con la boca. Iñaki se amamantó en ellos mientras la levantaba en volandas, tirando del elástico de las bragas. Las costuras no tardaron en desgarrarse.

—Qué bestia eres, hijo. Me vas a desguazar.

Sofía me brindaba la visión de unas nalgas duras, un remanso de carne repartido en dos masas equidistantes y simétricas. La espalda de Sofía tenía una limpieza de líneas propia de un instrumento musical. Iñaki hurgaba con el dedo índice en la virginidad intacta de aquellas nalgas, en el orificio fruncido del esfínter, tan parecido a la boca de una estrella de mar. Sofía, entretanto, examinaba la metamorfosis que se producía en el miembro de Iñaki, el endurecimiento progresivo de aquel apéndice que al principio era un colgajo, pero que pronto se convertiría en una sustancia nudosa, un amasijo de venas y nervios con cierta vocación a la elipse. El miembro de Iñaki crecía, bajo la mirada atenta de Sofía, y asomaba el corazón caliente del glande, ese corazón rudimentario, impermeable a las teorías evolutivas, que brotaba por debajo del prepucio, con su ojo ciego y ciclópeo, esa ranura carmesí que atisbaba el mundo entre palpitaciones. Sofía le recorrió el miembro con su lengua párvula, con un atisbo de lengua que se movía entre el pudor (un falso pudor) y la osadía (una falsa osadía), entre la rapidez sesgada de un ofidio y la morosidad de un molusco. Sofía mordisqueaba el miembro de Iñaki, dejando estampado el lacre de sus incisivos, aquel relieve que parecía un mensaje sobre el pergamino de la piel a punto de reventar. Sofía mordisqueaba los contornos del prepucio, la tirantez del frenillo ávida de sangre, e Iñaki se dejaba hacer, concentrado en la nada, sintiendo cómo su miembro taponaba la boca de la muchacha y embestía sobre su paladar.

—Ahora te toca a ti comerme el corto.

Sofía se despatarró sobre la arena, sobre el agua salada que formaba charcos en el interior de la cueva, lanzando destellos ondulantes (que eran un remedo de mar) sobre el techo sin estalactitas. El corto de Sofía brillaba en la oscuridad, al final de su vientre, alumbrando el camino a Iñaki. Sofía acogía entre sus muslos la cabeza de Iñaki y alargaba un brazo hasta su cuello, obligándolo a hozar en aquel recipiente estremecido por el placer. Sofía tenía un perineo breve que pasaba desapercibido entre el esfínter y la hinchazón de la vulva. En el surco de las nalgas le brotaba un sudor nutritivo, blanquecino como una exudación de esperma. La vulva de Sofía tenía una textura de labios superpuestos y alojaba un brote tierno, un botón rosa que Iñaki no paraba de zarandear, buscándole un tintineo metálico que nunca se llegaba a producir. La vulva de Sofía cedía ante la labor de zapa a que estaba siendo sometida, y se impregnaba con una saliva fragante, con un líquido salino que poco a poco la iba empapando. La cueva difuminaba las fronteras de su cuerpo con una luz sepia, una luz de acuario sucio, donde distintas variedades de peces sobreviven a la desidia copulando entre sí, devorándose los unos a los otros, envueltos en el lodo de la promiscuidad.

Recordé las fotografías del abuelo, envueltas en otro lodo similar, el de unos cuerpos que transmitían un mensaje de fracaso y aburrimiento. El hombre va construyendo coartadas que le alivien el peso del fracaso, subterfugios que dilaten el caos de lo que verdaderamente importa.

—Sigue, sigue, por favor. Hasta el final.

La cueva tenía una miseria de burdel o estación ferroviaria. Iñaki introdujo su dedo pulgar en la vagina. Sofía comenzó a moverse con sacudidas intermitentes y violentas. Otros dedos se iban incorporando a la introspección, rastreando la línea accidentada de los labios menores, la cresta oscura del pubis, y Sofía acataba la labor con jadeos y onomatopeyas, en un forcejeo que colaboraba y consentía.

—Ahora fóllame.

