martes, 15 de agosto de 2017

"Una modelo", de ANAÏS NIN CULMELL (FRANCIA, EE.UU., 1903-1977 d.n.e.)

Cuento perteneciente al libro póstumo "Pájaros de fuego", de fecha 1979  d.n.e.



CUENTO SÉPTIMO.

Mi madre tenía ideas europeas sobre las jóvenes. Yo tenía dieciocho años. Nunca había salido sola con hombres, nunca había leído más que novelas literarias y, por supuesto, no era como las chicas de mi edad. Era lo que se podría llamar una persona protegida, como les ocurre a muchas mujeres chinas, instruida en el arte de sacar el mejor partido posible de los vestidos desechados por una prima rica, de cantar y bailar, de escribir con elegancia, de leer los mejores libros, de tener una conversación inteligente, de arreglarme bien el pelo, de mantener las manos blancas y delicadas, de utilizar únicamente el inglés refinado que había aprendido desde mi llegada a Francia y de tratar a todo el mundo con la mayor educación.

Este fue el resultado de mi educación europea. Pero yo era muy parecida a las orientales en otro sentido: a largos períodos de mansedumbre sucedían estallidos de violencia, tales como mal humor o rebeldía, o bien de decisiones súbitas y de inmediata puesta en práctica.

De repente, sin consultar a nadie ni pedir la aprobación de nadie, decidí ponerme a trabajar. Sabía que mi madre se opondría a mis planes.

Rara vez había estado sola en Nueva York. Ahora recorría las calles, respondiendo a toda clase de anuncios. Mis conocimientos no eran demasiado prácticos. Sabía lenguas, pero no sabía escribir a máquina. Sabía danza española, pero no los nuevos bailes populares. En ninguna parte inspiraba confianza. Parecía aún más joven de lo que era y demasiado delicada y sensible. Daba la impresión de no poder soportar ninguna carga, aunque sólo fuese una apariencia.

Al cabo de una semana lo único que había conseguido era la sensación de no servir para nada. Entonces fui a ver a una amiga de la familia que me tenía mucho aprecio. Esta amiga no estaba de acuerdo con la forma de protegerme de mi madre. Se puso contenta de verme, la maravilló mi decisión y se mostró deseosa de ayudarme. Hablándole, en broma, sobre mí y enumerando mis cualidades, se me ocurrió decir que la semana anterior había ido a visitarme un pintor y había dicho que mi rostro era exótico. Mi amiga se puso en pie de un salto.

—Ya lo tengo —dijo—. Ya sé lo que puedes hacer. Es cierto que tu cara es poco corriente. Pues bien, yo conozco un club donde los artistas buscan modelos. Te presentaré en el club. Es una especie de refugio para chicas, que así no tienen que ir de estudio en estudio. Los artistas se inscriben en el club, donde se les conoce, y llaman por teléfono cuando necesitan alguna modelo.

Cuando llegamos al club, en la calle Cincuenta y siete, había gran animación y mucha gente. Estaban preparando la función anual. Todos los años, todas las modelos se vestían con las ropas que mejor les sentaban y desfilaban ante los pintores. Me inscribí rápidamente por una pequeña suma y me enviaron escaleras arriba con dos señoras mayores que me condujeron a los vestuarios. Una de ellas escogió un vestido del siglo XVIII. La otra me levantó el pelo por encima de las orejas. Me enseñaron a maquillarme las pestañas. Vi un nuevo ser en los espejos. El ensayo estaba en marcha. Debía bajar las escaleras y dar un paseo alrededor de toda la sala. No resultó difícil. Fue como un baile de máscaras.

El día del espectáculo todo el mundo estaba bastante nervioso. Buena parte del éxito de las modelos dependía de aquel acontecimiento. Me temblaba la mano mientras me maquillaba las pestañas. La rosa que me habían dado para adorno me hacía sentirme un poco ridícula. Fui recibida con aplausos. Después que todas las chicas dieron una vuelta despacio alrededor de la sala, los pintores hablaron con nosotras, apuntaron nuestros nombres y concertaron citas. Mi agenda estaba llena de citas como un carnet de baile.

El lunes a las nueve en punto fui al estudio de un pintor famoso; a la una, al estudio de un ilustrador; a las cuatro en punto, al estudio de un miniaturista; y así sucesivamente. También había mujeres que pintaban. Estas se oponían a que utilizáramos maquillaje. Decían que cuando citaban a una modelo maquillada y luego le lavaban la cara antes de posar, ya no parecía la misma. Por eso no nos atraía demasiado posar para mujeres.

En casa, mi anuncio de que era modelo sentó como una bomba. Pero ya estaba hecho. Podía ganar unos veinticinco dólares semanales. Mi madre lloró un poco, pero por dentro estaba satisfecha.

Aquella noche hablamos en la oscuridad. Su dormitorio comunicaba con el mío y la puerta estaba abierta. A mi madre le preocupaba lo que yo supiera o dejara de saber sobre el sexo.

La suma de mis conocimientos consistía en lo siguiente: que había sido besada muchas veces por Stephen sobre la arena de la playa. Stephen se había echado sobre mí y yo había notado la presión de algo voluminoso y duro, pero eso era todo. Y para mi gran asombro, al llegar a casa había descubierto que estaba toda mojada entre las piernas. Esto no se lo había mencionado a mi madre. Personalmente me consideraba muy sensual y el que se humedeciera la entrepierna cuando me besaban ponía de manifiesto peligrosas inclinaciones para el futuro. En realidad, me sentía algo así como una puta.

—¿Sabes lo que ocurre cuando un hombre posee a una mujer? —me preguntó mi madre.

—No —dije yo—, pero primero me gustaría saber cómo poseen los hombres a las mujeres.

—En fin, me imagino que ya verías el pequeño pene de tu hermano cuando lo bañabas... Pues se pone grande y duro y el hombre lo mete dentro del cuerpo de la mujer.

Eso me pareció repulsivo.

—Debe ser difícil meterlo —dije.

—No, porque la mujer se humedece antes, de manera que se desliza fácilmente.

En ese caso, pensé para mí, a mí nunca me violarán, porque para mojarse una tiene que gustarle el hombre.

Pocos meses antes, habiéndome besado violentamente en el bosque un ruso muy grande que me acompañaba después de un baile, había llegado a casa anunciando que estaba embarazada.

