En el bar de la planta baja Brad la contempló con admiración.
—El norteamericano que hay en mí diría que tiene el aspecto de un millón de dólares
—dijo él, besando galante la mano de Phyl. —Pero esta noche el francés que hay en mí
debe confesarle que usted parece ravissante.
La llevó a Le Grand Véfour, y Phyl pensó que el comedor rococó con sus espejos
dorados y sus enormes despliegues florales era maravilloso; opinó que la comida era
deliciosa y los vinos en realidad sublimes. Brad Kane la cuidó como si ella hubiese sido
una preciosa flor de invernadero. Phyl sonrió mientras se sentía florecer ante el calor de
los sutiles cumplidos; recordaba que había dicho a Mahoney que ella misma era una
doncella de hielo. Mahoney no le había creído, y Phyl pensó ahora que había estado en
lo cierto. Casi podía sentir que estaba derritiéndose bajo la mirada cálida de Brad.
El demostró que era un anfitrión perfecto y un acompañante atento. Recomendó los
platos que le pareció que podían agradar a Phyl, ordenó vino tinto porque ese era el
favorito de la psiquiatra y le mostró todas las celebridades que cenaban allí. Relató la
historia de ese antiguo y grandioso restaurante y le contó anécdotas de la vida de París,
así como muchas murmuraciones. Se dedicó a entretener y divertir a Phyl y lo consiguió
con tanta eficacia que ella se sintió encantada.
Cuando llegó el café, Brad sonrió y dijo con tranquilidad:
—Parece que he hablado yo solo. ¿Y qué me dice de usted? Hábleme de su vida, Phyl
Foster. De su trabajo fascinante.
Ella volvió con resistencia a la realidad.
—En efecto —reconoció, —es fascinante descubrir cómo funciona la mente de los
individuos. Le sorprendería saber que algunas personas al parecer comunes y corrientes
viven fantasías extraordinarias. Y que hay personas brillantes y excitantes que me dicen
que su vida está marcada por la desesperación y la duda. Trato a personas que son
maniacos depresivos y que no ven motivos para vivir, y a psicópata que cometen delitos
terribles y no muestran signos de remordimiento. Veo a niños de quienes se ha abusado,
adolescentes perturbados, a madres recientes y angustiadas que anhelan matar a sus
hijos. —Meneó la cabeza y contempló con tristeza la copa de vino. —A veces vuelvo a
casa de noche y me pregunto si en este mundo hay personas cuerdas. Incluida yo misma.
—Pero usted asumió la carga de los problemas de esos individuos —dijo Brad. —¿Eso
está mal?
—Por supuesto, está mal. Y evito continuar en esa actitud. De noche intento
aflojarme y olvidarlo todo. Bebo una copa de vino. Escucho música, leo un libro. Hay un
solo caso en que me he permitido aceptar un compromiso personal y eso responde tanto
a mis propias necesidades como a las necesidades de la paciente. Es un caso de pérdida
de la memoria.
—¿Puedo suponer que es fácil devolver la memoria a alguien? preguntó Brad. —¿Los
parientes no vienen a buscar a los enfermos? Un hermano, un esposo, una madre?
—No en este caso. La joven perdió la memoria como resultado de un accidente, y
hasta ahora nadie vino a buscarla. —Sonrió. —Tal como explico las cosas, parece que se
tratara de un objeto perdido.
—Y así es.
—Supongo que eso es cierto. De todos modos, todavía no he podido restaurar su
memoria. Ahora estoy tratando de rehabilitarla de modo que pueda continuar viviendo.
Le encontré trabajo con una de mis amigas. Por eso voy a Antibes la semana próxima. A
verla.
—¿A verificar los progresos de su experimento? —preguntó Brad, y a Phyl le pareció
que lo hacía con cierto cinismo.
—No es una condición tan clínica —replicó Phyl, con un poco de su antigua firmeza. —
Mi paciente es una mujer joven. Poder ayudarla significa mucho para mí.
—Touché, doctora. —Brad sonrió en actitud de disculpa. —Creo que no dispongo de
tiempo para enfermedades de la cabeza. Puedo entender una pierna rota —se encogió
de hombros en actitud muy expresiva. —¿Pero la locura? Nunca.
—Mis pacientes no están locos —protestó Phyl. —Están perturbados.
El rió y le tomó la mano. La invirtió y la besó con suavidad. Dijo, mirándola a los ojos:
—Doctora Phyl Foster, creo que usted es una dama muy bondadosa, además de muy
bella.
El deseo se manifestó en la mirada de los ojos azules. En un instante ella olvidó todo
lo que se relacionaba con el trabajo, los asesinatos y Bea. Lo único que podía ver eran
sus ojos, lo único que podía sentir era el contacto. De pronto se le cortó la respiración a
causa del deseo.
