viernes, 29 de noviembre de 2019

"El autor", de ROSARIO DE ACUÑA Y VILLANUEVA (ESPAÑA, 1850-1923, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Sentir y pensar", de fecha 1884  d.n.e.



Wilhelm Menzler Casel (Alemania, 1846-1926) - Cisnes en el parque

El eco de la voz de aquel amante
se perdió en el espacio; muda y fría,
miró hacia el sol María;
después hizo una trenza en su cabello;
con el pulgar de su rosada mano
quitó del rostro bello
una lágrima audaz que lo surcaba
y que a los rayos de la luz brillaba,
como una fresca gota de rocío;
se recogió en el talle su pañuelo;
miró a la senda que a sus pies se abría
y, fijas sus miradas en el suelo,
comenzó a caminar con lento paso,
dando la espalda al sol, frente al ocaso.
Él la miró marchar, con ironía,
hizo un mohín de duda, y con la mano
la frente se tocó, como quien dice:
—«Alzó sus hombros; recogió su abrigo;
y, tosiendo, después, seco y cortado,
se alejó de María
por un sendero del opuesto lado.
De pronto, oyese un grito penetrante,
agudo, como el grito del que mira
en noche de naufragio y de tormenta
apagarse la luz por quien suspira;
Fernando se paró, quiso volverse,
pero antes de cumplir con su deseo
dos brazos le impidieron el moverse;
unos labios de fuego, temblorosos,
por lágrimas de pena humedecidos,
dejaron escapar impetuosos
el rayo abrasador de los sentidos;
un beso, el de los sueños amorosos,
daba a su amante la infeliz María,
y en tanto que él, cual insensible roca,
se dejaba besar diciendo —«¡Loca!...»
—La joven en su anhelo repetía—
«¡¡Quiero llevarme un beso en tu boca!!»
¡Oh misterio sin igual! El lazo
de la atracción ¿do existe, cuando liga
desemejantes almas? ¿Do reside
esa ley del amor que a tanto obliga,
y que manda, y preside,
la indisoluble unión de dos conciencias?
¿Cómo se pueden sujetar a un tiempo
opuestas existencias?...
¿Cómo el alma de aquella que vivía
en los efluvios del amor, ligóse
a otra alma informe, vanidosa y fría,
que no contó uno más de sus latidos
ni ante el fuego voraz de los sentidos?...
¡Vida, espíritu, muerte, sombras, dudas
y abismos, donde el alma se confunde!
¡Esfinges pavorosas, siempre mudas
ante el afán que anima al pensamiento,
jamás responden al humano acento,
solamente su impávida mirada
descubre, igual que al sabio al ignorante,
que al fin llega un instante
en que dice Ya sé que no sé nada.



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lunes, 25 de noviembre de 2019

"El fornicio", de GONZALO ROJAS PIZARRO (CHILE, 1916-2011 d.n.e.)

Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones,
te turbulentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca,
tocara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis, ¿qué más
te dijera por dentro?

                      ¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
                    ¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
                         tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?

Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas,
mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,

                        riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar a las esferas
estallantes como Pitágoras, te
lamiera,

te olfateara como el león
a su leona,
parara el sol,
fálicamente mía,
                   ¡te amara!
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viernes, 22 de noviembre de 2019

"El céfiro y una flor", de JOSÉ SELGAS Y CARRASCO (ESPAÑA, 1822-1882, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "La primavera", de fecha 1850  d.n.e.



Era, una flor: dulcísimo tesoro
De cándida hermosura:
Sus hojas blancas, su botón cual oro,
Su tallo dócil y su esencia pura.
Era la flor más bella
Que nace con el día.
El céfiro, volando en torno de ella,
Murmuraba y decía:
—«Preciada estás ¡oh flor! de ser hermosa,
Y tu altivez por eso
Esquiva desdeñosa
El tierno cáliz a mi dulce beso.
¡Tu orgullo es necio, tu altivez es vana!
Si del alba naciste,
Yo nací del amor de la mañana.
Eres hermosa, pero vives triste.
Hoy vengo todo de perfumes lleno,
Y entre todas te elijo;
Tus hojas abre y dormiré en tu seno».

