El retrato del abuelo nos contemplaba desde la penumbra del vestíbulo, envuelto en
un halo de irrealidad, y su figura se evocaba en las sobremesas, entre susurros, con
una mezcla de orgullo y contricción: era el antepasado ilustre y pecaminoso de
nuestra familia, el héroe libertino cuyos episodios poblaban mis noches, la soledad
lírica de mis noches, perfumadas todavía por ese aroma dulzón de la adolescencia. El
retrato del abuelo me mostraba a un hombre maduro, de edad indefinida, un rostro
afinado por arrugas apenas perceptibles que poseía esa severidad que solemos atribuir
a los asesinos y a los ascetas. El brillo acerado de las pupilas, las finas guías del
bigote, el rictus cansino de unos labios que no lograban encubrir un mensaje de
voluptuosidad, todo en él tendía al goticismo, a una mitología de hazañas que se
estiran hasta el alba en medio del desenfreno y la lucidez. Según el testimonio sucinto
de mi padre (pero sus palabras estaban manchadas de un tonillo levemente didáctico),
el abuelo había malgastado su existencia en aspiraciones vanas y escándalos
gloriosos, y al final había hallado como único premio a sus excesos el desprecio de
sus amigos y la persecución política (mi padre olvidaba mencionar que el destierro
constituía una moda de la época, tan arraigada como el sombrero canotier o las
virginidades custodiadas hasta el tálamo). El abuelo acogía desde su retrato los
comentarios poco favorables de mi padre con una sombra de resignación, sus labios
parecían esbozar una sonrisa cómplice, y entonces mi imaginación se alzaba sobre las
frases denigrantes y acompañaba al abuelo en su peregrinar por Europa, a través de
un torbellino de placeres e intrigas. En mis ensoñaciones, el abuelo era siempre un
hombre lleno de ingenio y frivolidad, un señorito perdis que competía en elocuencia
con los seductores más conspicuos y que vivía pasiones y simulacros de pasión, en
una atmósfera de conspiradores y estraperlistas. El abuelo trascendía la quietud del
retrato, esa rigidez sepia del daguerrotipo, para elevarse al reino de las metáforas,
náufrago en mil peripecias, triunfador en mil duelos, amante que se pierde entre
pieles jóvenes y etéreos vestidos, hombre que asiste impasible al crepúsculo de los
hombres y de los dioses. Así imaginaba yo al abuelo.
Una imagen llena de arrebato que luego tendría que modificar, cuando hallé en su
biblioteca aquella anotación marginal a un soneto de Garcilaso. La biblioteca del
abuelo, famosa en su época por la profusión de libros prohibidos o sonrojantes, había
sido concienzudamente esquilmada por las autoridades civiles y eclesiásticas,
mientras el abuelo escapaba hacia los Pirineos, fustigado por una pragmática que
decretaba la prisión para los pornógrafos y los propagadores de literatura scialíptica.
En su juventud, el abuelo había invertido sus ahorros en la compra de una imprenta,
con la intención de publicar sus propios libros: escribió cerca de cuarenta novelas
ligeras, sin grandes lucubraciones metafísicas, que versaban sobre las distintas
perversiones sexuales: masoquismo, excrementos, fetiches… todas las aberraciones
de la naturaleza tenían cabida en las novelas del abuelo. Se trataba de ediciones
clandestinas, por supuesto, con tiradas de unos quinientos ejemplares, adquiridos
previamente por un grupo de suscriptores que los recibían en su domicilio, en medio
de la más absoluta discreción. El esquema argumental de las novelas no variaba
demasiado: aristócrata viciosillo, rehén de todas las depravaciones, que abandona el
hogar conyugal y se hunde en el torbellino de los arrabales. De las casi cuarenta
novelas solo habían sobrevivido a los avatares del tiempo y a las pesquisas
inquisitoriales cuatro volúmenes rústicos, desvencijados, de páginas amarillentas e
ilustraciones que imitaban la frivolidad cosmopolita de un Penagos. Los títulos
parodiaban algunas zarzuelas de perdurable celebridad: La del manojo de látigos, La
vagina de la Paloma, A la vejez sodomía, La meona de Lavapiés. En esta última,
única que había podido leer a escondidas de mi padre, se veía en la portada a una
señorita muy estilizada, haciéndose la toilette, a la vez que orinaba sobre la boca de
un lechuguino que, arrodillado, le rendía pleitesía. La novela comenzaba así: «Mi
amada se encontraba a horcajadas, con las piernas abiertas y las faldas
cuidadosamente recogidas. Pude divisar dos labios húmedos similares a dos almejas
rosadas que, al abrirse voluptuosamente, descubren un recipiente de coral. El torrente
brotó después de algunos esfuerzos, y yo saboreé con delectación morosa el líquido
amarillo que golpeaba en mi garganta y la llenaba con un sabor deliciosamente acre».