También me acordé de otra noche en que varios de nosotros volvíamos de otro baile y yendo por la autopista habíamos oído gritos de muchachas. John, mi acompañante, detuvo el coche. Dos chicas corrieron hacia nosotros desde la maleza, desgreñadas, con las ropas desgarradas y ojerosas. Las dejamos entrar en el coche. Farfullaban caóticamente que las habían invitado a un paseo en moto y luego las habían forzado. Una de ellas no cesaba de decir:

—Si me lo ha roto, me mataré.

John paró en un albergue y yo acompañé a las chicas al servicio de señoras. Inmediatamente se metieron juntas en el water.

—No hay sangre —decía una—. Creo que no ha entrado.

La otra lloraba.

Las acompañamos a su casa. Una de las chicas me dio las gracias y dijo:

—Espero que nunca te ocurra a ti.

Mientras mi madre hablaba, me pregunté si era eso lo que temía, o más bien, para lo que me estaba preparando.

No puedo decir que cuando llegó el lunes no me sintiera incómoda. Tenía la sensación de que si el pintor era atractivo correría mayor peligro que si no lo era, pues si me gustaba me pondría húmeda entre las piernas.

El primero tenía unos cincuenta años, era calvo, de aspecto bastante europeo y con bigote. Tenía un hermoso estudio.

Puso un biombo para que me cambiara de ropa. Yo iba echando las prendas por encima del biombo. Al echar la última prenda interior sobre el biombo, vi la cara del pintor asomándose sonriente. Pero aquello era tan cómico y tan ridículo, como si fuera una escena de teatro, que no dije nada. Me vestí y adopté la pose.

Cada media hora podía descansar y fumarme un cigarrillo. El pintor puso un disco y dijo:

—¿Bailas?

Danzamos sobre el suelo bien pulimentado, dando vueltas entre cuadros de bellas mujeres. Al terminar el baile, me besó en el cuello.

—¡Qué rico! —dijo—. ¿Posas desnuda?

—No.

—Qué mala suerte.

Pensé que no era tan difícil desenvolverse. De nuevo había que posar. Las tres horas pasaron de prisa. El pintor hablaba durante el trabajo. Dijo que se había casado con su primera modelo; que ella era insoportablemente celosa; que cada poco se presentaba en el estudio y hacía una escena; que no le permitía pintar desnudos. Había alquilado otro estudio que ella no conocía. Con frecuencia lo usaba para pintar y también daba fiestas. ¿Me gustaría ir a alguna un sábado por la noche?

Al irme me dio otro besito en el cuello. Guiñó los ojos y dijo:

—¿No irás a hablar de mí en el club?

Volví al club a almorzar porque allí podía arreglarme la cara y refrescarme, y porque se servían almuerzos baratos. Había más chicas y estuvimos charlando. Cuando mencioné la invitación para el sábado por la noche, se echaron a reír, haciéndose señas unas a otras. No conseguí hacerlas hablar. Una de las chicas se había levantado la falda y estaba examinándose un lunar bien arriba de los muslos. Vi que no llevaba bragas, sino sólo un traje de raso negro que se le pegaba al cuerpo. Sonaba el teléfono y entonces avisaban a una de las chicas y ésa salía a trabajar.

Al día siguiente fue el joven ilustrador. Llevaba la camisa con el cuello abierto. No se movió cuando entré.

—Quiero ver mucha espalda y hombros —me gritó—. Ponte un chal o lo que sea.

Luego me dio un pequeño paraguas anticuado y unos guantes blancos. Me tiró del chal casi hasta la cintura. Lo que hacía era para la portada de una revista.

Tenía el chal colocado sobre los pechos de forma bastante precaria. Al ladear la cabeza con el ángulo que él me pedía, una especie de gesto incitador, el chal resbaló y aparecieron mis pechos. No quiso que me moviera.

—Me gustaría pintarlos —dijo.

Sonreía mientras trabajaba con el carbón. Al inclinarse para tomar medidas, me tocó las puntas de los pechos con el lápiz y me dejó una marquita negra.

—Mantén la pose —dijo cuando vio que iba a moverme.

La mantuve. Luego dijo:

—A veces las chicas os comportáis como si os creyerais los únicos seres con pecho o con culo. Veo tantos, que no me interesan, te lo aseguro. Siempre poseo a mi mujer vestida. Cuantas más ropas lleva, mejor. Y apago las luces. Sé demasiado bien cómo son las mujeres, he dibujado millones de mujeres.

El leve toque del lápiz contra los pechos me había endurecido las puntas. Eso me molestaba, porque en absoluto había sentido placer. ¿Por qué eran mis pechos tan sensibles? ¿Se daría él cuenta?

Él siguió dibujando y coloreando su obra. Se detuvo para beber whisky y me ofreció una copa. Mojó los dedos en el whisky y me tocó uno de los pezones. No estaba posando, así que me alejé enfadada. Él siguió sonriendo.

—¿No es divertido? —dijo—. Los calienta.

Era cierto que tenía las puntas duras y rojas.

—Tienes unos pezones muy bonitos. No necesitas pintártelos, ¿verdad? Son sonrosados de natural. La mayoría son de un color parecido al cuero.

Me tapé.

Eso fue todo por aquel día. Me pidió que volviera al día siguiente a la misma hora.

El martes tardó más en ponerse a trabajar. Hablaba. Tenía los pies montados sobre el tablero de dibujo. Me ofreció un cigarrillo. Yo estaba sujetándome el chal. Él me miraba y dijo:

—Enséñame las piernas. La próxima vez haré un dibujo de piernas.

Levanté las faldas por encima de las rodillas.

—Siéntate con la falda bien subida —dijo él.

Hizo un apunte de las piernas. Estábamos en silencio. Luego se puso en pie, dejó caer el lápiz en la mesa y me besó en mitad de la boca, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. Yo lo empujé con violencia. Eso le hizo sonreír. Rápidamente, me deslizó una mano bajo la falda, me palpó los muslos por encima de las medias y ya estaba de nuevo en su asiento antes de que yo pudiera moverme.

Recuperé la pose y no dije nada, porque acababa de hacer un descubrimiento: a pesar de mi enfado, a pesar de no estar enamorada, el beso y la caricia de los muslos desnudos me habían dado placer. Cuando lo rechazaba, lo hacía por costumbre, pero en realidad me había dado placer.

El tiempo de posar me permitió deshacerme del placer y recordar mis defensas. Pero mis defensas habían sido convincentes y se estuvo quieto el resto de la mañana.

Desde el mismo principio había adivinado que de lo que realmente tenía que defenderme era de mi sensibilidad a las caricias. También estaba llena de curiosidad por muchas cosas. Al mismo tiempo, estaba absolutamente convencida de que sólo me entregaría al hombre del que estuviese enamorada.