Le oyó la flor, y suspiró, y le dijo:
«Preciado está el Sultán de su grandeza.
¡Qué flor esquivaría
El tesoro feliz de su riqueza!...
Dame, pues, tu armonía,
Tus suspiros suaves, pero tu beso... no... me desharía».
—¡¡Sólo suspiros quieres!
¿Acaso tú no sabes
Que yo traigo en mis alas los placeres?
Los besos son mis exquisitos dones,
Que yo soy clamor. —Y en vuelo blando
Casi a besarla alcanza.
Trémula y suspirando,
¡Ay!... que mis hojas son las ilusiones,
La flor le contestó: soy la esperanza».





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miércoles, 20 de noviembre de 2019

"Aire", de JOSÉ RAFAEL POMBO Y REBOLLEDO (COLOMBIA, 1833-1912 d.n.e.)

María.- Gota por gota
se va la copa,
día por día
se va la vida,
beso a beso
el embeleso de la pasión.

José.- Nada me importa
con mi querida
si larga o corta
se va la vida.
Mas... te confieso
que el embeleso de la pasión
quiere otro beso,
quiere otra gota.
Dame otro beso,
dame otra gota:
si no... se agota mi corazón.
Si no... se agota mi corazón.




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lunes, 18 de noviembre de 2019

"Eva Luna", de ISABEL ALLENDE LLONA (CHILE, 1942--, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "Eva Luna", de fecha 1987  d.n.e.



Desnudo con luz de Sol, 1920 - George Spencer Watson
La existencia se nos torció a todos durante el primer viaje de Riad Halabí, cuando quedamos solos Zulema, Kamal y yo. La patrona se curó como por encanto de sus malestares y despertó de un letargo de casi cuarenta años. En esos días se levantaba temprano y preparaba el desayuno, se vestía con sus mejores trajes, se adornaba con todas sus joyas, se peinaba con el pelo echado hacia atrás, sujeto en la nuca en una media cola, dejando el resto suelto sobre sus hombros. Nunca se había visto tan hermosa. Al principio Kamal la eludía, delante de ella mantenía los ojos en el suelo y casi no le hablaba, se quedaba todo el día en el almacén y en las noches salía a vagar por el pueblo; pero pronto le fue imposible sustraerse al poder de esa mujer, a la huella pesada de su aroma, al calor de su paso, al embrujo de su voz. El ámbito se llenó de urgencias secretas, de presagios, de llamadas. Presentí que a mi alrededor sucedía algo prodigioso de lo cual yo estaba excluida, una guerra privada de ellos dos, una violenta lucha de voluntades. Kamal se batía en retirada, cavando trincheras, defendido por siglos de tabúes, por el respeto a las leyes de hospitalidad y a los lazos de sangre que lo unían a Riad Halabí. Zulema, ávida como una flor carnívora, agitaba sus pétalos fragantes para atraerlo a su trampa. Esa mujer perezosa y blanda cuya vida transcurría tendida en la cama con paños fríos en la frente, se transformó en una hembra enorme y fatal, una araña pálida tejiendo incansable su red. Quise ser invisible.

Zulema se sentaba en la sombra del patio a pintarse las uñas de los pies y mostraba sus gruesas piernas hasta medio muslo. Zulema fumaba y con la punta de la lengua acariciaba en círculos la boquilla del cigarro, los labios húmedos. Zulema se movía y el vestido se deslizaba descubriendo un hombro redondo que atrapaba toda la luz del día con su blancura imposible. Zulema comía una fruta madura y el jugo amarillo le salpicaba un seno. Zulema jugaba con su pelo azul, cubriéndose parte de la cara y mirando a Kamal con ojos de hurí.