El resto del libro consistía en una enumeración prolija de circunstancias anatómicas y
contingencias del aparato excretor que hacía imposible el consuelo erótico.
Entre los escasos volúmenes que la mano secular había respetado en la biblioteca
del abuelo se hallaba un tomito encuadernado en piel con las obras de Garcilaso; en
aquel famoso soneto que comienza «A Dafne ya los brazos le crecían…», y que
ilustra la metamorfosis de una ninfa en laurel, para evitar el acoso del dios Apolo, que
ya estaba a punto de darle alcance, el abuelo había escrito a pie de página este
pequeño escolio: «También yo, durante todos estos años, he perseguido el amor y he
creído rozado con las yemas de los dedos, pero el velo de la carne me ha devuelto a la
cruda realidad, a una cañera en pos de un vago ideal, cruzando fronteras y exilios
interiores, llorando lágrimas de impotencia y desazón». La letra era menuda y ojival,
y la tinta se volvía por momentos ilegible, difuminada por una distancia de
generaciones. «¡Oh, miserable estado, oh mal tamaño! ¡Que con lloralla cresca cada
día / la causa y la razón por que lloraba!», concluía Garcilaso, y fue en ese momento,
al leer el soneto y el comentario del abuelo, cuando se desmoronó aquella imagen
tributaria del error que yo había erigido: ya no volví a situar a mi antepasado en
salones frecuentados por la alta sociedad, sino en la intimidad de una alcoba,
despojado de disfraces y fingimientos, llorando como Apolo la imposibilidad del
amor, su mirada de pupilas aceradas concentrada en el suelo, sus facciones afinadas
por un fuego que arde sin llama, como una hoguera avivada en las fraguas del grito.
El abuelo dejó de simbolizar los afanes mundanos, o, mejor dicho, siguió
simbolizándolos, pero teñidos de cinismo y desencanto. Cruzando fronteras y exilios
interiores, así lo imaginaba, explorando en cada rostro en cada gesto femenino, el
destello de un amor que se escapa como arena entre los intersticios de los dedos.
Esta revelación, lejos de satisfacerme, azuzó mi curiosidad: la figura del abuelo,
que hasta entonces había constituido una excusa más o menos explícita para recrear
paraísos definitivamente perdidos, comenzó a descubrirme artistas y recovecos; el
desconcierto de mis catorce años no bastaba para explicar aquella frase («he
perseguido el amor y he creído rozarlo con las yemas de los dedos»), aquellas ansias
de infinitud, aquella desazón que yo hacía propia y que poco a poco, se iba metiendo
en mi carne y envenenando mi inocencia. Quise saber más, quise conocer en qué
entretenía el abuelo sus vigilias, identificar mi desconcertó con el de un hombre que
había dejado de existir mucho antes de que yo naciera, y que, sin embargo, se
prolongaba en mí. Los catorce años son una edad proclive a hacerse preguntas, un
terreno abonado para la duda y la desazón («llorando lágrimas de desazón», había
escrito el abuelo).
—¿Tu abuelo? Era un profesional de la pornografía. En el desván montó un
pequeño estudio fotográfico; todavía debe de andar por allí su vieja cámara, un
armatoste inservible.
Mi padre se refería al abuelo sin nostalgia, entre el hastío y la indiferencia, y le
sorprendía (pero era una sorpresa que no lograba sobreponerse a su apatía) mi interés
por el pasado, un pasado que para él no tenía otra utilidad que la meramente
decorativa. La vieja cámara del abuelo estaba, en efecto, en el desván, esperando que
alguien la rescatara del polvo y la desidia, aguardando en un rincón la mano que le
sacudiera el sopor de los años, con su trípode, su fuelle de cuero, el marco del chasis
donde se colocaban las placas que recogerían una realidad estática pero a la vez
cambiante, un fragor sordo de mundos que discurren veloces ante el objetivo que los
atrapa y los reduce a las dimensiones exiguas del papel.
