(...) «Otro, que esté bien iniciado, posiblemente diría más que yo. Pero hablaré de ello aunque mi experiencia sea sólo moderada. Pues bien, el cuerpo de una mujer, al unirse con ella, es mórbido y para los besos sus labios son suaves, razón por la que en los abrazos retiene el cuerpo de su compañero y sus propias carnes se amoldan a él por completo, quedando aquél envuelto en placer. Pega a los labios sus labios como sellos, besa con arte y adereza su beso con una dulzura superior. Pues no solamente suele besar con los labios, sino que hace intervenir sus dientes y pace en torno a la boca de su amante y convierte los besos en mordiscos. También su seno, con sólo tocarlo, reporta un especial deleite. Y en la culminación amorosa el placer la exalta, besa con la boca abierta y enloquece. Las lenguas mientras tanto se buscan una a otra para unirse y, en lo posible, también ellas se afanan en besarse. Y es que, al besarse con la boca abierta, el placer se acrecienta. La mujer, al llegar al extremo amoroso, jadea abrasada por el placer, y su jadeo con el amoroso hálito salta hasta los labios, se encuentra con el beso, que en su camino errante trata de descender a lo profundo, y el beso, invirtiendo su ruta con el aliento jadeante, lo sigue confundido ya con él y va a herir el corazón. Éste, con la turbación que el beso le produce, se pone a tembIar, y, si no estuviese atado a las entrañas, iría en pos de los besos y se arrastraría hasta lo alto tras ellos. Por el contrario, los besos de los mocitos carecen de arte, sus abrazos no tienen ciencia alguna, su Afrodita es perezosa y en absoluto se halla placer con ellos».
Y replicó Menelao:
—La verdad es que en lo tocante a Afrodita no me das la impresión de ser un principiante, sino un veterano: ¡con tantas sutilezas femeninas nos has inundado! Pero ahora te toca escuchar lo que atañe a los muchachos. En una mujer todo es fingido, lo mismo las palabras que los gestos. Y, si parece hermosa, no hay en ella otra cosa que el ingenio diligente de los ungüentos: su belleza es la de sus perfumes o la del tinte de su pelo o hasta la de sus potingues. Pero, si la desnudas de esas muchas trampas, es como el grajo desplumado de la fábula. En cambio, la belleza de los muchachos no se riega con fragancias de perfumes ni con olores engañosos ni ajenos, y el sudor de los mocitos tiene mejor aroma que todos los ungüentos perfumados de las mujeres. Se puede, incluso en el momento que precede a la unión amorosa y en el propio gimnasio, encontrarse con uno y abrazarlo a la vista de todos, sin que tales abrazos tengan por qué dar vergüenza. Y no ablanda el contacto erótico con la morbidez de sus carnes, sino que los cuerpos se ofrecen mutua resistencia y pugnan por el placer. Sus besos no poseen la ciencia de las hembras ni menos embrujan con las trampas lascivas de sus labios. Un chico besa según sabe, y sus besos no nacen del artificio, sino de la propia naturaleza. A lo que más se parece el beso de un mocito es a esto: sólo obtendrías besos semejantes si el néctar se hiciese sólido y tomara la forma de unos labios. No podrías saciarte de besarlo: cuanto más te llenas, aún sigues con sed de sus besos, y no sabrías apartar tu boca hasta que el deleite mismo no te hace escapar de ellos.
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