Salió del restaurante enlazada por el brazo de Brad, apenas consciente de la cortés
despedida del personal. Volvieron en silencio al apartamento de Brad, sin tocarse, pero
cada uno consciente de la presencia del otro. Estacionaron en el garaje de la planta baja
y caminaron tomados de la mano hasta el ascensor.
Él le rodeó los hombros con el brazo mientras esperaban. Empezó a besarla. Besos
pequeños que le cubrían la cara, los ojos, la garganta. El ascensor llegó en ese
momento, y una pareja de personas mayores, muy elegantes, descendió. Los miraron,
divertidos, cada uno rodeado por los brazos del otro, pero Phyl ni siquiera prestó
atención.
En el ascensor Brad deslizó las manos bajo la chaqueta de Phyl. La acercó,
sosteniéndola con firmeza, mientras su boca cubría los labios femeninos. Escalofríos de
placer recorrieron el cuerpo de Phyl; no deseaba que el beso terminase.Cuando el
ascensor se detuvo en el último piso, Brad la alzó en brazos y la llevó al apartamento,
sin separar sus labios de los labios de Phyl.
Se sentaron juntos en las profundidades del gran sofá de brocado, aún absortos cada
uno en el otro. Por fin, él dejó de besarla. Le apartó los cabellos desordenados y la miró
a los ojos. Leyó en ellos el mensaje que era la expresión del deseo de Phyl. Le movió el
mentón, de nuevo acomodó su boca para que recibiese el beso y bebió este como si
hubiese sido vino. Una descarga eléctrica pasó de los labios de Phyl a sus senos, de las
profundidades de su vientre a sus pies, y ella gimió feliz.
La tomó de la mano y la llevó sin resistencia al dormitorio. Las lámparas con las luces
amortiguadas por las pantallas enviaban fragmentos de luz a los distintos rincones de la
habitación, mientras un fuego ardía en el hogar de piedra caliza. Las alfombras de suave
seda, todas de color rosa, cubrían el piso de parquet oscuro y las largas persianas los
separaban de la noche. Estaban en su propio mundo, un lugar que Phyl no había visitado
durante mucho tiempo. Quizá nunca.
La obligó a volverse y abrió el vestido de encaje negro. Ella bajo los brazos y permitió
que el vestido cayese al suelo. Un minuto después los dos estaban desnudos.
Permanecieron mirándose. Después él le sostuvo la mano. Phyl se la entregó en
actitud de confianza. Brad la acercó a él y permanecieron con sus cuerpos desnudos y
temblorosos apretados en el abrazo. Phyl echó la cabeza hacia atrás, y él comenzó a
besarla, primero la garganta y después los pechos, hasta que ambos se hundieron en la
cama. Brad deslizó los brazos bajo el cuerpo de Phyl y la alzó para acercarla a su boca,
bebiéndola como un licor, hasta que ella temblando y gimiendo pidió compasión. Y sólo
entonces la penetró.
El era un enamorado exigente, que reclamaba de ella más de lo que la propia Phyl
sabía que podía ofrecer, y a su vez Phyl cerró las piernas sobre el cuerpo de Brad,
llegando a una cumbre casi inconcebible de deseo. Y eso se repitió varias veces.
Largo rato después, finalmente quedaron tendidos en silencio y fatigados, y los
temblores continuaron sacudiendo sus cuerpos.
El permaneció tendido sobre las almohadas, con las manos tras la cabeza. La miró y
dijo con suavidad:
—No sentí nada parecido desde que tenía catorce años.
Phyl le sonrió, todavía sumida en una especie de fulgor tierno y cálido. Esperó
aturdida que él le hablase de su primer amor, de alguna fresca y joven condiscípula del
colegio secundario y del primer beso que sacudió su existencia juvenil.
Pero la voz de Brad de pronto cobró matices duros cuando dijo:
—Yo tenía catorce años y estaba abrumado por la curiosidad sexual, aunque carecía
en absoluto de conocimiento práctico. Una tarde estaba montando mi bicicleta y se me
pinchó una goma. Me encontraba precisamente frente a la casa de un amigo de mi
padre, de modo que llevé la bicicleta hasta el sendero, con la esperanza de conseguir
que me ayudara.
"La puerta estaba abierta y no había nadie cerca. Me asomé al vestíbulo, pero estaba
vacío. Rodeé la casa, con la esperanza de encontrarlo en la pista de tenis o en la
piscina. La ventana de lo que él denominaba su sala de recibir permanecía abierta, y de
pronto oí un sonido que provenía de allí. Me detuve a escuchar. Era una clase diferente
de sonido.