El primo resistió como un valiente durante setenta y dos horas. La tensión fue creciendo hasta que ya no pude soportarla y temí que el aire estallara en una tormenta eléctrica, reduciéndonos a cenizas. Al tercer día Kamal trabajó desde muy temprano, sin aparecer por la casa a ninguna hora, dando vueltas inútiles en La Perla de Oriente para gastar las horas. Zulema lo llamó a comer, pero él dijo que no tenía hambre y se demoró otra hora en hacer la caja. Esperó que se acostara todo el pueblo y el cielo estuviera negro para cerrar el negocio y cuando calculó que había comenzado la novela de la radio, se metió sigilosamente en la cocina buscando los restos de la cena. Pero por primera vez en muchos meses Zulema estaba dispuesta a perderse el capítulo de esa noche. Para despistarlo dejó el aparato encendido en su habitación y la puerta entreabierta, y se apostó a esperarlo en la penumbra del corredor. Se había puesto una túnica bordada, debajo estaba desnuda y al levantar el brazo lucía la piel lechosa hasta la cintura. Había dedicado la tarde a depilarse, cepillarse el cabello, frotarse con cremas, maquillarse, tenía el cuerpo perfumado de patchulí y el aliento fresco con regaliz, iba descalza y sin joyas, preparada para el amor. Pude verlo todo porque no me mandó a mi cuarto, se había olvidado de mi existencia.

Para Zulema sólo importaban Kamal y la batalla que iba a ganar.

La mujer atrapó a su presa en el patio. El primo llevaba media banana en la mano e iba masticando la otra mitad, una barba de dos días le sombreaba la cara y sudaba porque hacía calor y era la noche de su derrota.

–Te estoy esperando, dijo Zulema en español, para evitar el bochorno de decirlo en su propio idioma.

El joven se detuvo con la boca llena y los ojos espantados. Ella se aproximó lentamente, tan inevitable como un fantasma, hasta quedar a pocos centímetros de él. De pronto comenzaron a cantar los grillos, un sonido agudo y sostenido que se me clavó en los nervios como la nota monocorde de un instrumento oriental. Noté que mi patrona era media cabeza más alta y dos veces más pesada que el primo de su marido, quien, por otra parte, parecía haberse encogido al tamaño de una criatura.

–Kamal... Kamal... Y siguió un murmullo de palabras en la lengua de ellos, mientras un dedo de la mujer tocaba los labios del hombre y dibujaba su contorno con un roce muy leve.

Kamal gimió vencido, se tragó lo que le quedaba en la boca y dejó caer el resto de la fruta. Zulema le tomó la cabeza y lo atrajo hacia su regazo, donde sus grandes senos lo devoraron con un borboriteo de lava ardiente. Lo retuvo allí, meciéndolo como una madre a su niño, hasta que él se apartó y entonces se miraron jadeantes, pesando y midiendo el riesgo, y pudo más el deseo y se fueron abrazados a la cama de Riad Halabí. Hasta allí los seguí sin que mi presencia los perturbara. Creo que de verdad me había vuelto invisible.

Me agazapé junto a la puerta, con la mente en blanco. No sentía ninguna emoción, olvidé los celos, como si todo ocurriera en una tarde del camión del cinematógrafo. De pie junto a la cama, Zulema lo envolvió en sus brazos y lo besó hasta que él atinó a levantar las manos y tomarla por la cintura, respondiendo a la caricia con un sollozo sufriente. Ella recorrió sus párpados, su cuello, su frente con besos rápidos, lamidos urgentes y mordiscos breves, le desabotonó la camisa y se la quitó a tirones. A su vez él trató de arrancarle la túnica, pero se enredó en los pliegues y optó por lanzarse sobre sus pechos, a través del escote. Sin dejar de manosearlo, Zulema le dio vuelta colocándose a su espalda y siguió explorándole el cuello y los hombros, mientras sus dedos manipulaban el cierre y le bajaban el pantalón. A pocos pasos de distancia, yo vi su masculinidad apuntándome sin subterfugios y pensé que Kamal era más atrayente sin ropa, porque perdía esa delicadeza casi femenina. Su escaso tamaño no parecía fragilidad, sino síntesis, y tal como su nariz prominente le moldeaba la cara sin afearla, del mismo modo su sexo grande y oscuro no le daba un aspecto bestial. Sobresaltada, olvidé respirar durante casi un minuto y cuando lo hice tenía un lamento atravesado en la garganta. Él estaba frente a mí y nuestros ojos se encontraron por un instante, pero los de él pasaron de largo, ciegos. Afuera cayó una lluvia torrencial de verano y el ruido del agua y de los truenos se sumó al canto agónico de los grillos. Zulema se quitó por fin el vestido y apareció en toda su espléndida abundancia, como una venus de argamasa. El contraste entre esa mujer rolliza y el cuerpo esmirriado del joven me resultó obsceno. Kamal la empujó sobre la cama, y ella soltó un grito, aprisionándolo con sus gruesas piernas y arañándole la espalda.

