Besé a mi padre en su cama en la clínica.
Con suelas soñolientas la enfermera
pasaba junto a viejos delirantes.
Siete décadas, dentro, en su cabeza,
congeladas, se iban derritiendo;
la gama del pintor sólo eran grises.
Aquel beso de actor cayó tan hondo
que no me trajo ecos deseados:
era el año 29, el 41, el 84
en el calidoscopio de sus ojos.
Me legó su amargura y su gran sed,
su fría forma de cerrar las puertas.
Después, bebiendo algo, me di cuenta:
aquel fue nuestro primer beso y el último.
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