Misterioso. Algo me indujo a adoptar precauciones, de modo que avancé de puntillas y
espié por la ventana.
"Vi a una mujer acostada desnuda sobre la enorme alfombra de piel. Era la que emitía
esos ruidos extraños. Tenía las piernas alrededor del cuello del hombre. Las manos del
individuo le sostenían las nalgas, y mantenían el cuerpo en alto. Y él estaba
devorándola. Ella gemía y gritaba. Tenía los ojos cerrados, pero su cara estaba
deformada por la pasión."
Brad miró en silencio el lecho, y Phyl esperó, preguntándose qué vendría después. Un
momento más tarde, él dijo:
—Fue mi primera relación con el sexo, y los resultados fueron inmediatos. Me alejé
avergonzado. Pero nunca olvidé esa escena. Está indeleblemente grabada en mi
memoria, y juro que jamás hice el amor en mi vida sin recordarla.
—Me lo imagino —dijo Phyl en actitud comprensiva. —Fue tu primera experiencia
pornográfica.
—Más que eso. —Brad se puso de pie y se acercó desnudo a la ventana. Levantó un
paquete de cigarrillos depositado sobre la mesa, extrajo uno y lo encendió. Inhaló
profundamente y después exhaló el humo, mirando sin ver por la ventana hacia el jardín
iluminado por la luz de los faroles. Por fin dijo, con voz fría: —El hombre era un amigo a
quien conocía de toda la vida. Y la mujer a quien devoraba tan ávidamente era mi
madre.
Los ojos de Brad tenían un vacío terrible. Phyl comprendió que ella estaba asomada a
las profundidades del alma de Brad y ahora no podría hallar palabras para consolarlo. No
había nada que pudiera decir a su amante. En su condición de profesional, con la
distancia adecuada entre paciente y doctor, habría podido encontrar la fórmula, las
respuestas acertadas que lo apartasen de sus crueles recuerdos. Pero esto era diferente.
Mientras yacía desnuda en la cama, con la impronta del amor de Brad todavía sobre ella,
lo único que pudo decir fue:
—Lo siento.
Brad se encogió de hombros malhumorado.
—Así era Rebecca. Nunca sabré por qué mi padre la toleró tantos años. Ni cómo lo
hizo. Mi padre era un hombre apuesto... rico y con éxito. Pero mi madre era una
aristócrata, una mujer que se movía en los grandes círculos sociales. Y él no era más que
el hijo de un ranchero. —Se encogió de hombros. —Creo que armonizaban el uno con el
otro. Nunca hablé del asunto con mi padre. Y nunca dije a nadie lo que vi —Se acercó y
besó levemente la mejilla de Phyl. —Tampoco debí decírtelo. Perdóname.
Por supuesto, ella lo perdonó, pero continuaba impresionada. Los cambios de humor
de Kane de la tristeza a la alegría eran inquietantes.
Y ahora de nuevo él se encogió de hombros, desechó su ánimo sombrío y la llevó a
desayunar en el Café Flore. Más tarde, fueron a hacer compras en la Rue du Cherche-
Midi y recorrieron los puestos de libros a orillas del Sena. Phyl olvidó todo lo relativo a la
conferencia que había determinado su visita a París. Brad era apuesto, un hombre
encantador, y además divertido, Y ahora ella se sentía sexualmente tan atraída por Brad
y él por la psiquiatra que pensó qué la gente sin duda podía percibir el calor que
emanaba de los cuerpos de ambos, mientras se detenían para besarse sin vergüenza en
los portales de las casas o para mirarse profundamente cada uno a los ojos del otro.
Percibían el calor fulminante de la atracción sexual que determinaba que cada uno sólo
deseara tener al otro. Phyl no pensaba en Bea o en Millie. O en Franco Mahoney. Sólo
pensaba en Brad.
Pasaron tardes largas y sensuales en el dormitorio penumbroso de Phyl, veladas
románticas en los bistros mal iluminados, y noches maravillosas en el apartamento de
Brad. Se desnudaban cuando atravesaban la puerta, tocándose, besándose, devorándose
uno al otro. Una noche Brad ni siquiera alcanzó a esperar para desvestirse y la poseyó
contra la pared, alzándola en el aire, penetrándola salvajemente. Ella gritó de dolor,
pero él no se detuvo hasta que rodaron juntos por el suelo, medio sollozando, medio
riendo. Hacían el amor por doquier, en la cama de Brad, en la valiosa alfombra Aubusson
frente al fuego en el gran salón y en la ducha, empapándose de jabón y de sus propios
jugos.
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