Yo estaba enamorada de Stephen. Deseaba dirigirme a él y decirle:

—¡Poséeme, poséeme!

De pronto me acordé de otro incidente, ocurrido, hacia un año, cuando una de mis tías me llevó al Mardi Gras de Nueva Orleans. Unos amigos nos llevaban en automóvil. Iban con nosotras dos chicas jóvenes. Unos cuantos hombres jóvenes se aprovecharon de la confusión, del ruido, de la excitación y la alegría, para saltar a nuestro automóvil, quitarnos las máscaras y besarnos mientras mi tía daba un grito. Luego desaparecieron entre la multitud. Me quedé pasmada y deseando que el joven que me había cogido y besado en la boca siguiera a mi lado. El beso me dejó lánguida, lánguida y turbada.

De vuelta al club me preguntaba qué sentirían las otras modelos. Se hablaba mucho de cómo defenderse y me preguntaba si toda aquella palabrería era sincera. Una de las modelos más adorables, cuya cara no era especialmente bella, pero que tenía un cuerpo soberbio, estaba diciendo:

—No sé lo que sentirán otras chicas cuando posan desnudas. A mí me encanta. Cuando era pequeña ya me gustaba quitarme las ropas. Me gustaba ver que la gente me miraba. Solía quitarme las ropas en las fiestas, en cuanto la gente estaba un poco bebida. Me gustaba exhibir mi cuerpo. Ahora no puedo esperar para quitármelas. Disfruto mientras me miran. Siento escalofríos de placer en la espalda cuando los hombres me miran. Y cuando poso para toda una clase de artistas, cuando veo tantísimos ojos sobre mi cuerpo, el placer es tan grande, es tan... vamos, que es como si me estuvieran haciendo el amor. Me siento hermosa, me siento como a veces deben sentirse las mujeres cuando se desnudan para un amante. Disfruto de mi propio cuerpo. Me gusta posar cogiéndome los pechos con las manos. A veces los acaricio. Una vez hice striptease. Me encantó. Disfruté haciéndolo tanto como los hombres disfrutaron de verme. Los vestidos de raso me daban escalofríos... y se me salían los pechos y me quedaba desnuda. Eso me excitaba. Cuando los hombres me tocaban no sentía tanta excitación... Siempre me llevaba un chasco. Pero sé de otras chicas que no sienten lo mismo.

—Yo me siento humillada —dijo una modelo pelirroja—. Siento que mi cuerpo no es mío y que no tiene ningún valor... si todo el mundo lo ve.

—Yo no siento absolutamente nada —dijo otra—. Siento que es completamente impersonal. Cuando los hombres pintan o dibujan, dejan de pensar en nosotras como seres humanos. Un pintor me dijo que el cuerpo de la modelo sobre la plataforma es algo impersonal, y que el único momento en que lo sentía como algo erótico era cuando la modelo se quitaba el quimono. Me han contado que en París las modelos se desnudan delante de toda la clase, y que es muy excitante.

—Si todo fuera tan impersonal —dijo otra chica—, no nos invitarían luego a fiestas.

—O bien se casan con las modelos —añadí yo, acordándome de los dos pintores casados con sus modelo favoritas que había conocido.

Un día tuve que posar para un ilustrador de cuentos. Al llegar me encontré que ya había otras dos personas, una chica y un hombre. Teníamos que componer juntos las escenas de amor de una novela. El hombre tenía unos cuarenta años y una cara muy madura, muy en decadencia. Era quien sabía cómo debíamos disponernos. Me situó en postura de besar. Teníamos que mantener la pose mientras el ilustrador nos fotografiaba. Yo estaba incómoda. El hombre no me gustaba nada. La otra chica hacía de esposa celosa que irrumpía impetuosamente en escena. Tuvimos que repetir muchas veces. Cada una de las veces que el hombre interpretaba el beso, yo me inhibía interiormente y el hombre lo notaba. Estaba ofendido. Su mirada se volvió burlona. Yo lo hacía mal.

—¡Más pasión, ponga más pasión! —me gritaba el ilustrador como si estuviéramos rodando una película.

Intenté acordarme de cómo me había besado el ruso al volver del baile y eso me relajó. El hombre repitió el beso. Tenía la sensación de que me apretaba más de lo necesario y , desde luego, no había necesidad de meterme la lengua en la boca. Lo hizo tan de prisa que no me dio tiempo a moverme. El ilustrador comenzó otra escena.

—Hace diez años que soy modelo —dijo el modelo masculino —. No entiendo por qué siempre quieren mujeres jóvenes. Las chicas jóvenes no tienen experiencia ni expresión. En Europa, las chicas jóvenes de tu edad, de menos de veinte años, no interesan a nadie. Están en el colegio o en casa. Sólo se ponen interesantes después del matrimonio.

Oyéndole hablar, pensé en Stephen. Pensé en nosotros en la playa, estirados sobre la arena caliente. Sabía que Stephen me amaba. Quería que me tomase. Ahora quería convertirme pronto en mujer. No me gustaba ser virgen y estar a todas horas defendiéndome. Tenía la sensación de que todo el mundo estaba enterado de que era virgen y eso azuzaba el deseo de conquistarme.

Aquella tarde Stephen y yo íbamos a salir juntos. De una u otra forma, debía decírselo. Debía decirle que corría el riesgo de ser violada y que más valía que él lo hiciera antes. Eso no, porque entonces se pondría muy nervioso. ¿Cómo iba a decírselo?

Tenía noticias que darle. Ahora me había convertido en la estrella de las modelos. Tenía más trabajo que ninguna del club, me solicitaban más por ser extranjera y porque tenía un rostro poco común. Muchas veces tenía que posar de noche. Todo lo cual se lo conté a Stephen. Él estaba orgulloso de mí.

—¿Te gusta posar? —dijo.

—Lo adoro. Adoro estar con pintores, ver sus obras... buenas o malas, me gusta la atmósfera del estudio, las historias que cuentan. Es variado, nunca igual. Es una verdadera aventura.

—¿Te... te hacen el amor? —preguntó Stephen.

—No, si tú no quieres.

—Pero... ¿lo intentan?

Vi que estaba nervioso. Íbamos camino de mi casa desde la estación del tren, por unos campos oscuros. Me volví hacia él y le ofrecí la boca. Stephen me besó.

—Poséeme, Stephen —dije—. Poséeme, poséeme.

