Consuelo se parece a mi tía Rosario. Quizá por eso agaché yo la cabeza cuando
las tuberías empezaron a sonar de una forma inesperada en su casa. Consuelo se
levanta, va hacia el baño, se desnuda y me llama. La imaginación es una amiga
insolente. Sin duda vale su peso en oro para alguien que quiere convertirse en un
literato, pero es muy insolente. Ve, oye y toca más de lo que debe. Consuelo se
desnuda, se quita el vestido, el sujetador, las bragas, deja que el agua caiga, que baje
por su piel mientras ella busca el jabón con los ojos cerrados y acaricia su cuerpo que
se llena de espuma, y de lugares, y de misterios húmedos, como los pechos libres,
como los pezones duros por el frío repentino, como el vientre blanco y el pelo del
pubis, como los muslos redondos y las uñas de los pies. Es una llamarada el pelo del
pubis. Me ve mirarla, y se vuelve pudorosa, y deja que me entretenga en la espalda,
en el culo, y se enjuaga, y corta el agua, y me señala con la mano la percha de la que
cuelga una toalla.
Yo soy obediente, Consuelo. Te llevo la toalla, dejo que salgas de la bañera,
cuidado, no te caigas, te busco los hombros, siento el pelo empapado, presiono tu
pubis con los dedos, luego te rodeo, te envuelvo con los brazos, busco tu cuello con
mi boca, muerdo, busco tus pechos con mis manos, aprieto, insisto, hasta que te
vuelves, y me besas, y me mojas la camisa al pegarme tus pechos, y te separas un
momento para sonreírme. Estás muy guapa, Consuelo, parecida a mi tía Rosario, pero
más joven, más misteriosa. Ya he dejado de ser un niño para ti. Dame la mano,
llévame hasta tu dormitorio. Las cortinas están bien, pero vamos a cambiar pronto la
barra. Mañana voy a volver, colocaré la nueva que hemos dejado en el salón. Será la
excusa para repetir mañana y pasado mañana. Ahora te tiendes en la cama. Me
observas mientras me desnudo. No doblo los pantalones, no cuelgo la camisa del
respaldo de una silla, todo cae en el suelo porque tengo prisa, me estás esperando, soy
el sobrino convertido en amante, el muchacho tímido que rompe la cuerda y quiere
vivir una locura, el cuerpo que pesa sobre tu cuerpo, que te abre las piernas, que
busca tu sexo para entrar en ti, ser tuyo, así, como el agua después de la sequía, como
el mar en cada ola.
Me estoy moviendo en la cama. Miro hacia Vicente. Un ataque de pánico se
apodera de mí. Por fortuna sigue dormido. El enemigo duerme, descansa. No ha
notado nada extraño, ninguna debilidad en cama ajena. Lo único que falta es que me
vea masturbándome a su lado, en esta pensión sórdida, que se pudre al lado del mar
como los restos de un naufragio. De ninguna manera. Ayer, cuando llegué a mi casa y
me metí en la cama, me desvelé. Pero no por culpa del deseo, sino por inquina contra
mí, el malestar de la vergüenza. Fue el sentimiento cruel del ridículo, la forma en la
que Consuelo habló de la homosexualidad de Vicente, el ruido de la ducha, la puerta
abierta, la sombra de su sexo no visto, el estupor de mi parálisis. Con este calor, con
esta sequía, con esta edad, resulta inconcebible no haber aceptado de inmediato una
ducha.
¿Qué quieres, Consuelo? ¿Una ducha? No hace falta que nos duchemos, vamos
directamente a la cama que te voy a enseñar lo que no sé, me voy a portar como un
hombre, ya que parece que tú estás buscando un sustituto para las vacaciones de don
Alfonso, el jefe descuidado que se va con su mujer y sus hijos a la playa, y te deja
sola, y no piensa en ti porque está entretenido con las muchachas pelirrojas que se
levantan de la toalla y se lanzan de cabeza al mar. Aquí estoy yo, Consuelo, o aquí
estaría si no fuese un gilipollas, con J o con G, un gilipollas que se queda paralizado
en el momento más inoportuno, y no se levanta para entrar en el cuarto de baño
mientras cae la lluvia, y no te seca con una toalla, y no te sigue hasta la cama para
abrirte los muslos, para ponerse encima, pesar con todo el cuerpo sobre ti y componer
ese extraño animal de ocho extremidades del que habló Shakespeare. Hasta haciendo
el amor se puede citar a los clásicos, dice mi profesor de Literatura.
No, ayer no sentí el menor arañazo de deseo. Estaba solo en mi habitación, libre,
con todo el piso para mí, sin ningún testigo molesto que pudiera oír el ruido del
somier o notar en la oscuridad los movimientos sistemáticos de un pajillero. No había
nadie para decirme eso no necesito saberlo, eso no necesito verlo, eso no necesito
oírlo. Y ahora, en esta pensión compartida, con Vicente a un metro de distancia, cae
sobre mí el desnudo de Consuelo, la boca de Consuelo, su cuerpo mal tapado, su
libertad; y la imaginación insolente me arrastra detrás de ella, me clava sus uñas en la
espalda, me rodea con sus piernas, me dice que siga, no pienses en otra cosa y sigue,
sigue.
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