El techo de la cueva, alumbrado de hongos y remotas fosforescencias, amenazaba con desplomarse de un momento a otro, aprisionándonos en un cementerio de mar estancado. El ruido del viento mitigaba la elocuencia de aquellos dos cuerpos, la densidad de sus palabras ininteligibles, probablemente obscenas. Sentí cómo mi garganta se agarrotaba ante la magnitud de mi soledad. Iñaki había tomado en volandas a Sofía y la había ensartado sobre sí. Sofía imprimía a su balanceo una laxitud provocadora, desgarrada y animal, y su hendidura rosa acogía una y otra vez, los embates de Iñaki, los acogía y amortiguaba, convirtiéndolos en un suave navegar a través de océanos mitológicos. Chillaban ante la proximidad del orgasmo, y su grito se confundía con el fragor de las olas, que restallaban sobre la roca y nos lamían los pies con su espuma. Iñaki y Sofía eran ya un solo cuerpo trabado con lenguas, pies y brazos, una exaltación de bronce sobre la noche que recriminaba mi cobardía, que me escarnecía y humillaba por no tener valor para intervenir. Agazapado en la arena, sin una cámara que mirase por mí, presencié aquel espectáculo de fiebre y locura, y supe, con una espantosa certidumbre, que también mi existencia, al igual que la del abuelo, sería un largo exilio a través de los cuerpos, un intento de alcanzar el ideal de Dafne, sin poder impedir su metamorfosis en laurel. Asistí inerme y derrotado al triunfo de los otros e intuí, de una vez para siempre, que mi destino excluía aquella forma de dicha. Volví la cabeza hacia la playa; una franja de arena se estiraba hasta el infinito, ansiosa por albergar mis huellas. Sabía que, si empezaba a correr, los cuerpos de Sofía e Iñaki adoptarían una tonalidad sepia, pero también sabía que si permanecía quieto defraudaría al abuelo. Corrí hasta la extenuación, corrí en pos de mi destino, corrí sobre la arena palpitante que acopa mis pasos y me indicaba la ruta.



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miércoles, 30 de septiembre de 2020

"El beso", de ANTÓN CHÉJOV (UCRANIA, 1860-1904, d.n.e.)

Cuento publicado en "Tiempo Nuevo", núm. 4238 (15-12-1887) y luego en "Cuentos", de fecha   1888   d.n.e.




El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:

-Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa…

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

-¡Maldita sea! -rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos-. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!

Los oficiales de las seis baterías recordaban muy vivamente un caso del año anterior, cuando durante unas maniobras, un conde terrateniente y militar retirado los invitó del mismo modo a tomar el té, y con ellos a los oficiales de un regimiento de cosacos. El conde, hospitalario y cordial, los colmó de atenciones, les hizo comer y beber, no les dejó regresar a los alojamientos que tenían en el pueblo y les acomodó en su propia casa. Todo eso estaba bien y nada mejor cabía desear, pero lo malo fue que el militar retirado se entusiasmó sobremanera al ver aquella juventud. Y hasta que rayó el alba les estuvo contando episodios de su hermoso pasado, los condujo por las estancias, les mostró cuadros de valor, viejos grabados y armas raras, les leyó cartas autógrafas de encumbrados personajes, mientras los oficiales, rendidos y fatigados, escuchaban y miraban deseosos de verse en sus camas, bostezaban con disimulo acercando la boca a sus mangas. Y cuando, por fin, el dueño de la casa los dejó libres era ya demasiado tarde para irse a dormir.

¿No sería también de ese estilo el tal Von Rabbek? Lo fuese o no, nada podían hacer. Los oficiales se cambiaron de ropa, se cepillaron y marcharon en grupo a buscar la casa del terrateniente. En la plaza, cerca de la iglesia, les dijeron que a la casa de los señores podía irse por abajo: detrás de la iglesia se descendía al río, se seguía luego por la orilla hasta el jardín, donde las avenidas conducían hasta el lugar; o bien se podía ir por arriba: siguiendo desde la iglesia directamente el camino que a media versta del poblado pasaba por los graneros del señor. Los oficiales decidieron ir por arriba.

-¿Quién será ese Von Rabbek? -comentaban por el camino-. ¿No será aquel que en Pleven mandaba la división N de caballería?

-No, aquel no era Von Rabbek, sino simplemente Rabbek, sin von.

-¡Ah, qué tiempo más estupendo!

sábado, 22 de febrero de 2020

"Último beso", de F. SCOTT FITZGERALD (EE.UU:, 1896-1940, d.n.e.)

Cuento publicado póstumamente en "Collier's Magazine", en fecha 16 de abril de 1949  d.n.e.



I.

Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.

Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.

-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.

Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».

Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:

Esta noche a las diez
en el estadio de Hollywood
Sonja Heine patinará
sobre sopa caliente

A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.

-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.

La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».

-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.

-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.

-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.

Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.

-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.

-¿Es usted director?

-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.

-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.

Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.

-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.

-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.

-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?

Ella asintió.

Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.

-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.

-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.

-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.

-Es una larga historia.

-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.

-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.

-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.

Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.

-Me gustaría oír esa larga historia.

La chica suspiró.

-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.

-¿Vejestorios de veintidós años?

-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno.

-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?

-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.

Jim sonrió.

-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió.

-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía.

-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!

-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.

-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban?

-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.

Jim volvió a mirarla y se echó a reír.

-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.

Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chófer.

-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.

Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.

-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte.

-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.

-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?

-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde.

-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?

-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio.

-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.

La chica frunció el entrecejo.

-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?