Imaginé al abuelo parapetado detrás de la cámara, aquel armatoste inservible,
procurando extraer el secreto de las cosas, intentando acallar su desazón a través de
un oficio que era crónica de la realidad y búsqueda de belleza, exilio interior a través
de imágenes que quedan congeladas para una posteridad incierta. Parapetado yo
también detrás de la cámara, espiaba el ayer tan lejano, la memoria de un hombre que
ahora regresaba de una región remota para adiestrarme en la inquietud y el
desconcierto. Quise saber más, quise recomponer el rompecabezas de una vida ya
vivida y clausurada, pero que todavía daba sus últimos coletazos a través de una
cámara que transfiguraba los objetos y los envolvía con una luz no usada.
Quería saber, y no vacilé en compartir lo poco que sabía o sospechaba con Iñaki,
mi único amigo en aquella edad sin amigos ni confidencias. Iñaki era mayor que yo,
apenas un par de años que parecían un par de siglos, una barrera inexpugnable que
separaba la astucia del candor, el magisterio del aprendizaje. Iñaki ejercía sobre mí
una especie de jefatura espiritual, sus opiniones (por lo general tan descabelladas
como las mías) se revestían con ese vago prestigio que otorgan la experiencia y el
ardor. Iñaki vivía por entonces el despertar de su virilidad, su piel había adoptado un
tono cobrizo y una sombra de vello que contrastaba con la suavidad enclenque de la
mía, y su voz ya resonaba con el hierro y la blasfemia, formas de osadía que yo creía
reservadas a los mayores. Iñaki me había introducido en los misterios del tabaco y la
masturbación, en ese reino de humo azul y éxtasis que, una vez conquistado, me
arrastraba por los meandros del remordimiento. Iñaki presenciaba mis balbuceos y
escaramuzas hacia el pecado con la sonrisa del guía experto que ya ha regresado pero
que aún tiene ganas de volver, preferiblemente acompañado.
—Pues claro, si tu abuelo era un personaje célebre. En mi casa hay una caja llena
de tarjetas guarras firmadas por él. Mis padres las esconden pero yo ya tengo
aprendidos todos los escondrijos.
Una tarde bajamos a la playa, y ocultos entre las rocas examinamos las fotos.
Iñaki me las iba pasando con morbosidad, y yo las recibía con un temblor oscuro y
virginal, como trofeos de una cacería irrepetible. Iñaki guardaba las fotos (él no las
llamaba fotos, las llamaba tarjetas o estampas, en un intento de dignificarlas) en una
caja de lata que antaño había guardado sobres de manzanilla, una cajita desvencijada
y salpicada de herrumbre de la que iba extrayendo imágenes cada vez más obscenas,
mujeres que al principio velaban su desnudez entre gasas y tules, pero que enseguida
descubrían la rotundidad de los senos, las axilas intensas y negrísimas como sus
pubis, los labios carnosos y entreabiertos, la tristeza lánguida y sepia de la desnudez,
una picardía sórdida, pero sobre todo triste, de mujeres solas ante la cámara, culos
muy redondos ensayando posturas grotescas, señoritas de mirada ciega mirando hacia
el objetivo, asomando una lengua entre las comisuras de los labios, una lengua que no
se sabe si murmura impudicias o resuelve problemas de álgebra, y el esplendor de los
cuerpos, el hastío de los cuerpos abiertos como flores ajadas, en una parodia del
amor. Había también fotografías de parejas que fornicaban con desesperación o
cansancio, y era su lucha una lucha de clases en la cual el señorito ataviado de
esmoquin penetraba a la cocinera sobre el fogón, o la dama llena de melindres y
corpiños sucumbía ante el empuje de su chófer. Iñaki, de vez en cuando, me obligaba
a reparar en detalles patéticos: la mujer que simula un orgasmo que más bien parece
una plegaria, la violencia de los genitales mitigada por el virado en sepia.
—Qué te parece tu abuelito. Menudo pícaro, eh.