Se quedó absolutamente pasmado. Yo me lanzaba al refugio de sus grandes brazos, quería ser poseída y conocerlo todo. Deseaba que me hiciera mujer. Pero él estaba absolutamente inmóvil y asustado.

—Quiero casarme contigo —dijo—, pero no puedo hacerlo en este momento.

—No me importa el matrimonio.

Pero entonces me di cuenta de su sorpresa y eso me aplacó. Estaba inmensamente decepcionada por su falta de espontaneidad. Pasó el momento. Él creyó que era un simple ataque de ciega pasión, que había perdido la cabeza. Incluso se alegraba de haberme protegido contra mis propios impulsos. Me fui a casa, a la cama y lloré.

Un ilustrador me pidió que posara en domingo porque le corría mucha prisa terminar un cartel. Acepté. Cuando llegué ya estaba trabajando. Era de mañana y el edificio parecía desierto. El estudio estaba en la planta trece. Tenía medio hecho el cartel. Me desnudé de prisa y me puse el traje de tarde que me había entregado. No parecía prestarme atención. Durante largo rato trabajamos pacíficamente. Me cansé. Él se dio cuenta y me concedió un descanso. Anduve por el estudio viendo los demás cuadros. En su mayoría, eran retratos de actrices. Le pregunté quiénes eran. Me respondió detallando sus gustos sexuales.

—Ésta, ésta exige romanticismo. Es la única manera de acercársele. Lo pone difícil. Es europea y le gustan las complicaciones. Renuncié a mitad de camino. Era demasiado trabajoso. Aunque era muy bella y es maravilloso estar en la cama con una mujer como ésa. Tenía los ojos muy bellos y el aspecto de estar en trance, como los místicos de la India. Le hacía preguntarse a uno cómo deben portarse en la cama.

»He conocido otros ángeles del sexo. Es maravilloso verlos cambiar. Esos ojos claros a cuyo través es posible ver, esos cuerpos que adoptan poses tan bellas y armoniosas, esas manos delicadas... cómo cambian cuando los turba el deseo. ¡Los ángeles del sexo! Son maravillosos precisamente por lo mucho que sorprenden, por lo mucho que cambian. Tú, por ejemplo, con tu aspecto de que nunca te han tocado, puedo imaginarte mordiendo y arañando... Estoy seguro de que te cambiará hasta la voz. He visto cambiar tanto... Hay voces de mujer que suenan como ecos poéticos y sobrenaturales. Luego, cambian. Los ojos cambian. Creo que todas esas leyendas sobre personas que por la noche se transforman en animales —como la historia del hombre lobo, por ejemplo— fueron inventadas por hombres que vieron transformarse por la noche a las mujeres, a las criaturas idealizadas y veneradas, en animales, y las creyeron endemoniadas. Pero creo que es algo mucho más sencillo que todo eso. Tú eres virgen, ¿no es verdad?

—No, estoy casada —dije.

—Casada o no, eres virgen. Puedo asegurarlo. Nunca me engaño. Si estás casada, tu marido aún no te ha hecho mujer. ¿No te pesa eso? ¿No tienes la sensación de que estás perdiendo el tiempo, de que la verdadera vida sólo comienza con las sensaciones, con ser mujer?

Lo dicho correspondía tan exactamente a lo que había estado sintiendo, a mi deseo de iniciarme en la vida, que guardé silencio. Odiaba tener que admitirlo ante un extraño.

Me daba cuenta de que estaba sola con el ilustrador en un edificio de estudios vacíos. Me entristecía que Stephen no hubiera comprendido mi deseo de convertirme en mujer. No estaba asustada, pero me sentía fatalista y sólo deseaba conocer a alguien de quien poderme enamorar.

—Sé lo que estás pensando —dijo él—, pero para mí no tiene ningún sentido a no ser que la mujer me quiera. Nunca he podido hacer el amor a una mujer que no me quisiera. La primera vez que te vi, sentí lo maravilloso que sería iniciarte. Veo en ti algo que me hace pensar que tendrás muchos amores. Me gustaría ser el primero. Pero sólo si tú quieres.

Sonreí.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando. Sólo puede ocurrir si quiero, y no quiero.

—No debes dar demasiada importancia a la primera entrega. Creo que es un invento de la gente que quería guardar a sus hijas para el matrimonio; me refiero a la idea de que el primer hombre que posee a una mujer tendrá un poder absoluto sobre ella. Creo que es una superstición. Lo han inventado para guardar a las mujeres de la promiscuidad, en realidad, es falso. Si un hombre es capaz de hacerse amar, si es capaz de excitar a una mujer, entonces ella se sentirá atraída por él. Pero el mero hecho de romper su virginidad no basta. Cualquier hombre puede hacerlo y dejar a la mujer impasible. ¿Sabías que muchos españoles toman a sus esposas de esa forma y les hacen muchos hijos sin acabar de iniciarlas en el sexo, sólo para asegurarse su fidelidad? Los españoles creen que se debe reservar el placer para las queridas. En realidad, si ven que una mujer disfruta con el sexo, inmediatamente sospechan que es infiel e incluso que es puta.

Las palabras del ilustrador me obsesionaron durante días. Luego tuve que hacer frente a nuevos problemas. Había llegado el verano y los pintores se iban al campo, a la playa, a lugares alejados en todas direcciones. No tenía dinero para seguirlos y no estaba segura de si encontraría trabajo. Una mañana estuve posando para un ilustrador llamado Ronald. Después puso el fonógrafo en marcha y me invitó a bailar.

—¿Por qué no te vienes una temporada al campo? —dijo mientras bailábamos—. Te sentará bien, tendrás mucho trabajo y te pagaré el viaje. Hay muy pocas modelos buenas por allí. Estoy seguro de que estarás ocupada.

Así que fui. Alquilé una habitacioncita en una granja y luego pasé a ver a Ronald, que vivía, carretera adelante, en un cobertizo al que había abierto un gran ventanal. Lo primero que hizo fue echarme a la boca el humo del cigarrillo. Me hizo toser.

—Ay —dijo—, que no sabes aspirar.

—No me interesa lo más mínimo —dije yo, preparándome—. ¿Qué clase de pose quieres?

—Bah —dijo él, riéndose—. Aquí no se trabaja tanto. Tendrás que aprender a disfrutar un poco. Ahora, toma el humo de mi boca y aspíralo...

—No me gusta aspirar.

Volvió a reírse e intentó besarme. Yo me alejé.

