En el jardín recién húmedo una joven escogía flores para formar un ramo, y caminaba muy despacio apartando hábilmente con sus manos los zarzales y las enredaderas que le impedían llegar hasta la flor preferida, preferida por el color de sus pétalos, por la belleza de la corola esplendente. Las gotas cristalinas del rocío caían de las ramas sobre los cabellos casi rubios de la joven formando sobre su cabeza una diadema de brillantes claros y limpios. A veces llevaba nerviosamente una mano a la boca y chupaba sus dedos suavemente, heridos por alguna espina traidora, o entrecerraba los ojos para preservarse del sol que quemaba en los sitios sin sombra de las estrechas avenidas. A veces charlaba con las flores con tono de mal humor, reprendiéndolas por haberse vuelto feas, o agitaba febrilmente el pañuelo para ahuyentar las mariposas que la fastidiaban y la perseguían, acariciándola el rostro con sus alas de seda, dejando en sus mejillas sonrosadas finísimo polvo de oro, imperceptibles átomos de añil. Y la carga perfumada iba creciendo entre los brazos de la joven que paralizaba voluntariamente sus movimientos a fin de no marchitar a sus hermanas, las flores. Y eran deliciosos manojos de lilas de azul muy pálido, rosas desfallecientes, cálidas, tibias de aliento, olorosas a carne de mujer, iris de colores deslumbrantes, lirios inmaculados, claveles y heliotropos; y eran ramas sugestivas de citiso, de mimosas, de verbena; todo en una confusión de aromas y colores que embriagaba los sentidos e incitaba a un beso largo, a una loca caricia voluptuosa.
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