Y mientras hojeaba las fotos, tan exhaustivas en su repertorio de posturas y
cochinadas, acariciaba aquel escaparate de muñequitas lascivas, y se las imaginaba
preparadas para un amor mercenario, para la higiene rápida de los retretes y las tardes
con olor a lluvia y a pecado, y se perdía entre la profusión de mujeres abiertas,
rebosantes y húmedas, en el catálogo de lencería oculta entre los repliegues de la
carne. Iñaki se desabotonaba la bragueta y se masturbaba con una tristeza que podría
calificarse de vespertina, con una exaltación fingida, frenético de impotencia o hastío, sudo como un doncel que ha renegado de su virginidad. Iñaki se masturbaba
murmurando exabruptos, rodeado de las fotografías del abuelo, aquel álbum de
pornografía doméstica, se masturbaba con el ensañamiento de un visionario, con una
obcecación chabacana y salvaje, rindiendo un homenaje cochambroso a las modelos
que se revolcaban por los salones de un palacio artificial, absortas en su fotogenia y
en el esplendor redondo de sus muslos.
Una ráfaga de viento silbó entre las rocas y penetró en la cueva con un frío de
cuchilla. Se oía el rumor de las olas como una cadencia inofensiva, agua resbalando
sobre una superficie de arena, espuma que estalla entre las piedras y que muere
convertida otra vez en agua. Con una mezcla de zozobra y espanto descubrí que todas
las fotos tenían un elemento común: detrás de la carne crispada, detrás de las
acrobacias de piel y sexo, había un tapiz deshilachado que mostraba a un hombre en
cuclillas, aferrándose a un cuerpo cuyos cabellos ya eran hojas de laurel, cuyos
miembros ya eran áspera corteza, cuyos pies ya se hincaban en el suelo y en torcidas
raíces se volvían. Apolo lloraba lágrimas de impotencia, su brazo se alargaba hacia
Dafne, que ya no era Dafne sino un árbol sin vida y sin sangre en las venas.
Comprendí el sarcasmo de aquellas fotos, su mensaje desolado de miembros que
desfallecen sobre un fondo de pasiones insatisfechas; comprendí la paradoja de un
hombre que asiste a la pantomima del amor, que halla, incluso, cierto placer en
retratar el amor mercenario con el que luego hablaba de la imposibilidad de ir más
allá de ese velo de carne. Comprendí, creo que definitivamente, la vocación platónica
de mi abuelo, ese exilio del alma que lo había conducido al exilio geográfico, a un
vagabundeo a través de Europa en pos de vagos ideales. Iñaki ya había llegado al
orgasmo y aguardaba expectante mi veredicto; sus ojos tenían un brillo especial —no
sé si maligno— sobre la noche que ya se cernía a lo lejos.
—Vamos, di algo. ¿Qué opinas de las estampitas?
Había un vestigio de premura y temor en sus palabras. El crepúsculo incendiaba
el aire y envolvía de bronce su piel, pero también la mía, por primera vez mi piel era
experta y joven como la suya. Miré a Iñaki con fijeza, y mi voz sonó a hierro y
blasfemia: el aprendizaje había concluido.
—Opino que están fenomenal. Qué te parece si seguimos el ejemplo de mi abuelo
y nos dedicamos a fotografiar mujeres desnudas.
Sentí que el alivio ensanchaba mi pecho (mi pecho creciendo por encima de los
pulmones, mi pecho creciendo por encima de los huesos y de la infancia) cuando
Iñaki cabeceó en señal de sumisión. En menos de una semana ya sabíamos manejar la
cámara, habíamos aprendido a preparar la emulsión de bromuro y a disolver en ella el
nitrato de plata que nos iba a permitir obtener fotografías como las del abuelo.
Convencimos a Sofía, una chica atolondrada a la que ambos habíamos amado en
soledad, para que posase ante la cámara, ligera de ropa y en actitud insinuante.
—No te preocupes, Sofía: estamos haciendo retratos artísticos. Quién sabe, a lo
mejor algún director de cine los ve y te contrata para hacer películas.