Él se sacudió unas cuantas veces y luego se desplomó con un quejido visceral; pero ella no se había preparado tanto para salir del paso en un minuto, así es que se lo quitó de encima, lo acomodó sobre los almohadones y se dedicó a reanimarlo, susurrándole instrucciones en árabe con tan buen resultado, que al poco rato lo tenía bien dispuesto. Entonces él se abandonó con los ojos cerrados, mientras ella lo acariciaba hasta hacerlo desfallecer y por último lo cabalgó cubriéndolo con su opulencia y con el regalo de su cabello, haciéndolo desaparecer por completo, tragándolo con sus arenas movedizas, devorándolo, exprimiéndolo hasta su esencia y conduciéndolo a los jardines de Alá donde lo celebraron todas las odaliscas del Profeta. Después descansaron en calma, abrazados como un par de criaturas en el bochinche de la lluvia y de los grillos de aquella noche que se había vuelto caliente como un mediodía.

Esperé que se aplacara la estampida de caballos que sentía en el pecho y luego salí tambaleándome. Me quedé de pie en el centro del patio, el agua corriéndome por el pelo y empapándome la ropa y el alma, afiebrada, con un presentimiento de catástrofe. Pensé que mientras pudiéramos permanecer callados era como si nada hubiera sucedido, lo que no se nombra casi no existe, el silencio lo va borrando hasta hacerlo desaparecer.

Pero el olor del deseo se había esparcido por la casa, impregnando los muros, las ropas, los muebles, ocupaba las habitaciones, se filtraba por las grietas, afectaba la flora y la fauna, calentaba los ríos subterráneos, saturaba el cielo de Agua Santa, era visible como un incendio y sería imposible ocultarlo. Me senté junto a la fuente, bajo la lluvia.

Por fin aclaró en el patio y comenzó a evaporarse la humedad del rocío, envolviendo la casa en una bruma tenue. Había pasado esas horas largas en la oscuridad, mirando hacia el interior de mí misma. Sentía escalofríos, debía ser a causa de ese olor persistente que desde hacía unos días flotaba en el ambiente y se pegaba en todas las cosas. Es hora de barrer la tienda, pensé cuando oí a lo lejos el tintineo de las campanas del lechero, pero me pesaba tanto el cuerpo que tuve que mirarme las manos para ver si se habían vuelto de piedra; me arrastré hasta la fuente, metí adentro la cabeza y al enderezarme, el agua fría se deslizó por mi espalda, sacudiéndome la parálisis de esa noche de insomnio y lavando la imagen de los amantes sobre la cama de Riad Halabí. Me fui al almacén sin mirar hacia la puerta de Zulema, ojalá sea un sueño, mamá, haz que sea sólo un sueño. Permanecí toda la mañana refugiada detrás del mostrador, sin asomarme al corredor, con el oído atento al silencio de mi patrona y de Kamal. Al mediodía cerré el negocio, pero no me atreví a salir de esos tres cuartos repletos de mercadería y me acomodé entre unos sacos de granos para pasar el calor de la siesta. Tenía miedo. La casa se había transformado en un animal impúdico respirando a mi espalda.

Kamal pasó esa mañana retozando con Zulema, almorzaron frutas y dulces y a la hora de la siesta, cuando ella se durmió extenuada, él recogió sus cosas, las metió en su maleta de cartón y se fue discretamente por la puerta de atrás, como un bandido. Al verlo salir tuve la certeza de que no volvería.




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jueves, 14 de noviembre de 2019

"La pasión según Carmela", de MARCOS AGUINIS (ARGENTINA, 1935--, d.n.e.)

Capítulo XII perteneciente al libro "La pasión según Carmela", de fecha 2008  d.n.e.



