—¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas,
vagabundo pálido y solitario?
Las flores del lago están marchitas;
y ningún pájaro canta.
¡Oh! ¿Por qué sufres, caballero en armas,
tan maliciento y dolorido?
La ardilla ha llenado su granero
y la mies ya fue guardada.
Un lirio veo en tu frente,
bañada por la angustia y la lluvia de la fiebre,
y en tus mejillas una rosa sufriente,
también mustia antes de su tiempo.
—Una dama encontré en la pradera,
de belleza consumada, bella como una hija de las hadas;
largos eran sus cabellos, su pie ligero,
sus ojos hechiceros.
Tejí una corona para su cabeza,
y brazaletes y un cinturón perfumado.
Ella me miró como si me amase,
y dejó oír un dulce plañido.
Yo la subí a mi dócil corcel,
y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día;
pues sentada en la silla
cantaba una melodía de hadas.
Ella me reveló raíces de delicados sabores,
y miel silvestre y rocío celestial,
y sin duda en su lengua extraña me decía:
Te amo.
Me llevó a su gruta encantada,
y allí lloró y suspiró tristemente;
allí cerré yo sus ojos salvajes
sus ojos hechiceros, con mis labios.
Ella me hizo dormir con sus caricias
y allí soñé (¡Ah, pobre de mí!)
el último sueño que he soñado
sobre la falda helada de la montaña.
Ví pálidos reyes, y también princesas,
y blancos guerreros, blancos como la muerte;
y todos ellos exclamaban:
¡La 'belle dame sans merci' te ha hecho su esclavo!
Y ví en la sombra sus labios fríos abrirse
en terrible anticipación;
y he aquí que desperté,
y me encontré en la falda helada de la montaña.
Esa es la causa por la que vago,
errabundo, pálido y solitario;
aunque las flores del lago estén marchitas,
y ningún pájaro cante.
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