VIII.
crepuscular...
afines, penetraba aéreo y alado, el céfiro
perfumado de jazmines...
el cortinaje era, como una penumbra le-
ve en la cual jugaba, un rayo de luna,
blanco como la nieve;
va, para el cual, la hermana del César,
sirvió de modelo; Paulina Bonaparte;
de tus modelaciones;
vo, del mar lascivo... como un contagio...
luptuosidad;
mo un ruiseñor ardiente;
con voces, que más que cánticos, parecían
lamentos...
breles atrahillados;
males...
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Espacio que la viola;
entrecerrados...
y, subiendo, en crescendo, en crescendo,
en el diapasón de los goces refinados, in-
finitos...
desconocida, que llegaba, e iba por siem-
pre a lacerar tu Vida...
recía decirme:
no el beso pasajero, que se posa en los la-
bios, como un pájaro en un alero, sin im-
poner agravios ; quiero el beso profundo;
aquel que hace perpetuar el Mundo...
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cida, llena de los temblores de la Vida;
flor...
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rada... que mucho se te parecía...
tu belleza...
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surgió en mi pensamiento, extinguiendo
en mí, todo Deseo...
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ante la Noche soberanamente bella, que
continuaba en cantar...
Silenciosas horas lentas...
una gran Melancolía, en los cielos y en
los aires y en la playa, difundía su avidez crepuscular...
por el gran balcón abierto, con los rui-
dos del concierto de la Mar, llena de voces afines, penetraba aéreo y alado, el céfiro
perfumado de jazmines...
se respiraba el aliento salobre de las on-
das; fingía rondas en la alfombra, la sombra
del ramaje, que se movía afuera; el cortinaje era, como una penumbra le-
ve en la cual jugaba, un rayo de luna,
blanco como la nieve;
tu cuerpo, reclinado a lo largo, en una
otomana, parecía el de la Venus de Cano- va, para el cual, la hermana del César,
sirvió de modelo; Paulina Bonaparte;
todo el Arte, y todo el Ritmo de la Esta-
tuaria, estaba en la Escultura suntuaria, de tus modelaciones;
en la actitud grave, y la euritmia divi-
na de tu belleza suave... suave, como esa hora vespertina, eva-
nescente en el seno del Misterio... llena de la mística armonía de un Sal-
terio... nuestras almas, a solas, escuchaban el
vago canto del deseo y de las olas; y, sentían el estremecimiento furtivo,
que venía del cielo pensativo, del aire vi- vo, del mar lascivo... como un contagio...
porque las nubes, las brisas, y las olas,
cantaban el adagio obsesionante de la Vo- luptuosidad;
de cuyo aliento estaba llena la Inmensi-
dad; y, la Noche de Primavera, que cantaba
en la ribera, dulcemente, dulcemente, co- mo un ruiseñor ardiente;
y, entraba en nuestras almas, sacudien-
do las calmas de nuestros pensamientos, con voces, que más que cánticos, parecían
lamentos...
lamentos, arrancados a leones acosa-
dos; arrancados, a las malas pasiones de to-
dos los corazones; arrancados, a los peores instintos, exas-
perados; arrancados, a los deseos, palpitantes
como trofeos; arrancados, a los ímpetus de nuestra
Lujuria, que aullaban con furia, como le- breles atrahillados;
en nuestras miradas;
en nuestras palabras entrecortadas;
en la inquietud impudorosa de nuestras
manos; en nuestros alientos malsanos, y, bruta-
les, llenos de las más bajas pasiones ani- males...
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De rodillas, al pie de la otomana, yo aca-
riciaba tu Belleza Soberana; tu Belleza Esplendente, que se dejaba
amar férvidamente; y, te decía:
— He aquí la Noche, Amada Mía, la No-
che que abre su broche, y, se entrega al Espacio que la viola;
¿no estás contenta de estar sola, sola en
mis brazos? ceñí con mis abrazos, tu cuello;
besé tu rostro bello ; lleno de un éxta-
sis fatal; desanudé tu cabellera fluvial, que pa-
recía la crinera de una joven leona; y, cuando desnudé tus senos de Pomo-
na Virgen, mil vidas vivieron en tus ojos entrecerrados...
besé tus párpados, semientornados...
y, mis labios avezados, comenzaron la
gama de las caricias, que iban subiendo y, subiendo, en crescendo, en crescendo,
en el diapasón de los goces refinados, in-
finitos...
lanzabas débiles gritos;
temblabas, como una corza herida, en el
anhelo y, en el presentimiento de esa hora desconocida, que llegaba, e iba por siem-
pre a lacerar tu Vida...
tenías un gesto de oblación, en esa ar-
diente mansedumbre de paloma, que pa- recía decirme:
—Toma... mi Belleza ; desgarra mi Pu-
reza ; enséñame eso que se llama el beso; no el beso pasajero, que se posa en los la-
bios, como un pájaro en un alero, sin im-
poner agravios ; quiero el beso profundo;
aquel que hace perpetuar el Mundo...
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Besé tus ojos;
besé tus labios;
besé tus pechos... hechos perfectos al
hacerse erectos, en una plenitud descono- cida, llena de los temblores de la Vida;
recorrí el ardor de mi beso profanador
por todos los senderos de tu cuerpo de flor...
te viste desnuda, como la Noche muda,
que nos miraba; tal vez, amaste tu desnudez...
aun era casta, como la vasta irradia-
ción lunar, que nos venía a alumbrar; me acerqué más a ti;
mordí tu boca, en el Supremo anhelo...
desmayó tu mirada enamorada...
y, abriste tus ojos como un cielo...
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Y, yo...
temblé asustado, entre tus brazos;
me separé de tus abrazos, espantado,
desarmado, vencido- hecho casto, como un Cristo...
¿qué había sido?
que al inclinarme sobre tus ojos, había
visto en ellos, retratada otra imagen ado- rada... que mucho se te parecía...
la imagen de tu madre muerta...
que había sido mía...
que yo había amado ; que se me había
entregado en ese mismo sofá donde yacía tu belleza...
en esa misma hora, encantadora, llena
de melancólica Tristeza... en el Estío pasado;
en ese mismo Hotel;
ante ese mismo Mar, ahora calmado...
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El recuerdo cruel, de la noche que la
habíamos velado en ese mismo aposento, surgió en mi pensamiento, extinguiendo
en mí, todo Deseo...
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Aún te veo puesta en pie, cubrir tu des-
nudez, con un gesto lleno de altivez...arreglar tu cabellera, como si fuera la
cimera de una diosa; y, pálida, orgullosa, no queriendo llo-
rar, abrir la ventana, y acodarte en ella, ante la Noche soberanamente bella, que
continuaba en cantar...
la Noche, ignota...
la Noche, incierta;
que alumbraba mi derrota...
¡la Victoria de una Muerta!...
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