—Ay , ay —dijo—, que no vas a ser una compañía muy complaciente. Te he pagado el viaje, sabes, y estoy aquí solo. Contaba con que fueses una compañía muy complaciente. ¿Y la maleta?

—He tomado una habitación junto a la carretera.

—Pero estabas invitada a estar conmigo —dijo él.

—Había entendido que me querías para modelo.

—De momento no es una modelo lo que necesito.

Hice como que me disponía a marcharme.

—Sabes, aquí estamos de acuerdo respecto a las modelos que no saben divertirse. Si adoptas esa actitud, nadie te dará trabajo.

No le creí. A la mañana siguiente estuve en casa de todos los artistas que encontré. Pero Ronald ya les había rendido visita. Así que me recibieron con frialdad, como si yo hubiera engañado a alguien. No tenía dinero para volver a mi casa ni para pagar la habitación, y no conocía a nadie.

El país era bello y montañoso, pero no podía disfrutarlo.

Al día siguiente di un largo paseo y desemboqué en una cabaña de troncos junto a la ribera de un río. Vi a un hombre que pintaba al aire libre. Hablé con él y le conté mi historia. No conocía a Ronald pero se irritó. Dijo que intentaría ayudarme. Yo le dije que quería ganar lo suficiente para volver a Nueva York.

Así que empecé a posar para él. Se llamaba Reynolds, era un hombre de unos treinta años, de pelo negro, ojos negros muy dulces y una sonrisa brillante. Era un ser solitario. Nunca iba al pueblo, a no ser por comida, ni frecuentaba los restaurantes ni los bares. Su andar era indolente y sus gestos naturales. Había estado embarcado siempre en buques mercantes, trabajando de marinero para ver países exóticos. Constantemente estaba inquieto.

Pintaba de memoria lo que había visto en sus viajes. Se sentaba a la sombra de un árbol y, sin mirar lo que tenía alrededor, pintaba la jungla salvaje de América del Sur.

Una vez, estando con sus amigos en la jungla, me contó Reynolds, les llegó un olor animal tan fuerte que esperaban ver surgir una pantera, pero de la maleza salió, con increíble velocidad, una mujer, una mujer desnuda y salvaje, que los miró con ojos de animal asustado y luego echó a correr, dejando tras sí el fuerte aroma animal; se lanzó al río y se alejó nadando, sin darles tiempo a recuperar el aliento.

Un amigo de Reynolds había cazado una mujer como aquélla. Cuando le quitó la pintura roja que la cubría, resultó ser muy hermosa. Era amable cuando se la trataba bien y sucumbió a los regalos de cuentas y adornos.

El fuerte olor de la mujer repelía a Reynolds hasta que su amigo le ofreció pasar una noche con ella. Había encontrado la melena negra tan dura y rasposa como una barba. El olor a animal le daba la sensación de estar acostado con una pantera. Era muchísimo más fuerte que él, de forma que, al cabo de un rato, Reynolds casi hacía de mujer y ella le obligaba a satisfacer sus fantasías. Era infatigable y tardaba en excitarse. Soportaba caricias que a él le dejaban exhausto y acabaron durmiéndole en sus brazos.

Luego se la encontró trepando encima de él y vertiéndole un poco de líquido en el pene, algo que al principio le picaba y luego lo excitó furiosamente. Estaba asustado. El pene parecía lleno de fuego o de pimienta roja. Se restregó contra la carne de la mujer, más para aplacar el fuego que por deseo.

Reynolds estaba furioso y ella sonreía y reía sofocadamente. La tomó con rabia, movido por el miedo a que el líquido lo estuviera excitando por última vez, a que fuera una especie de hechizo para provocarle el máximo deseo y la muerte.

La mujer estaba bocarriba y reía, enseñando los dientes blancos, y el olor de su cuerpo lo afectaba eróticamente como el olor del almizcle. Su vehemencia era tal que tuvo miedo de que le arrancara el pene. Pero ahora quería subyugarla. Al mismo tiempo la acariciaba.

Eso la sorprendió. Nadie, por lo visto, la había acariciado antes. Cuando se cansó de poseerla, después de dos orgasmos, siguió frotándose el clítoris y ella disfrutó, pidiendo más, abriendo mucho las piernas. Entonces, de repente, se dio la vuelta, se agachó sobre la cama y levantó el culo con un ángulo increíble. Quería que volviera a poseerla, pero él prosiguió las caricias. Después de esto, siempre le buscaba la mano. Se restregaba contra la mano como una gata gigantesca. Durante el día, si encontraba a Reynolds, restregaba el sexo contra su mano a hurtadillas.

Reynolds dijo que desde aquella noche las mujeres blancas le parecían débiles. Se reía mientras contaba la historia.

Lo que pintaba le había recordado a la mujer salvaje que se escondía en la maleza, agazapada como una tigresa, para huir de un salto de los hombres con escopetas. La había pintado en el paisaje, con sus pechos abundantes y puntiagudos, sus largas y hermosas piernas, y su esbelta cintura.

Yo no entendía cómo iba a posar para él. Pero él estaba pensando en otro cuadro.

—Será muy fácil —dijo—. Quiero que te duermas envuelta en sábanas blancas. Una vez vi una cosa en Marruecos que siempre he querido pintar. Una mujer se había quedado dormida entre sus canillas de seda, sujetando el bastidor de tejer con el pie manchado de tinte. Tienes unos ojos hermosos, pero tendrás que cerrarlos.

Entró en la choza y sacó sábanas, con las que me hizo un manto. Me apoyó contra una caja de madera, dispuso mi cuerpo y mis manos como quiso e inmediatamente comenzó su obra. El día era muy caluroso, las sábanas me hacían sudar y , en una pose tan relajada, me quedé dormida de verdad, no sé por cuánto tiempo. Me sentía lánguida e irreal. Y entonces noté una mano suave entre mis piernas, muy suave, acariciándome con tal levedad que hube de despertarme para estar segura de que me tocaba. Reynolds estaba a mi lado, pero con una expresión tan gozosa y amable que no me moví. Sus ojos eran tiernos y tenía la boca entreabierta.

—Sólo una caricia —dijo—, sólo una caricia.

