(...) Martín y su compañera de facultad llevan ya una hora larga hablando.
—¿Y tú no has pensado nunca en casarte?
—Pues no, chico, por ahora no. Ya me casaré cuando se me presente una buena proporción; como comprenderás, casarse para no salir de pobre, no merece la pena. Ya me casaré, yo creo que hay tiempo para todo.
—¡Feliz tú! Yo creo que no hay tiempo para nada; yo creo que si el tiempo sobra es porque, como es tan poco, no sabemos lo que hacer con él.
Nati frunció graciosamente la nariz.
—¡Ay, Marco, hijo! ¡No empieces a colocarme frases profundas!
Martín se rio.
—No me tomes el pelo, Nati.
La muchacha lo miró con un gesto casi picaresco, abrió el bolso y sacó una pitillera de esmalte.
—¿Un pitillo?
—Gracias, estoy sin tabaco. ¡Qué pitillera tan bonita!
—Sí, no es fea, un regalo.
Martín se busca por los bolsillos.
—Yo tenía una caja de cerillas…
—Toma fuego, también me regalaron el mechero.
—¡Caray!
Nati fuma con un aire muy europeo, jugando las manos con soltura y con elegancia. Martín se le quedó mirando.
—Oye, Nati, yo creo que hacemos una pareja muy extraña, tú de punta en blanco y sin que te falte un detalle, y yo hecho un piernas, lleno de lámparas y con los codos fuera…
La chica se encogió de hombros.
—¡Bah, no hagas caso! ¡Mejor, bobo! Así la gente no sabrá a qué carta quedarse.
Martín se fue poniendo triste poco a poco de una manera casi imperceptible, mientras Nati lo mira con una ternura infinita, con una ternura que por nada del mundo hubiera querido que se la notasen.
—¿Qué te pasa?
—Nada. ¿Te acuerdas cuando los compañeros te llamábamos Natacha?
—Sí.
—¿Te acuerdas cuando Gascón te echó de clase de administrativo?
Nati también se puso algo triste.
—Sí.
—¿Te acuerdas de aquella tarde que te besé en el parque del Oeste?
—Sabía que me lo ibas a preguntar. Sí, también me acuerdo. He pensado en aquella tarde muchas veces, tú fuiste el primer hombre a quien besé en la boca… ¡Cuánto tiempo ha pasado! Oye, Marco.
—Qué.
—Te juro que no soy una golfa.
Martín sintió unos ligeros deseos de llorar.
—¡Pero, mujer, a qué viene eso!
—Yo sí lo sé, Marco, yo siempre te debo a ti un poquito de fidelidad, por lo menos para contarte las cosas.
Martín, con el pitillo en la boca y las manos enlazadas sobre las piernas, mira cómo una mosca da vueltas por el borde de un vaso. Nati siguió hablando.
—Yo he pensado mucho en aquella tarde. Entonces me figuraba que jamás necesitaría un hombre al lado y que la vida podía llenarse con la política y con la filosofía del derecho. ¡Qué estupidez! Pero aquella tarde yo no aprendí nada; te besé, pero no aprendí nada. Al contrario, creí que las cosas eran así, como fueron entre tú y yo, y después vi que no, que no eran así…
A Nati le tiembla un poco la voz.
—… que eran de otra manera mucho peor…
Martín hizo un esfuerzo.
—Perdona, Nati. Es ya tarde, me tengo que marchar, pero el caso es que no tengo un duro para invitarte. ¿Me dejas un duro para invitarte?
Nati revolvió en su bolso y, por debajo de la mesa, buscó la mano de Martín.
—Toma, van diez, con las vueltas hazme un regalo.
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