La proximidad de nuestros labios no tuvo resistencia y nos unimos en un beso seguido de otro beso más largo y un tercero más largo aún, guarnecidos por el constrictor abrazo que nos mantuvo juntos en un espacio donde nada existía en torno, sino la sensación del otro cuerpo. Nos apoyamos en el tronco del castaño y seguimos besándonos y apretándonos hasta quedar extenuados.
Resbalamos lento, con ternura. El pasto transpiraba su rocío. Rodamos por los cojines de gramilla. Por instantes abría mis ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, y pude ver estrellas entre las costuras del follaje. Las luciérnagas se entusiasmaron con nuestra fiesta y reverberaron sus chorros de luz.
Los besos pasaron a convertirse en exploradores insaciables, corrían por las sienes, los cabellos, la nuca, las orejas. Enmelaron nuestras mejillas. Ignacio prefería bucear en mi cuello y nadó por su orografía hasta decidirse a una levitación que lo depositó de nuevo en mi boca. Nuestras lenguas se enredaron. Después bajó al mentón, onduló por mi garganta y patinó ida y vuelta a lo largo del esternón que mis pechos escoltaban impacientes. Respirábamos con apuro y nuestras extremidades se extendieron con ambición
imperial. Nos acariciamos a palmas llenas. Algunos avances eran interrumpidos por
dudas fugaces. La excitación se había transformado en hoguera. Las llamas exigían la consumación y sentí que la Sierra temblaba.
Luego permanecimos sobre el lecho vegetal, oscuro y apacible. Nos costaba despegarnos. La transpirada piel ya no estaba iluminada por unas estrellas y la joyería de luciérnagas, sino por el curioso borde de la luna que atravesaba el ramaje. Todo era tan perfecto que se reactivó un latente temor. Para disimularlo, Ignacio dibujó palabras en mi frente.
—¿Escribes?
—Sí, te pregunto por la carta.
—Te la di, eran puros besos.
—Sos ocurrente.
—Pero tú sigues escribiendo —dije.
—Sí, cuento lo que acaba de suceder.
—Dímelo.
—No puedo.
—¿Cómo que no puedes?
—Me refiero a otra cosa.
—Me muero de curiosidad.
—Como yo antes, de curiosidad por la carta que me ibas a entregar. —Ignacio dejó caer la mano.
—¿Qué te pasa ahora?
Se sentó de espaldas y frotó sus cabellos. Intuí que iba a decirme algo importante, una confesión quizá, pero la sola idea de hacerlo lo perturbó tanto que se puso de pie.
—Vistámonos. Te podes enfriar.
—¡Esto sí que es raro! —protesté—. En serio, ¿qué te ocurre?
Ignacio sabía que a veces sus nervios lo hacían cometer estupideces. Pero no me podía explicar todavía el conflicto; en su cabeza había más espectros que en las siluetas nocturnas del bosque.
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