Reina la primavera; la juventud del año, como la llamaba el poeta. Por ella y para ella se viste: de verde el monte; hierve la plata en los ríos; vibra la dorada luz en el espacio; canta el ruiseñor bajo la tienda de follaje, poblando de trinos el augusto silencio de la noche; lanza su grito la alondra, despertando con la primera luz del día y sacudiendo sus plumas impregnadas de rocío; se cubre el cielo de transparencias nacaradas en los dulces crepúsculos, y las golondrinas voltean en el aire su caprichosa contradanza con silbidos que parecen rayar el azul cristal del espacio.
Nunca como ahora se ama la vida. Jamás como en primavera parece hermosa la tierra y seductora la existencia.
El perfume de los campos deslízase lentamente hasta lo más profundo de nuestro ser; la sangre hierve en nuestras venas como la savia en las de los árboles; las mujeres parecen más hermosas, el sol más deslumbrante, la vida más dulce.
Los desolados horizontes cúbrense con cortinas de verdes hojas, cuyas puntas tienen suave transparencia; el naranjo, como enorme incensario, impregna el ambiente de azahar, el perfume del ensueño que hace pensar en la presencia de hadas invisibles que con su aliento os rozan las mejillas; en los jardines la hierba con sus minúsculas florecillas, crece hasta en las escalinatas, desuniendo con su fuerza de expansión las ajustadas losas de mármol; las blancas estatuas cúbrense con sombrillas de hojas, a través de las cuales el sol las viste con mantos de oro festoneados de sombra; asoman entre el follaje las rosas encendidas, rojas y frescas como femeniles bocas que ofrecen interminables besos y las flores de pétalos blancos y carnosos que hacen pensar en desnudeces de raso, en carnes sonrosadas como las de las ninfas de Rubens o ambarinas y transparentes como las de las beldades del Ticiano; se adormecen en el prado las tímidas violetas, lánguidas, melancólicas y espirituales como vírgenes del prerrafaelismo; y la naturaleza, ebria de lujuria y de luz, estremeciéndose con desemperezos de intensa voluptuosidad, temblando con el espasmo de la fecundación, cubre la tierra de colores y de perfumes, y el espacio de rumores suaves y dulces como si todo el éter temblase con el escalofrío de un beso inmenso dado a la tierra.
Estamos en plena apoteosis de la vida; y cuando todo lo existente parece cantar un himno al amor, allá abajo, sobre las soledades del mar, los monstruos de acero cargados de hombres se buscan y rebuscan para emprenderse a cañonazos, para empañar el claro espacio con el infecto humo de la pólvora y enturbiar el azul profundo y solemne de las olas con el rojo de la sangre y la asquerosidad de las humanas piltrafas.
En un mundo donde existe la mujer, copa de felicidad jamás vacía por mucho que se apure y cuyos ojos brillan con el ardor de la primavera; donde el vino chisporrotea en la copa de cristal con su corona de irisados brillantes; donde los bosques tienen flores que perfuman y trinos envueltos en plumajes voladores que saltan de rama en rama; donde el cielo, con las transparencias de la rosa y los cambiantes del nácar ofrece la más hermosa de las tiendas para cubrir los delirios del amor, de la única verdad que encontró el doctor Fausto después de estudiar tanto; en un mundo tan bello, los hombres consideran como la más digna y honrosa de las profesiones hacerse polvo a cañonazos por si cuatro pedazos de tierra han de estar protegidos por una bandera de un color o de otro. Admiremos la sublime estupidez del hombre.
La naturaleza generosa le ha dado cuanto tiene de más hermoso y seductor; le ha dado la mujer, el vino y la primavera, las tres grandes inspiraciones del arte.
Y el hombre, ¡oh bestia ruin!, ha correspondido a tanta generosidad inventando el cañón que ensangrienta los mares y convierte en cementerios los fecundos campos.
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