No me moví. Nunca había sentido nada como aquella mano que acariciaba suavemente, muy suavemente, la cara interna de las piernas sin rozar el sexo, sino sólo las puntas del vello púbico. Luego la mano se deslizó al pequeño valle que rodea el sexo. Yo me iba relajando y ablandando. Se inclinó sobre mí, puso su boca sobre la mía, rozando ligeramente los labios, hasta que mi propia boca respondió, y entonces me rozó la punta de la lengua con la punta de la suya. La mano avanzaba, explorando, pero con tal lentitud que era exacerbante. Estaba mojada y sabía que con moverme un poco él lo notaría. La languidez se apoderaba de todo mi cuerpo. Cada vez que su lengua tocaba la mía, la sensación que tenía era la de tener otra pequeña lengua en mi interior, revoloteando, deseando que también la tocaran. Su mano sólo daba vueltas alrededor de mi sexo, y luego alrededor del culo, y era como si hipnotizara a la sangre para que siguiese los movimientos de las manos. Su dedo tocó el clítoris con inmensa suavidad y después se hundió entre los labios de la vulva. Notó mi humedad, la tocó con placer, besándome, echándose sobre mí, que no me movía. El calor, el olor de las plantas que nos rodeaban, su boca sobre la mía, todo me afectaba como una droga.

—Sólo una caricia —repitió suavemente, mientras su dedo giraba alrededor del clítoris, hasta que el montículo se hinchó y endureció.

Tuve entonces la sensación de que algo nacía dentro de mí, un gozo que me hacía palpitar bajo sus dedos. Lo besé con gratitud. Él sonreía.

—¿Quieres tú acariciarme? —dijo.

Meneé la cabeza afirmativamente, sin saber qué quería. Se desabotonó los pantalones y vi el pene. Lo cogí con mis manos.

—Más fuerte —dijo.

Entonces comprendí que no sabía cómo hacerlo. Reynolds me cogió la mano y me guió. La espumilla blanca se esparció sobre mi palma. Al cubrirse, me dio el mismo beso de gratitud que yo le había dado después de mi placer.

—¿Sabías que los hindúes hacen el amor a su esposa durante diez días antes de poseerla? Durante diez días se limitan a caricias y besos.

Volvió a irritarse al recordar el comportamiento de Ronald y cómo me había enemistado con todo el mundo.

—No te enfades —le dije—. Estoy contenta de que lo hiciera, porque eso me hizo salir del pueblo a dar un paseo y llegar hasta aquí.

—Te amé en cuanto te oí hablar con ese acento que tienes. Tuve la sensación de que volvía a estar viajando. Eres tan diferente... tu cara, tu forma de andar, tus modales. Me recuerdas a una chica que quise pintar en Fez. Sólo la vi una vez, dormida como en el cuadro. He soñado siempre con despertarla tal como te he despertado a ti.

—Y yo siempre he soñado con que me despertara una caricia como ésa —dije.

—De haber estado despierta, no me hubiese atrevido.

—¿No? ¿Tú, el aventurero, el que vivió con una mujer salvaje?

—La verdad es que yo no viví con la mujer salvaje. Todo eso le pasó a un amigo mío. Siempre lo contaba, así que yo lo cuento como si me hubiera pasado a mí. En realidad soy tímido con las mujeres. Puedo derribar a un hombre, pelear y emborracharme, pero las mujeres me intimidan, incluso las putas. Se ríen de mí. Pero esto ha sucedido exactamente como siempre lo había imaginado.

—Pero al décimo día estaré en Nueva York —dije riéndome.

—El décimo día te llevaré en coche, si tienes que volver, pero mientras eres mi prisionera. Durante diez días trabajamos al aire libre, tendidos al sol. El sol me calentaba el cuerpo mientras Reynolds esperaba a que cerrase los ojos. A veces simulaba querer algo más. Pensaba que cerrando los ojos me tomaría. Me gustaba su forma de acercárseme, como si fuera un cazador, sin hacer ruido y dejándose caer a mi lado. A veces, primero levantaba el traje y miraba largo rato. Luego me tocaba levemente, como sin querer despertarme, hasta que me humedecía. Los dedos se aceleraban. Uníamos las bocas y nos acariciábamos las lenguas. Yo aprendí a ponerme el pene en la boca.

Eso lo excitaba terriblemente. Perdía toda la suavidad, empujaba el pene hacia dentro y yo tenía miedo de ahogarme. Una vez le mordí, le hice daño, pero no le importó. Me tragaba la espuma blanca. Cuando me besaba, nos untábamos las caras de semen. El maravilloso olor del sexo me impregnaba los dedos y no quería lavarme las manos.

Sentía que compartíamos una corriente magnética, pero, al mismo tiempo, ninguna otra cosa nos unía. Reynolds había prometido llevarme a Nueva York. Él no podía seguir mucho más tiempo en el campo y yo necesitaba encontrar trabajo.

Durante el viaje de vuelta, Reynolds detuvo el coche y nos echamos sobre una manta a descansar entre los árboles. Nos acariciamos.

—¿Eres feliz? —dijo él.

—Sí.

—¿Seguirás siendo feliz de esta manera? ¿Cómo estamos?

—¿Por qué, Reynolds? ¿Qué pasa?

—Escucha. Te quiero. Eso ya lo sabes. Pero no puedo poseerte. Una vez lo hice con una chica, la embaracé y tuvo que abortar. Murió desangrada. Desde entonces no he podido poseer a ninguna mujer. Me da miedo. Si te pasara a ti, me mataría.

Nunca había pensado en esas cosas. Guardé silencio. Nos besamos largo rato. Por primera vez, me besó entre las piernas en lugar de acariciarme; me besó hasta que tuve un orgasmo. Éramos felices.

—La pequeña herida que tienen las mujeres... —dijo— me asusta.

En Nueva York hacía calor y los artistas aún no habían vuelto. Estaba sin trabajo. Me lancé a hacer de modelo en las tiendas de modas. Encontraba trabajo con facilidad, pero cuando me pidieron que saliera por las noches con los compradores, me negaba y perdía el empleo. Finalmente encontré un puesto en un gran comercio cerca de la calle Treinta y cuatro donde trabajaban seis modelos. La tienda era terrorífica y gris. Había largas hileras de ropas y pocos asientos para nosotras. Esperábamos en combinación, listas para cambiarnos rápidamente. Cuando pedían nuestro número, nos ayudábamos unas a otras a vestirnos.

Los tres hombres que vendían los diseños buscaban achucharnos y pellizcarnos. Hacíamos turnos durante la hora del almuerzo. Mi mayor miedo era quedarme sola con el individuo más insistente.

Una vez que Stephen me telefoneó para preguntarme si podríamos vernos por la noche, el hombre se puso detrás y metió las manos debajo la combinación para palparme los pechos. No ocurriéndoseme otra cosa, le di una patada mientras sostenía el teléfono e intenté seguir hablando con Stephen. El individuo no se desanimó. En seguida quiso tocarme el culo y le di otra patada.

