Yo estoy sentado en una plaza, quizá de nieve, y la palidez de esa luna inconcreta está destrozando mi ternura. Hoy precisamente: día fatal y absoluto en la dulce tranquilidad de mi sino. Si no me dejáis protestar de las fatalidades, me veré obligado a vengarme, derramando lágrimas por mí sino perdido; por aquel sino desgraciado, pero amable, que me reservaron las palmeras.
En el mar, junto al mar, ángeles sin espaldas se besan. Todas las palomas del mundo navegan lentas por sus alas. De un beso incierto y suave ha nacido un ángel, dos ángeles. Un beso angélico, que para ti, mi amor, fue tan bello, tan esencial; para mí, pensando en Dios, fue cursi. La cursilería de lo sumo se definió en un cuadro: vuelo.
No puedo tener el corazón podrido, sin llorar pensando en las hormigas. En las hormigas desgraciadas que se han apoderado de mi pensamiento, me lo han arrebatado, y mi inteligencia no es nada. No quiero que sufra mi idea por temor al éxito indeseable de las hormigas, ésas que me odian y me atacan disimuladamente, pretendiendo alcanzarme de improviso.
Todos los vientos amorosos debían venir, para conducirme en volandas más allá de los mares que no tienen límites, más allá de las montañas y de los desiertos, hasta alcanzar el mar puro y único, para nadar yo en él como nadador solo. Sólo los ángeles no se cansan nadando. Yo me rindo, porque tengo el corazón podrido de tanto amar. El olvido en la más alta buhardilla de la ciudad puede vencerme sin tristeza. Pero un poco de amor para mis lágrimas y no moriré. Perdonadme, por fin. Y dadme mar. Mar y ángeles para mi corazón podrido.
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