Mi vendaje con la manga de la camisa había sido oportuno y firme. El esguince no fue acompañado por una fractura, como me había hecho suponer la intensidad del dolor, y pude dejar en unos días las muletas. Decidí tomar la iniciativa que venía incubando con la fiebre del deseo.

—Debo entregarte una carta —susurré a Ignacio en el crepúsculo, cuando ya preparaban la cena.

—¿Una carta? —Se peinó con los dedos su larga cabellera de bronce.

—Debo entregártela sin testigos. —Me desconocía en ese revolear de mentiras.

—Bueno... vamos a un aparte.

Entrégamela ahora.

—Shhhh... será más tarde, cuando los compañeros se hayan dormido.

Ignacio se tironeó la dorada barbita.

—¡Tanto secreto! ¿Podes darme una pista?

—No. A las once nos reunimos en el camino del restaurante.

—Ah... el restaurante —Ignacio sonrió

—. Creo que a esa hora estará cerrado, ¿o lo abrirán para nosotros? Queda lejos.

—Dije en el camino, Ignacio, en el camino.

—De mala gana estoy frenando mi curiosidad.

Me quedé leyendo en la carpa, protegida de los mosquitos. A las once partí sigilosa, consciente de que mi fisiología se había transformado en usina nuclear. Semejante excitación no me había invadido ni cuando noviaba con mi ex marido.

La noche era magnífica. Los pasos de mis borceguíes me parecieron exordios de un ataque por sorpresa. Mis manos acariciaban los árboles del camino incierto para no desviarme. Las fragancias que Ignacio me había enseñado a diferenciar ayudaban, o me hacían suponer que ayudaban a orientarme, pero me mordí los labios al darme cuenta de que la oscuridad era demasiado densa a medida que aumentaba la espesura del bosque. Me iba a perder. El olor de un animal muerto, quizá una rata de campo despedazada, me golpeó como una pared. Dispuse seguir otro poco. Volvió la fragancia, pero más débil. ¿Era la altura? ¿El cansancio?

—Carmela... —escuché el susurro.

Me llovió alegría.

—Sí, soy yo. ¿Dónde estás?

—Delante de ti, ¿no me ves?

Apoyado sobre el tronco de un árbol pude distinguir la indefinida dentadura de Ignacio.

—¿Trajiste la carta?

Extendí mis manos hasta tocar las de él.

—Eres como los gatos, puedes ver en la oscuridad —dije.

—No, no —replicó—, ese mérito sólo corresponde a Ulises.

—¿Ver en la oscuridad?

—Tener ojos de gato.

—De los gatos con mala entraña — corregí.

—Este sendero lo hice tantas veces que me lo sé de memoria. Tus pasos, tu respiración me dijeron: ¡ahí llega el correo. Pero no podré leer la carta, porque olvidé la linterna.

—No te preocupes, no hace falta leerla. Te la voy a decir.

La proximidad de nuestros labios no tuvo resistencia y nos unimos en un beso seguido de otro beso más largo y un tercero más largo aún, guarnecidos por el constrictor abrazo que nos mantuvo juntos en un espacio donde nada existía en torno, sino la sensación del otro cuerpo. Nos apoyamos en el tronco del castaño y seguimos besándonos y apretándonos hasta quedar extenuados.

Resbalamos lento, con ternura. El pasto transpiraba su rocío. Rodamos por los cojines de gramilla. Por instantes abría mis ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, y pude ver estrellas entre las costuras del follaje. Las luciérnagas se entusiasmaron con nuestra fiesta y reverberaron sus chorros de luz.

Los besos pasaron a convertirse en exploradores insaciables, corrían por las sienes, los cabellos, la nuca, las orejas. Enmelaron nuestras mejillas. Ignacio prefería bucear en mi cuello y nadó por su orografía hasta decidirse a una levitación que lo depositó de nuevo en mi boca. Nuestras lenguas se enredaron. Después bajó al mentón, onduló por mi garganta y patinó ida y vuelta a lo largo del esternón que mis pechos escoltaban impacientes. Respirábamos con apuro y nuestras extremidades se extendieron con ambición imperial. Nos acariciamos a palmas llenas. Algunos avances eran interrumpidos por dudas fugaces. La excitación se había transformado en hoguera. Las llamas exigían la consumación y sentí que la Sierra temblaba.