Teníamos que inventar mentiras piadosas para vencer sus reticencias. Sofía tenía
cabellos que al oro oscurecían, igual que la Dafne de Garcilaso, unos cabellos que
creaban efectos de luz, y una mirada tierna y envilecida a la vez que revestía las
fotografías de una extraña autenticidad. Pasábamos horas y horas ensayando posturas,
ángulos inverosímiles que la cámara recogía con frialdad y displicencia. Sofía
aparecía en las fotos con vestidos vaporosos arremangados hasta la cintura, con
escotes de encaje que mostraban, como por descuido, un seno de perversa blancura.
Sofía se tumbaba en un diván, se recostaba en la pared o se arrastraba por el suelo,
obedeciendo las indicaciones de Iñaki, y yo espiaba sus movimientos a través de la
cámara que más tarde nos la devolvería en una tonalidad sepia, como un anacronismo
o una reliquia sucia. Sofía fue aprendiendo a posar con la práctica diaria, pronto dejó
de necesitar nuestros consejos, y la cámara se convirtió en una caricia sobre su piel,
una mirada neutra y sin matices que acogía el regalo de su anatomía, centímetro a
centímetro, el atrevido pudor de sus manos apartando la tela enojosa, la sabiduría de
unos dedos que entreabren las puertas y una lengua que asoma entre los labios. La
cámara dejaba de ser entonces un armatoste inservible y se volvía moldeable como la
cera, no había rincón que escapase a su escrutinio cruel. Iñaki y yo permanecíamos
como testigos mudos o convidados de piedra en una ceremonia que no
comprendíamos; Sofía sonreía y nos animaba a repetir la sesión, una y otra vez su
cuerpo se mostraba desvalido ante el ojo de cristal de la cámara.
—Sofía, quítate las bragas.
Y Sofía se quitaba las bragas con lentitud, haciendo con ellas un gurruño que se
enredaba en la superficie escurrida de sus muslos, y las lanzaba al aire, con tanta
precisión que caían sobre el fuelle de la cámara, dificultando mi trabajo. Las bragas
de Sofía tenían un perfume penetrante, una mancha alargada en mitad de la
entrepierna, una estela de un amarillo confuso que me traía toda la fertilidad precoz
de la niña, todo el esplendor sudo de la mujer que ya pronto sería. Hubiese querido
oler, besar, chupar aquellas bragas.
—Por hoy lo dejamos, Sofía. También hay que descansar un poco.
Después, en el laboratorio, enaltecidos por la luz roja, asistíamos al
desvelamiento de las fotos: Sofía aparecía paulatinamente sobre el papel como una
presencia ajena que ni siquiera nos rozaba, tan lejana como las señoritas retratadas
por el abuelo, que persiguió el amor sin alcanzarlo jamás. Quizá ese había sido su
destino: viajar de cuerpo en cuerpo, envuelto en el vado sepia del fracaso. Quizá ese
iba a ser también mi destino.
Había algo de complacencia canalla en asumir un futuro tan ingrato, y puesto que
yo jugaba a ser canalla no me molesté en evitarlo. Recuerdo que cierto día bajamos a
la playa, para hacer unas fotos de Sofía sobre los acantilados, revolcándose en la
arena, con el pelo mojado y los pies hundidos entre las olas. Una luz grisácea se
apoderó del paisaje, instalándose de manera subrepticia hasta inundarlo con un manto
de tinieblas. El viento nos sacudió como un latigazo; los acantilados desplegaban su grandeza de piedra, y la luna no tardó en aparecer. Ebrios de felicidad, nos
refugiamos en una cueva, con la salmodia del mar al fondo y encendimos una
hoguera para que el sueño no nos visitase en medio del frío. Las horas se
desgranaban, una tras otra, entre la exaltación y el tedio, y la risa nos fue dejando una
mueca repulsiva en los labios. Harto de aquella conversación estúpida, fingí que me
vencía el sopor; Iñaki y Sofía se susurraban obscenidades, su voz era apenas un
cuchicheo que sonaba como el crujido de una cucaracha cuando la pisan y que de
repente estallaba en una carcajada. A mis oídos llegaban frases, retazos de un diálogo
intuido sobre el runrún de las olas. Oí a Iñaki reclamar el impuesto de la carne, y a
Sofía resistirse, en espera de una declaración romántica que la justificase; oí el
forcejeo de sus brazos y sus piernas, las risas que ya no eran estallidos sino sofocos, y
oí la voz de Iñaki entorpecida por el deseo, farfullando un te quiero que excluía la
sinceridad pero que al fin le abría las puertas del santuario.
