sábado, 29 de diciembre de 2018

"El infinito en la palma de la mano", de GIOCONDA BELLI (NICARAGUA, 1948-- d.n.e.)

Fragmento del capítulo 9 perteneciente al libro "El infinito en la palma de la mano", de fecha 2008  d.n.e.



CAPÍTULO 9.

[...] La mujer se tendió sobre la hierba, pensativa. Adán se acostó a su lado.
Permanecieron largo rato en silencio, mirando el cielo cóncavo y azul a través de las ramas de los árboles.
—Me pregunto si la Serpiente es la Eva de Elokim —dijo ella—. Cuando hablamos en el Jardín me dijo que lo había visto hacer constelación tras constelación y luego olvidarlas. Se conocen de hace mucho.
—Quizás ella estaba dentro de él igual que tú estabas dentro de mí.
—¿Por qué crees que Elokim nos separó?
—Pensó que podríamos existir como un solo cuerpo, pero no resultó. Te dejó muy dentro. No podías ver ni oír. Por eso decidió separarnos, sacarte de mi interior. Por eso nos sentimos tan bien cuando los dos volvemos a ser uno.
—Pero tú piensas que yo soy culpable de cuanto ha acontecido porque te di a comer la fruta del Árbol del Conocimiento. Podrías haberte negado a comerla.
—Es cierto. Pero ya una vez que tú la habías comido, yo no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo. Si yo no hubiese comido de la fruta y el Otro te hubiese echado del Jardín, yo habría salido a buscarte.
A Eva se le llenaron los ojos de agua.
—Yo no dudé que comerías —dijo ella.
—Y ese día te vi como si nunca antes te hubiera conocido. Tu piel lucía tan suave y brillante. Y tú me miraste como si de pronto recordaras el sitio exacto donde existías dentro de mí antes de que el Otro nos separara.
—Tus piernas me impresionaron. Y tu pecho. Tan ancho. Sí que sentí el deseo de estar allí dentro otra vez. Te he visto en sueños. Tienes cuerpo de árbol. Me proteges para que el sol no me queme.
Sin ponerse de acuerdo se levantaron y entraron de nuevo al agua a refrescarse.
—Éufrates —dijo Adán—. Así se llama este río.
Flotaron en la corriente abandonándose a la sensación del agua cristalina. Entendieron sin dificultad la alegría de los peces cuyos colores a menudo habían admirado. Adán abrió los labios y sorbió lentamente el fresco líquido. Pensó en el sabor del fruto prohibido y buscó a Eva. Volvieron a besarse y a entrar el uno en la otra, asombrados de la insólita experiencia de sus cuerpos livianos y fluidos. Largo rato estuvieron quietos, fuertemente abrazados, cada uno intentando recuperar la memoria perdida de ser una sola criatura, alcanzar las imágenes que cada quien guardaba en su interior y verter en ellas el río de las propias. Recorrieron inútilmente los pasadizos tenues de sus mentes, deseando penetrar la densidad de las sensaciones del otro, sin poder traspasar el espacio donde cada quien existía irremediablemente solo en el límite del propio cuerpo. Por más que trataron, no lograron ver el paisaje intrincado donde habitaban sus más íntimos pensamientos. Fue el reconocimiento de aquella traba infranqueable lo que finalmente los envolvió e hizo que sus músculos y huesos se abrieran sin reparos para tomarse la única intimidad plenamente concedida, a la que llegaron sobre la orilla, en medio del lodo y las algas de la ribera.
Cuando echaron a andar de regreso a la cueva, el resplandor del día daba paso a la luz suave y acogedora de la tarde. Soplaba brisa [...].


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