—¿Qué pasa, qué es lo que dices? —decía Stephen.

Acabé la conversación y me volví hacia el individuo. Había desaparecido.

Los compradores admiraban nuestras cualidades físicas tanto como las de los trajes. El vendedor jefe estaba muy orgulloso de mí y, cogiéndome el pelo, acostumbraba a decir.

—Es modelo de artistas.

Todo eso me hacía larga la espera de volver posar. No quería que Reynolds o Stephen me encontraran en un feo edificio de oficinas, exhibiendo vestidos delante de feos compradores y vendedores.

Al fin me llamaron para hacer de modelo en el estudio de un pintor sudamericano. El pintor tenía cara de mujer, pálida, con grandes ojos negros, y sus gestos eran lánguidos y afectados. El estudio era hermoso —lujuriosas alfombras, cuadros de desnudos femeninos, tapices de seda— y olía a incienso quemado. Dijo que se trataba de una pose muy complicada. Estaba pintando un gran caballo que huía con una mujer desnuda. Me preguntó si había montado alguna vez a caballo. Le dije que sí, cuando era joven.

—Eso es maravilloso —dijo él—, exactamente lo que buscaba. He construido un artilugio que sirve para lograr el efecto que necesito.

Era una especie de caballo sin cabeza, con el cuerpo y las patas y la silla de montar.

—Primero quítate la ropa —dijo— y luego te indicaré. Tengo dificultades con esta parte de la pose. La mujer tiene el cuerpo echado hacia atrás porque el caballo corre desbocado, como éste. Se montó en el falso caballo para que viera.

Ahora ya no me daba vergüenza posar desnuda. Me quité las ropas y me monté en el caballo, echando el cuerpo hacia atrás, con los brazos al aire y las piernas apretadas a los flancos para no caerme. El pintor dio su aprobación. Se alejó y me observó.

—Es una pose difícil y no cuento con que puedas aguantarla mucho tiempo. Cuando te canses, dímelo en seguida.

Me estudió por todos lados. Luego se acercó y dijo:

—Cuando haga el dibujo, esta parte del cuerpo debe verse bien. Aquí, entre las piernas. —Me tocó un instante, como si fuera parte de su trabajo. Doblé un poco el vientre para adelantar las caderas—. Ahora está bien —dijo entonces—. Mantenla.

Comenzó a dibujar. Estando allí encima me di cuenta de que la montura tenía algo raro. Desde luego, muchas monturas están hechas de forma que sigan el contorno del culo y luego se elevan formando un pomo, que puede rozar el sexo de las mujeres. Yo había experimentando muchas veces las ventajas y las desventajas de las monturas. Una vez se me soltó el liguero y se puso a bailar dentro de los pantalones. Mis compañeros galopaban y no quería quedarme atrás, así que continué. Saltando en todas direcciones, el broche acabó cayendo entre el sexo y la montura y me lastimó. Aguanté con los dientes apretados. Curiosamente, el dolor se mezclaba con una sensación que no supe precisar. Entonces era una jovencita y no sabía nada sobre el sexo. Creía que el sexo de la mujer estaba dentro y no tenía ni idea del clítoris.

Cuando acabó la cabalgada estaba dolorida. Le conté lo ocurrido a una amiga y entramos juntas al lavabo. Me ayudó a quitarme los pantalones y el liguero con los broches. Luego dijo:

—¿Te duele? Es un sitio muy sensible. Quizá no sientas nunca placer si te has herido.

La dejé mirar. Estaba rojo y un poco hinchado, pero no dolía mucho. Me confundían sus palabras de que podía perder el placer, un placer que desconocía. Insistió en lavarme con un algodón húmedo, me hizo unos mimos y me besó, «para que se ponga bien».

Me volví muy sensible a esta parte del cuerpo. Sobre todo cuando cabalgábamos largo rato y hacía calor, me entraba tal calor y tal tensión entre las piernas que sólo quería desmontar y que mi amiga volviese a cuidarme.

—¿Te duele? —me preguntaba ella constantemente.

—Sólo un poco —respondí una vez.

Desmontamos, fuimos al baño y ella lavó el punto irritado con algodón y agua fría. Y de nuevo me consoló, diciendo:

—Ya no parece lastimado. A lo mejor podrás gozar de nuevo.

—No sé —dije—. ¿Tú crees que se ha... muerto... a causa del dolor?

Muy tiernamente, mi amiga se inclinó y me tocó.

—¿Duele?

Yo estaba tendida de espaldas y dije:

—No, no siento nada.

—¿Sientes esto? —me preguntó con preocupación, apretando los labios entre los dedos.

—No siento nada.

Ella estaba ansiosa de ver si había perdido la sensibilidad y aumentó la intensidad de las caricias, frotando el clítoris con una mano mientras hacía vibrar la punta con la otra. Me golpeó el vello púbico y la suave piel de su alrededor. Al fin la sentí de una forma furiosa y empecé a moverme. Jadeaba sobre mí, observándome y diciendo:

—Maravilloso, maravilloso, sí que sientes...

Me acordaba de esto mientras estaba subida en el falso caballo y notaba que el pomo era muy exagerado. Para que el pintor viera lo que quería pintar, resbalé hacia delante y, al hacerlo, rocé el sexo contra la prominencia de cuero. El pintor me observaba.

—¿Te gusta mi caballo? —dijo—. ¿Sabes que se mueve?

—¿Se mueve?

Se acercó a mí y puso en marcha el armatoste, y era verdad que estaba perfectamente hecho para moverse como un caballo.

—Me gusta —dije—. Me recuerda los tiempos en que montaba a caballo, cuando era pequeña.

Me di cuenta de que el pintor había dejado el trabajo para mirarme. El movimiento del caballo me empujaba el sexo contra la montura cada vez con más fuerza y me proporcionaba gran placer. Pensé que lo notaría y, por eso, le dije:

—Páralo ya.

Pero él sonrió y no lo paró.

—¿No te gusta? —dijo.

Sí que me gustaba. Cada movimiento me restregaba el cuero contra el clítoris y pensé que, de seguir, no podría contener el orgasmo. Le rogué que lo parara. Me puse roja.

El pintor me observaba atentamente, espiando las irreprimibles manifestaciones del placer, de un placer que crecía, y entonces me abandoné al movimiento del caballo, dejándome ir contra el cuero, hasta sentir el orgasmo y correrme así, montada a caballo y delante del pintor.