—Vamos, Sofía desnúdate.
La cueva se llenó con una luz de infierno, una especie de luz tabernaria que los
acusaba de haber infringido alguna ley desconocida. Iñaki y Sofía se besaban,
inmunes al remordimiento, como aquellos amantes, Pablo Malatesta y Francisca,
inmortalizados por Dante. La cueva los transportaba en su estómago de ballena sin
espinas (aunque, ahora que lo pienso, ninguna ballena tiene espinas), en su morada
sombría, asaltada por las olas. Exhalaban una fragancia con olor a juventud
pecaminosa y semen marchito. La voz de Sofía, fecundada de resonancias, parecía
surgida de una hornacina:
—¿No te importa que nos vea tu amigo?
—Me importa un pito. Venga, no te hagas la estrecha.
Oí los primeros gemidos, el sudor que impregnaba las pieles cubriéndolas de
arena, las palabras inconexas, y tuve que reprimir las ganas de gritar, de suplicarles
que pararan, ahora ya era demasiado tarde, ignorarían mi súplica o simplemente
sentirían que su deseo se avivaba, al comprobar que alguien los estaba observando.
La cueva tenía un olor vegetal de helechos prehistóricos, sobre las paredes de roca se
amontonaban las lapas, esperando la subida de la marea. Me sorprendió la sencillez
de los preliminares. Sofía una vez desnuda, adquirió el aire desvalido de una página
en blanco o una paloma herida.
—¿No tienes frío? —le preguntó Iñaki.
—Déjate de sandeces. Ya entraremos en calor, no te preocupes.
Sofía se recostó sobre la pared del fondo, reprimiendo un escalofrío. Imaginé su
piel injuriada por las conchas de las lapas, su piel desnuda acribillada de diminutas
abolladuras. Iñaki la tomó de las nalgas y le tiró del elástico de las bragas; la tela se
hundió en la raja con la facilidad de un cuchillo que penetra en la carne. Sofía se
estremecía a medida que la presión de las bragas en la entrepierna aumentaba; noté
que sus pezones se habían erizado.
—Despacio, Iñaki. No tengas prisa —susurró.
Tenía unos senos breves, casi inexistentes, que se podían abarcar con la boca.
Iñaki se amamantó en ellos mientras la levantaba en volandas, tirando del elástico de
las bragas. Las costuras no tardaron en desgarrarse.
—Qué bestia eres, hijo. Me vas a desguazar.
Sofía me brindaba la visión de unas nalgas duras, un remanso de carne repartido
en dos masas equidistantes y simétricas. La espalda de Sofía tenía una limpieza de
líneas propia de un instrumento musical. Iñaki hurgaba con el dedo índice en la
virginidad intacta de aquellas nalgas, en el orificio fruncido del esfínter, tan parecido
a la boca de una estrella de mar. Sofía, entretanto, examinaba la metamorfosis que se
producía en el miembro de Iñaki, el endurecimiento progresivo de aquel apéndice que
al principio era un colgajo, pero que pronto se convertiría en una sustancia nudosa, un
amasijo de venas y nervios con cierta vocación a la elipse. El miembro de Iñaki
crecía, bajo la mirada atenta de Sofía, y asomaba el corazón caliente del glande, ese
corazón rudimentario, impermeable a las teorías evolutivas, que brotaba por debajo
del prepucio, con su ojo ciego y ciclópeo, esa ranura carmesí que atisbaba el mundo
entre palpitaciones. Sofía le recorrió el miembro con su lengua párvula, con un atisbo
de lengua que se movía entre el pudor (un falso pudor) y la osadía (una falsa osadía),
entre la rapidez sesgada de un ofidio y la morosidad de un molusco. Sofía
mordisqueaba el miembro de Iñaki, dejando estampado el lacre de sus incisivos,
aquel relieve que parecía un mensaje sobre el pergamino de la piel a punto de
reventar. Sofía mordisqueaba los contornos del prepucio, la tirantez del frenillo ávida
de sangre, e Iñaki se dejaba hacer, concentrado en la nada, sintiendo cómo su
miembro taponaba la boca de la muchacha y embestía sobre su paladar.
—Ahora te toca a ti comerme el corto.