Luego permanecimos sobre el lecho vegetal, oscuro y apacible. Nos costaba despegarnos. La transpirada piel ya no estaba iluminada por unas estrellas y la joyería de luciérnagas, sino por el curioso borde de la luna que atravesaba el ramaje. Todo era tan perfecto que se reactivó un latente temor. Para disimularlo, Ignacio dibujó palabras en mi frente.

—¿Escribes?

—Sí, te pregunto por la carta.

—Te la di, eran puros besos.

—Sos ocurrente.

—Pero tú sigues escribiendo —dije.

—Sí, cuento lo que acaba de suceder.

—Dímelo.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Me refiero a otra cosa.

—Me muero de curiosidad.

—Como yo antes, de curiosidad por la carta que me ibas a entregar. —Ignacio dejó caer la mano.

—¿Qué te pasa ahora?

Se sentó de espaldas y frotó sus cabellos. Intuí que iba a decirme algo importante, una confesión quizá, pero la sola idea de hacerlo lo perturbó tanto que se puso de pie.

—Vistámonos. Te podes enfriar.

—¡Esto sí que es raro! —protesté—. En serio, ¿qué te ocurre?

Ignacio sabía que a veces sus nervios lo hacían cometer estupideces. Pero no me podía explicar todavía el conflicto; en su cabeza había más espectros que en las siluetas nocturnas del bosque.



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martes, 12 de noviembre de 2019

"La muerte o antesala de consulta", de de VICENTE ALEIXANDRE (España, 1898-1984 d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Pasión de la tierra", de fecha 1928-1929  d.n.e.



Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las avispas los ignoraban. Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de lejanía salvaba todas las cosas. Los dedos de la mano del más viejo tenían tanta tristeza que el pasillo se acercaba lentamente, a la deriva, recargado de historias. Todos pasaban íntegramente a sí mismos y un telón de humo se hacía sangre todo. Sin remediarlo, las camisas temblaban bajo las chaquetas y las marcas de ropa estaban bordadas sobre la carne. «¿Me amas, di?» La más joven sonreía llena de anuncios. Brisas, brisas de abajo resolvían toda la niebla, y ella quedaba desnuda, irisada de acentos, hecha pura prosodia. «Te amo, sí» —y las paredes delicuescentes casi se deshacían en vaho. «Te amo, sí, temblorosa, aunque te deshagas como un helado». La abrazó como a música. Le silbaban los oídos. Ecos, sueños de melodía se detenían, vacilaban en las gargantas como un agua muy triste. «Tienes los ojos tan claros que se te transparentan los sesos». Una lágrima. Moscas blancas bordoneaban sin entusiasmo. La luz de percal barato se amontonaba por los rincones. Todos los señores sentados sobre sus inocencias bostezaban sin desconfianza. El amor es una razón de Estado. Nos hacemos cargo de que los besos no son de biscuit glacé. Pero si ahora se abriese esa puerta todos nos besaríamos en la boca, ¡Qué asco que el mundo no gire sobre sus goznes! Voy a dar media vuelta a mis penas para que los canarios flautas puedan amarme. Ellos, los amantes, faltaban a su deber y se fatigaban como los pájaros. Sobre las sillas las formas no son de metal. Te beso, pero tus pestañas... Las agujas del aire estaban sobre las frentes: qué oscura misión la mía de amarte. Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo devolvían herido. Los amantes volaban masticando la luz. Permíteme que te diga. Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus encajes. Las barbas de los demás crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin dolor. Abanicos de tela paraban, acariciaban escrúpulos. Ternura de presentirse horizontal. Fronteras.

La hora grande se acercaba en la bruma. La sala cabeceaba sobre el mar de cáscaras de naranja. Remaríamos sin entrañas si los pulsos no estuvieran en las muñecas. El mar es amargo. Tu beso me ha sentado mal al estómago. Se acerca la hora.