Jim se encogió de hombros.

-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.

Después de una larga pausa, Pamela sentenció:

-Un inglés no haría eso.

-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no.

-Un caballero inglés no lo haría.

-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí.

-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.

Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.

-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.

-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.

Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.

-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz.

-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón?

-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.

Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.

-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?

-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que…

-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker.

-No le diga nada -la interrumpió.

-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.

Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.

-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…

-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.

El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.

A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.

-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré.

-No, por favor -se apresuró a decir Jim.

-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.

-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron.

-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.

Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.

Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.

II.

Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores, guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber supuesto ningún problema.

Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.

Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.

Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe Becker se dejó caer por su despacho.

-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?

-Muy agradable.

-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.

-Claro que la pasamos bien.

-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.

-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si es lo que estás insinuando.

-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería decirte algo sobre ella.

-¿No le interesa a nadie?

-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el tema de conversación de todo el restaurante.

-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.

-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.

-No me digas.

-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa Maxwell…

-Joe, tengo que trabajar.

-¿Verás su prueba?

-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim, impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.

-Tú tienes tus ideas, ¿no?

-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones en las salas de proyección.

-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.

Una semana después llegó otra nota.

Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha cargado a todos los viejos.

La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…

No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.

Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London News.

Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.

-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.

Pamela dejó de leer inmediatamente.

-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le he escrito hoy.

-Yo también vivo cerca de aquí.

Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la pregunta equivocada.

-¿Cómo van las cosas?

-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.

-Me parece muy sensato.

-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.

Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos gritaban los resultados del fútbol.

-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.

«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.

Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un patio central.

-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a usted le gustaría ayudarme.

Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.

-¿Está casado? -preguntó la chica.

-No.

-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba, añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.

-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para darnos las buenas noches.

Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:

-Bueno, me condenaré.

Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de haberse acostado.

III.

Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis personas comenzó la obra.

Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes, pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una puerta lateral. Ella lo estaba esperando.

-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.

-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.

-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.

-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel. ¿Puede venir al estudio mañana?

Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.

-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.

-¿De verdad?

-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor. Es mucho más civilizado que Bernie Wise.

Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo menos era civilizado.

-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.

Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que coronaban el pretil, y Pamela asintió.

-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se suicidan si no consiguen lo que quieren.

-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.

Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.

-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.

Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.

-Hay beso esta noche -dijo ella.

Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus manos.

-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No la desaproveches.

-¿Qué ha pasado?

-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así que rompimos el contrato.

Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?

-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.

-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un pequeño papel para que la vieras.

Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en la penumbra; las pupilas se dilataban.

-¿Dónde está Bog Griffin?

-En ese camerino, con la señorita Knighton.

Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema era serio.

-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?

-Hueles a cebolla -dijo Pamela.

Griffin volvió a intentarlo.

-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.

-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.

-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.

-Claro. Todo el tiempo del mundo.

Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía acerca de ella, y ella de ellos.

-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.

-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano juicio.

-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?

-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.

-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.

-Él no es actor -dijo, confundida.

-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque no llegan nunca a aprender eso.

-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…

Jim asintió.

-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.

«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.

Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:

-¡Eh, Bob!

Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho, donde Mike Harris lo estaba esperando.

-Esa chica vuelve a crear problemas.

-Acabo de estar allí.

-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el rodaje por hoy. No podía más.

Bob entró.

-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que no encuentras cómo…

Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.

-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo que puedo resolver el asunto.

Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.

-De acuerdo, Jim -dijo.

Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le contestó una voz de hombre.

IV.

A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para quienes ella trabajaba.

Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.

Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela llegaría enseguida.

-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.

-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood, extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?

-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.

La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad. Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un anciano.

-Espero que traten a Pamela como se merece.

-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.

-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de sus dueños y…

Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.

-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.

Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.

-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde -dijo Pamela, con cierto tono de desafío.

-Quería hablar contigo fuera de los estudios.

-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.

-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.

-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.

-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a solas?

-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.

Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación.

-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató -dijo.

-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente profesional.

-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un ultimátum.

-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú eres su jefe, ¿no?

-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las películas se hacen en equipo y…

-Déjame entonces que pruebe con otro director.

-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único que les impresiona.

-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin levantar la voz.

-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como usted.

Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.

Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.

-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.

-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de alimañas al acecho.

Jim se levantó.

-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a Inglaterra y te casaras.

Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que iba a perder para siempre.

Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra, había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían terminaban en el mismo punto muerto.

Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió en junio de muerte natural.

V.

Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.

Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro, con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana después.

Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.

En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el botón para que empezara.

En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:

-Preferiría morirme antes que hacer eso.

Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una vez más las tres notas que ella le había mandado.

…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.

Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.

«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser desdichado.

Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos. Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.

Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.

No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.

-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.

-Gracias.

Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.

Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir más cerca su radiante belleza.

-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»





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