Era el rubor derrotado y escapando en suspiros, cerrándole en los ojos, entre la grana vivísima del rostro... -y se sentía bien de Luciano esta vez, en un deliquio de sollozos y lágrimas, de estremecimientos y pequeños gemidos que extinguía él en su boca a besos de pasión tan profunda como apacible, sin dejar de mirar esta frente comba, de blancura mate...
Y empezó entonces la hora letal, interminable- una hora henchida de sofocaciones del deseo sobre ausencias absolutas de lo que no fuese aquel presente alcanzado, eterno como la posesión de una divinidad maravillosa; una hora en que la virgen ganada al fin para la gloria de los amores, y en ella perdida, encontró en un éxtasis sublime la mirada aquella larga, inmensa y estrábica de la felicidad con que entrega el ser a Luciano... el ser todo, con el ansia de compenetrarse más, de fundirse a él y existir para siempre en el mismo, recogiendo toda el alma del poeta cuya frente noble al lado de la suya descansaba en la almohada o en la nube -no sabía ella-, enlazado en sus brazos, susurrándole al oído trémulas delicias...
Era el beso magno de la vida entera.
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