Sólo entonces comprendí que él lo esperaba, que había hecho todo aquello para verme gozar. Él supo cuándo debía parar el mecanismo.

—Ahora descansa —dijo.

Poco después fui a posar para una ilustradora, Lena, que había conocido en una fiesta. Le gustaba estar acompañada. Actores, actrices y escritores iban a verla. Pintaba portadas de revista. Tenía la puerta siempre abierta. La gente llevaba bebidas. La conversación era picante y cruel. Todos sus amigos me parecían caricaturistas. En seguida sacaban a relucir la debilidad de cualquiera. O bien descubrían las propias debilidades. Un guapo joven, vestido con gran elegancia, no hacía ningún secreto de su profesión. Rondaba por los grandes hoteles, seguía a las ancianas solitarias y las sacaba a bailar. Muchas veces era invitado a las habitaciones.

Haciendo muecas, Lena le preguntó:

—¿Cómo puedes hacerlo? Con semejantes viejas, ¿cómo consigues ponerte en erección? Si yo encontrara una mujer de ésas en mi cama, saldría corriendo.

El joven sonrió.

—Hay muchas formas de hacerlo. Una consiste en cerrar los ojos e imaginar que no es una vieja sino una mujer que me guste, y entonces, mientras tengo los ojos cerrados, me pongo a pensar en lo agradable que será pagar el alquiler al día siguiente o comprarme un traje nuevo, o camisas de seda... Y mientras, voy dándole al sexo de la mujer, sin mirar, y ya se sabe, con los ojos cerrados, la sensación viene a ser más o menos la misma. Aunque a veces, cuando tengo dificultades, tomo drogas. Desde luego, sé que, a este ritmo, mi carrera se acabará en unos cinco años y que cuando pase ese tiempo ya no serviré ni siquiera para las jóvenes. Pero para entonces me alegrará no tener que ver ninguna mujer más en mi vida.

»Sin duda, envidio a mi amigo argentino, mi compañero de piso. Es un hombre guapo, aristocrático y completamente cascado. Gustaría a las mujeres. Cuando salgo del apartamento, ¿sabéis lo que hace? Se levanta de la cama, saca una pequeña plancha eléctrica y una tabla de planchar, coge los pantalones y se pone a estirarlos. Mientras lo hace se imagina cómo saldrá del edificio, impecablemente vestido, cómo paseará por la Quinta Avenida, cómo descubrirá en alguna parte una hermosa mujer, siguiendo la fragancia de su perfume durante muchas manzanas, siguiéndola por los ascensores atiborrados, casi tocándola. La mujer llevará velo y pieles en el cuello. Su traje dejará transparentar la figura.

«Después de seguirla de este modo por las tiendas, finalmente le hablará. Ella verá su guapa cara sonriéndole y su forma caballeresca de comportarse. Saldrán juntos a la calle y se sentarán a toma el té en algún sitio; luego irán al hotel de ella. Ella le invitará a subir. Entrarán en la habitación, echarán los visillos y harán el amor en la oscuridad.

«Mientras estira cuidadosa y meticulosamente sus pantalones, mi amigo se imagina cómo haría el amor a esta mujer, y eso le excita. Sabe cómo la agarraría. Le gusta deslizar el pene por la espalda y levantar las piernas de la mujer, y luego hacer que se vuelva, un poquito, para que lo vea entrando y saliendo. Le gusta que la mujer le estruje al mismo tiempo la base del pene; los dedos aprietan más que la boca del sexo, y eso le excita. También debe tocarle los testículos mientras él se mueve y le toca el clítoris, porque así se consigue un doble placer. Él hará que suspire y se estremezca de pies a cabeza y que pida más.

»Una vez que se ha imaginado todo esto, allí de pie, medio desnudo, planchando los pantalones, mi amigo está empalmado. Eso es lo único que quiere. Deja de lado los pantalones, la plancha y la tabla de planchar, y se mete de nuevo en la cama; bocarriba y fumando, repasa la escena hasta perfeccionar el último detalle, y una gota de semen le brota de la cabeza del pene, que acaricia mientras está tendido, fumando y soñando con perseguir a otras mujeres.

»Le envidio porque es capaz de excitarse hasta ese punto pensando tales cosas. Me interroga. Quiere saber cómo están hechas mis mujeres, cómo se comportan...

Lena rió.

—Hace calor —dijo —. Me quitaré el corsé.

Y se metió en la alcoba. Al volver traía el cuerpo libre y suelto. Se sentó, cruzando las piernas desnudas y con la blusa medio abierta. Uno de los amigos se sentó de forma que pudiera verla. Otro, un hombre muy joven, estaba a mi lado mientras posaba y me susurraba cumplidos.

—La amo —dijo— porque me recuerda Europa, sobre todo París. No sé lo que tiene París, pero tiene sensualidad en la atmósfera. Y es contagiosa. Es una ciudad muy humana. No sé por qué será, pero las parejas siempre se están besando en las calles, en las mesas de los cafés, en los cines y en los parques. Se abrazan con absoluta libertad. Se paran para darse largos besos, en las aceras de las calles, en los pasillos del metro... Quizá sea eso, la suavidad de la atmósfera. No lo sé. En la oscuridad, por la noche, hay en cada portal un hombre y una mujer confundiéndose el uno con el otro. En todo momento te vigilan las putas, te tocan...

»Un día estaba en la plataforma del autobús, mirando perezosamente las casas. Vi una ventana abierta y un hombre y una mujer sobre una cama. La mujer estaba encima del hombre.

»A las cinco de la tarde, la cosa se pone insoportable. La atmósfera está cargada de amor y de deseo. Todo el mundo está en las calles. Los cafés están llenos. En los cines hay pequeños palcos, completamente oscuros y cerrados con cortinas, donde se puede hacer el amor en el suelo mientras transcurre la película sin que nadie la vea. Todo es tan abierto, tan fácil... Ningún policía se mete. Una amiga mía, a quien seguía e importunaba un individuo se quejó al policía de una esquina. El policía se rió y dijo:

»—Más triste estaría si ningún hombre la molestase ¿no es cierto? Después de todo, debería estar agradecida en lugar de enfadarse.

»Y no la ayudó.

Luego, elevando la voz, mi admirador dijo:

—¿Quiere venir conmigo a cenar y al teatro?

Se convirtió en el primer amante de verdad que he tenido. Me olvidé de Reynolds y de Stephen.

Me parecían como niños.


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