lunes, 16 de marzo de 2020

"Perico y Juana", de TOMÁS DE IRIARTE (ESPAÑA, 1750-1791. d.n.e.)

Pareja besándose, de Falconet

Poema censurado por el Santo Oficio.

Un día con Perico riñó Juana
por no sé qué disgusto o fantasía,
pero antes que pasase una semana
ya de tanta altivez se arrepentía.
Con el zagal querido más humana,
volver quiso a entablar nueva armonía
y para hacer las paces mano a mano
diole una cita que él aceptó ufano.

Una fresca mañana del otoño
madrugó Juana, y desde el pie pulido
hasta el dorado pelo de su moño,
de traje más airoso que lucido
adornada salió, y junto a un madroño,
que en un sombrío valle está escondido,
alegre el rostro y el oído atento,
esperando a su amante tomó asiento.

Viendo pues lo mucho que tardaba
y que era solitario aquel paraje,
segura de que nadie la miraba,
abrió de las enaguas el encaje,
descubrió pues la maravilla octava,
que ocultaban las sombras del ropaje
y ató en la pierna una encarnada liga,
pero, ¡qué pierna!, Dios se la bendiga.

Llevaba tan delgada vestidura,
que casi estar desnuda parecía,
la ágil cadera, el muslo, la cintura,
todo el lienzo sutil lo descubría,
dos hemisferios de gentil hechura,
en que un rollizo globo se partía,
formaban tiernos y elevados bultos,
que no pudo el brial tener ocultos.

Perico entre unas matas a Juanilla
atento observaba en tan graciosa planta.
Ya admira la robusta pantorrilla,
ya del pie a la estrechísima garganta,
¡qué redonda y nevada es la rodilla!,
¡cómo a los ojos y aún al alma encantan
al corto zagalejo, aquel calzado,
la media blanca y el azul cuadrado!

Arrebatado de un impulso ardiente
de la imaginación y los sentidos,
salió el joven gallardo y de repente,
con brazos amorosos y atrevidos,
ciñó a la ninfa, y señaló en su frente
la estampa de los labios encendidos,
y el dulce fuego que alteró sus venas
esto le permitió decir apenas.

Deja que bese el blanco y liso pecho,
que a la nieve ha robado su blancura,

¡qué alto y bien dividido!, ¡que derecho
sin sufrir de cotilla la clausura
de qué terso marfil estará hecho
el cordón de esa enana dentadura!
¡Qué dicha!, repetía el fino mozo,
en un abrazo mil deleites gozo.

Ella que, antojadiza y desdeñosa
mostrarse intentó, tal vez por gala
nególe aquélla boca que de rosa
el color tiene y el olor exala,

y huyendo de sus brazos presurosa
poco menos le envió que en enhoramala.
Perico, que la entiende al verla descontenta,
finge serenidad, calla, y se ausenta.

Sola queda la ninfa y ya reniega
de su capricho y melindre raro;
no, dice, ¿no es verdad que el amor ciega
cuando en tales escrúpulos reparo?
La que al dueño que adora no se entrega,
la que su cuerpo le vende caro,
no merece los gustos de Cupido,
sino que su beldad muera en olvido.

Parte tras su galán y lo divisa.
Vuelto de cara a un roble y despachando
diligencia, no limpia, aunque precisa
estaba el joven (si lo diré) meando.
Escondiose la moza a toda prisa
a observar de Perico el contrabando
y ardiendo en cosquillas de deseo
se chupaba los labios de recreo.

Salen a la luz pública por fin
las crecidas insignias de varón.
Con un botón más blanco que carmín,
con un miembro más blanco que algodón,
menudos como el césped de un jardín,
negros rizos se asoman al calzón
y ocultos dos acólitos se ven,
que no dejó el calzón distinguir bien.

Apenas el zagal regado había
el grueso tronco cuando, descuidado,
sintió que el cuerpo por detrás le asía
un bello brazo de su dueño amado
y forcejeando entonces a porfía
cayeron ambos en el verde prado,
él, sin botón alguno en la braguera
y con las faldas ella en la mollera.

No de otra suerte la sutil caterva
de inferiores poetas imaginan,
que en la edad de oro la mojada hierba
sirvió de lecho al hombre, y que la encina,
que de aires y soles le preserva,
del tálamo nupcial era cortina.
Si este era siglo de oro a fe que Juana
lo gozó con Perico una mañana.

El dulce peso del mancebo siente
en el desnudo muslo y la rodilla.
Ya con deseo mueve impaciente
del empeine la suave almohadilla.
Ya incita al saleroso combatiente
con saltos de lasciva rabadilla
y juntando los labios a las mejillas tiernas,
enlazados los brazos y las piernas.

¡Con qué desenvoltura, cuán risueña,
al nervio altivo echó la mano blanca!
Él era corpulento, ella pequeña,
empuñarle intentó, pero fue en vano.
Ya con el dedo, práctico, le enseña
el paso del estrecho gaditano
y ofreciendo al bagel la senda clara,
las dos columnas de Hércules separa.

Aquel angosto y deleitoso ojal,
con los bordes teñidos de clavel,
entre dos blancas rocas de cristal,
más rubio el crespo pelo que oropel,
aquel en que unos dicen que hallan sal
y otros son de dictamen de que hay miel,
con mil cosquillas y respingos mil
hospedó el instrumento varonil.

Y mientras con caricias regaladas
palpa el joven los pechos de la moza,
con las dos que le cuelgan arracadas
el tacto de la picara retoza,
dale tiernos pellizcos y palmadas,
se empina, se columpia, se alboroza
y al fin yo no se qué la sucede,
que en éxtasis suspensa hablar no puede.

La dulce boca inmóvil medio abierta,
con la lengua cogida entre los dientes
a suspirar apenas casi casi acierta
.
En lugar de dar ósculos ardientes,
la vista con los párpados cubierta,
solo indica repentinos accidentes
y si no ha muerto Juana por lo menos
le ha dado un parasismo de los buenos.

En gracias a Dios que resucita
pronto se ha serenado. No, no es cosa
cómo abre ya los ojos, pobrecita,
¿qué tal, estáis mejor? Duerme, reposa,
antes que la congoja se repita.
¡Ay, ay, qué enfermedad tan contagiosa!
Pegósele a Perico, vaya, vaya,
también el angelito se desmaya.

Ella, que ya por experiencia sabe
la causa de aquel mal, su especie y cura,
viendo que cada vez era más grave
del zagal la amorosa calentura,
con un meneo de caderas suave,
el remedio aplicó con tal blandura
que la inundó por dentro y fuera
de copioso sudor la delantera.

Aquí de los amantes abrazados,
alegremente suspendió el oído
el canto que formaban acordados
los jilgueros del valle, y el ruido
de un manso arroyo, a que ellos ocupados
no habían hasta entonces atendido.
Y allí soplando el céfiro halagüeño
embargó sus espíritus el sueño.

A este tiempo un pastor que la espesura
penetraba guardando su vacada,
en divertida y cómoda postura
encontró a nuestra gente embelesada.
De la dormida y lánguida hermosura
el pecho de Perico era almohada,
enlazados los muslos de él y de ella
y sin pañuelo su garganta bella.

Lindo, dijo el pastor, por vida mía,
¿son estos los que quieren que se crea
que hay entre ellos mortal antipatía?
Condujo allí las mozas de la aldea,
y, señalando a Juana, las decía:
"mirad como esta su beldad emplea,
aprended a hacer paces, bellas niñas,
así habéis de dar fin a vuestras riñas".





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