Ya cayó la tarde. La noche extiende sus sombras. La luna, esa desmayada Ofelia que va por el firmamento deshojando miríadas de estrellas, que dijo el poeta, presta con su luz blanquecina la vaga idealidad de las baladas al paisaje. La brisa sacude sus frescas alas cargadas de perfumes enervantes. El lago dormido y quieto brilla con fosforecencias extrañas lejos de la orilla. Rompe a intervalos el silencio temeroso y hondo, un canto lejano monótono y triste de cadencias largas y suaves. En el ambiente azulado y tibio palpita el amor con estremecimientos cálidos y sensuales. Las sombras son las discretas terceras de las pasiones triunfantes y humanas. Ven, amada mia, yo siento por ti el amor sano que perfuma la juventud pasional y generosa. No encontrarás en mí el amor neurasténico y místico de los agotados. Yo quiero coronar tu frente con rosas abrillantadas por el rocío y ceñir tu garganta escandalosa y blanca, con un collar olímpico de besos, como el poeta de la juventud alegre y varonil. ¿No oyes el canto del ruiseñor en la espesura? En sus notas graves hay ronqueras eróticas y trémulas, que evocan los apasionados delirios de almas unidas por los lazos calientes de la pasión. La noche sigue su curso majestuosamente y silenciosa. Desde la ventana de la alcoba, santuario de nuestros amores, se percibe en el Oriente una mancha blanca y lechosa con que se anuncia la aurora. Sobre tu cara pálida y amarfilada se destacan, como símbolos queridos de pasión, ojeras obscuras y acardenaladas. Mira, ya arde en explosión de rayos de luz el Oriente. La noche huye para proteger con sus sombras los amores turbulentos por la extensión del mundo.
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