Sofía se despatarró sobre la arena, sobre el agua salada que formaba charcos en el
interior de la cueva, lanzando destellos ondulantes (que eran un remedo de mar) sobre
el techo sin estalactitas. El corto de Sofía brillaba en la oscuridad, al final de su
vientre, alumbrando el camino a Iñaki. Sofía acogía entre sus muslos la cabeza de
Iñaki y alargaba un brazo hasta su cuello, obligándolo a hozar en aquel recipiente
estremecido por el placer. Sofía tenía un perineo breve que pasaba desapercibido
entre el esfínter y la hinchazón de la vulva. En el surco de las nalgas le brotaba un
sudor nutritivo, blanquecino como una exudación de esperma. La vulva de Sofía tenía
una textura de labios superpuestos y alojaba un brote tierno, un botón rosa que Iñaki
no paraba de zarandear, buscándole un tintineo metálico que nunca se llegaba a
producir. La vulva de Sofía cedía ante la labor de zapa a que estaba siendo sometida,
y se impregnaba con una saliva fragante, con un líquido salino que poco a poco la iba
empapando. La cueva difuminaba las fronteras de su cuerpo con una luz sepia, una
luz de acuario sucio, donde distintas variedades de peces sobreviven a la desidia
copulando entre sí, devorándose los unos a los otros, envueltos en el lodo de la
promiscuidad.
Recordé las fotografías del abuelo, envueltas en otro lodo similar, el de unos
cuerpos que transmitían un mensaje de fracaso y aburrimiento. El hombre va
construyendo coartadas que le alivien el peso del fracaso, subterfugios que dilaten el
caos de lo que verdaderamente importa.
—Sigue, sigue, por favor. Hasta el final.
La cueva tenía una miseria de burdel o estación ferroviaria. Iñaki introdujo su
dedo pulgar en la vagina. Sofía comenzó a moverse con sacudidas intermitentes y
violentas. Otros dedos se iban incorporando a la introspección, rastreando la línea
accidentada de los labios menores, la cresta oscura del pubis, y Sofía acataba la labor
con jadeos y onomatopeyas, en un forcejeo que colaboraba y consentía.
—Ahora fóllame.
El techo de la cueva, alumbrado de hongos y remotas fosforescencias, amenazaba
con desplomarse de un momento a otro, aprisionándonos en un cementerio de mar
estancado. El ruido del viento mitigaba la elocuencia de aquellos dos cuerpos, la
densidad de sus palabras ininteligibles, probablemente obscenas. Sentí cómo mi
garganta se agarrotaba ante la magnitud de mi soledad. Iñaki había tomado en
volandas a Sofía y la había ensartado sobre sí. Sofía imprimía a su balanceo una
laxitud provocadora, desgarrada y animal, y su hendidura rosa acogía una y otra vez,
los embates de Iñaki, los acogía y amortiguaba, convirtiéndolos en un suave navegar
a través de océanos mitológicos. Chillaban ante la proximidad del orgasmo, y su grito
se confundía con el fragor de las olas, que restallaban sobre la roca y nos lamían los
pies con su espuma. Iñaki y Sofía eran ya un solo cuerpo trabado con lenguas, pies y
brazos, una exaltación de bronce sobre la noche que recriminaba mi cobardía, que me
escarnecía y humillaba por no tener valor para intervenir. Agazapado en la arena, sin
una cámara que mirase por mí, presencié aquel espectáculo de fiebre y locura, y supe,
con una espantosa certidumbre, que también mi existencia, al igual que la del abuelo,
sería un largo exilio a través de los cuerpos, un intento de alcanzar el ideal de Dafne,
sin poder impedir su metamorfosis en laurel. Asistí inerme y derrotado al triunfo de
los otros e intuí, de una vez para siempre, que mi destino excluía aquella forma de
dicha. Volví la cabeza hacia la playa; una franja de arena se estiraba hasta el infinito,
ansiosa por albergar mis huellas. Sabía que, si empezaba a correr, los cuerpos de
Sofía e Iñaki adoptarían una tonalidad sepia, pero también sabía que si permanecía
quieto defraudaría al abuelo. Corrí hasta la extenuación, corrí en pos de mi destino,
corrí sobre la arena palpitante que acopa mis pasos y me indicaba la ruta.
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