La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo lóbrego lamentándose de su torpeza. Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres. Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete y diez. La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María. Puede pasar el primero.




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lunes, 11 de noviembre de 2019

"El beso", de LUIS PALÉS MATOS (PUERTO RICO, 1899-1955, d.n.e.)

Poema perteneciente al libro "Azaleas", de fecha 1915  d.n.e.



Óleo de Vicente Romero Redondo

El champagne de la tarde sedativa
embriagó la montaña y el abismo,
de una sedosidad de misticismo,
y de una opalescencia compasiva.

Hundiste el puñal zarco de tu altiva
mirada en mis adentros, y el lirismo
cundió mi alma de romanticismo:
rodó la gema de la estrofa viva.

Entonces gimió el cisne de mi ansia,
por el remanso lleno de arrogancia
de tus ojos nostálgicos y sabios;

y la dorada abeja del deseo,
en su errante y sutil revoloteo
buscó el clavel sangriento de tus labios.





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viernes, 8 de noviembre de 2019

"Yo te recuerdo", canción de ROBERTO CARLOS Braga Moreira, cantante (BRASIL, 1941--, d.n.e.)

Canción perteneciente al Álbum "Los más grandes éxitos de Roberto Carlos. Vol. III", de fecha 1973  d.n.e.



Yo te recuerdo...,
cuando han pasado algunos años.
Yo te recuerdo,
aunque al hacerlo me haga daño.

¡Cómo recuerdo,
cuando al mirarnos
sin pensar nos abrazamos!
Así, recuerdo
con qué ternura
con besos nos amamos.

Yo te recuerdo...,
en cada día que me amanece,
cuando mi estrella esta sonriente
o se entristece.

En cada pájaro que vuela,
en cada tarde que se aleja,
en el rocío que se posa
al borde de una blanca rosa.

Yo te recuerdo...,
porque nunca te olvidé.

Yo te recuerdo...,
en cada día que me amanece,
cuando mi estrella esta sonriente
o se entristece.

En cada pájaro que vuela,
en cada tarde que se aleja,
en el rocío que se posa
al borde de una blanca rosa.

Yo te recuerdo...,
porque nunca te olvidé.



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miércoles, 6 de noviembre de 2019

"Tus besos", canción de JUAN LUIS GUERRA SEIJAS (REPÚBLICA DOMINICANA, 1957--, d.n.e.)

A ti te canto, solo a ti
(Gua, guarará)
Bachata con inspiración
(Gua, guarará)
A ti princesa linda de mi corazón
Oooh de mi corazón

Amada tu eres para mí
(Gua, guarará) Como ramito de azahar
(Gua, guarará) Manzana y palomita de mi palomar
Ooh de mi palomar

Amor intenso, más ancho que el mar,
tus besos se han quedado en mi cara, mujer,
son como sellitos de amor en mi piel.

Tus besos..., procurándome en esta canción
viven en la esquina de mi corazón.

Tus besos me enamoran, me colman de bien
Besos de ternura, besitos de miel,
tus besos que me arrullan, me dan la ilusión,
bálsamo y perfume para mi corazón,

oooh, oooh, para mi corazón.
Hermosa luces para mí
(Gua, guarara)
Tus ojos mi revelación
(Gua, guarara)
No hay nada como el dulce que tiene tu voz.
No, como el dulce que tiene tu voz.

Perfecta tu eres para mí
(Gua, guarara) Tu cuello y tus cabellos son
(Gua, guarara)
Columna de palacio y orquídeas de sol
Ooh orquídeas de sol
Incienso y mirra pa' mi corazón.

Porque tus besos...
tus besos se han quedado en mi cara
, mujer,
son como sellitos de amor en mi piel.

Tus besos..., procurándome en esta canción
viven en la esquina de mi corazón.

Tus besos me enamoran, me colman de bien
Besos de ternura, besitos de miel,
tus besos que me arrullan, me dan la ilusión,
bálsamo y perfume para mi corazón,

oooh, oooh, para mi corazón.

Vístete de amanecer, cúbreme con tu esplendor.
Muéstrame cuán alto y profundo es tu amor,
Ooh, cuán alto y profundo es tu amor.

