Cuando los cierras, cuando los abres tú. En la seda de tus párpados; arriba, abajo, entre tus párpados voy.
¿Es mía? Esa miniatura dorada que encuentro al fondo de tus ojos... Pero no son tus ojos lo que más amo en ti. No lo son, tus ojos voladores. Tus ojos de fruta rubia. Tus ojos tal dos astros dulces, rizados, flotantes, como gotas de sol que tiemblan en la red de las pestañas, como llama que aletea y rompe el velo de rosa de tus párpados caídos. Fíjalos. Apágalos. No quiero, no, que a esas fáciles estrellas tostadas de muñeca triste, de muñeca reciente, los cargues de pesadumbre. Derrama las luces de tu cuerpo sobre ti, sobre tu cuerpo posible, prensado, luminoso. ¿Comprendes? Un ser vive en la luz, en el color y la hondura, en la espera cálida de la mirada. Ese hacer inefable, expresivo más que toda palabra, creador, padre del verbo, con el infinito y a la par instantáneo relámpago de una estela de lucero fugaz...
Reflejado en ti, sobre el raso viviente de tu piel, y esparce a la anchura, en longitud, en lo total de ella, átomo tras átomo, la ansiedad de tus ojos. Tus ojos con brincos de corazones de goma. Tus ojos que se turban como coñac en el agua. Como esa agua, templados, como sobre rastrojo, como agua en herida de entraña joven, nublada, húmeda y sangrienta.
Recogeré los míos —¡devuélvemelos!— anclados a esa ribera. Mis ojos, náufragos en tus ojos, prisioneros ahí, enredándose entre los juncos. ¿Sabes, tú lo sabes? Un leve parpadeo te desequilibra, altera el ritmo de tu faz. Y la estremece con universos no sé si de alegría, si de pavor.
Cuando se cierran. Cuando se alzan. Y un incendio de azufre, implacable, una larva rugiente viene a abrasar al mundo.
Le clavan en el aire, miran después al aire en fría volada cazadora, agudos y tal en acecho. Tu alma entonces se deslíe como lágrima, cómo se disuelve un átomo de cielo contra el suelo.
¿Lo sabes? Comprende ese misterio de peces derramados sobre tu piel. Imagina por todos los miembros, uno a uno, de tu cuerpo, ese rafaguear de vidas luminosas. ¿Conoces los ojos de las estatuas? ¿Quién se arrojaría a esculpir tu mirada? Di. ¿Quién ha pensado nunca dar voz, prestar sus venas al latido imposible del astro en el mármol? Por eso es que los antiguos, señores del pecado y de la espuma, no sin acierto cegaban la mirada de sus dioses.
Todo tu cuerpo mismo es una mirada. Besaré tus labios y tus ojos. Yo besaré tus ojos tembloroso de pasión; seguro de que en ellos ha de fosforescer, va a quemarse, para siempre, la dulzura anterior posible de mi boca...
¿Es el hombro? Esa poma dura y suave, de mates posibles, cálida, de blancuras soñadas, que apenas si se atreve a rendirse en la cabecera palpitante de mi corazón...
No el amor, todavía. ¿Tal vez es deseo? Vislumbro generaciones capaces de disociar sensación de sentimiento. Cuando otra amiga, Mab, sepa embriagarle, como pensamiento suyo que, al fin es. Cuando el fuego del hombre la sorprenda —a ella, la tan de otro acaso— enteramente virgen, pues que ignora una a una todas las voluptuosidades del amor. Cuando se dé porque sí, que ésa es la entrega, y no la nuble gozos vaguedad de pudor alguno.
Entonces será. Entonces; al verte transfigurada, mía, con los nuevos sentidos, con el alma nueva y la nueva inteligencia que te dé.
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