Tus besos se han quedado en mi cara, mujer,
son como sellitos de amor en mi piel.

Tus besos..., procurándome en esta canción
viven en la esquina de mi corazón.

Tus besos me enamoran, me colman de bien
Besos de ternura, besitos de miel,
tus besos que me arrullan, me dan la ilusión,
bálsamo y perfume para mi corazón,

oooh, oooh, para mi corazón.

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lunes, 4 de noviembre de 2019

"Besos", canción de VÍCTOR ESCALONA, cantante (VENEZUELA, d.n.e.)


Hay besos que son de café
y quitan el sueño de noche y de día,
hay besos que huelen a otoño
y quedan perdidos en melancolía.

Hay besos que no tienen dueño
y siempre parecen una despedida,
hay besos que guardan secretos
y adornan el parque en la tarde escondida

Pero tus besos no quiero entenderlos,
me gustan... que hasta me da miedo.
Me llevan al cielo
y me canta el corazón

Pero tus besos no dicen mentiras
y riman con mi poesía
llenando la tinta
con la que escribo esta canción.

Hay besos que son calendario
y tienen la fecha, la hora y el día.
Hay besos de desesperados
y rompen la calma entre tanta rutina.

Un beso que nunca se olvida,
que solo aparece una vez en la vida:
el beso de primera vez,
que queda en la lista de cosas bonitas.

Pero tus besos no quiero entenderlos,
me gustan... que hasta me da miedo.
Me llevan al cielo
y me canta el corazón

Pero tus besos no dicen mentiras
y riman con mi poesía
llenando la tinta
con la que escribo esta canción.


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viernes, 1 de noviembre de 2019

"Dormida", de JOSÉ JULIÁN MARTÍ PÉREZ (CUBA, 1853-1895, d.n.e.)

"Dulces sueños", de Antonio Frilli

Más que en los libros amargos
el estudio de la vida,
pláceme, en dulces letargos,
Verla dormida.

De sus pestañas al peso
el ancho párpado entorna,
lirio que, al sol que se torna,
se cierra pidiendo un beso.

Y luego como fragante
magnolia que desenvuelve
sus blancas hojas, revuelve
el tenue encaje flotante

de mi capricho al vagar
imagínala mi Amor,
¡una Venus del pudor
Surgiendo de un nuevo mar!

Cuando la lámpara vaga
en este templo de amores,
con sus blandos resplandores
más que la alumbra, la halaga;

cuando la ropa ligera
sobre su cutis rosado,
ondula como el alado
pabellón de Primavera;

cuando su seno desnudo,
indefenso, a mi respeto
pone más valla que el peto
de bravo guerrero rudo;

siento que puede el amor,
dormida y desnuda al verla,
dejar perla a la que es perla,
dejar flor a la que es flor.

Sobre sus labios podría
los labios míos posar,

y en su seno reclinar
la pobre cabeza mía,

y con mi aliento volver
mariposa a la crisálida;
y a la clara rosa pálida
animar y enrojecer.

Pero aquí, desde la sombra,
donde amante la contemplo,
manchar no quiero del templo
con paso impuro la alfombra.

Al acercarme, en ligera
procesión avergonzado,
¿no volaría el alado
pabellón de primavera?

¡Al reflejarme, el espejo,
que la copia entre albas hojas,
negras las tornara y rojas
de la lámpara al reflejo!

Dicen que suele volar
por los espacios perdida
el alma, y en otra vida
sus alas puras bañar;

dicen que vuelve a venir
a su cuerpo con la Aurora,
para volver —¡la traidora!—
con cada noche a partir,

Y si su espíritu en leda
beatitud los cielos hiende,
de esa mujer que se extiende
bella ante mí ¿qué me queda?

Blanco cuerpo, línea fría.
Molde hueco, vaso roto,
¡y viajera por lo ignoto
la luz que los encendía!

Y ¿a mí que tanto te quiero,
delicada peregrina,
turbar la marcha divina
de tu espíritu viajero?

¡Duerme entre tus blancas galas!
¡Duerme, mariposa mía!
Vuela bien: ¡mi mano impía
no irá a cortarte las alas!


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