Montserrat acepta la invitación y al rato está en mi casa. Llega sobre las seis de la
tarde.
Me dice hola, nos besamos en la boca, y se sienta.
Me la quedo mirando y, después del beso abierto a los órganos internos (lengua,
garganta, corazón) que nos hemos dado, pienso que ya es completamente Altisidora,
que me tengo que decidir, pero no puedo hacerlo sin su consentimiento.
Ha llegado el momento del bautismo.
Le digo esto: Hay un personaje en la novela de Cervantes que se llama Altisidora.
Es una doncella inteligente y enigmática, muy joven, pero no lo aparenta, ella dice
que tiene menos de quince años, pero miente, yo creo que tiene más; engaña a don
Quijote, haciéndole creer que se ha enamorado de él. Don Quijote está perplejo,
asustado, pero también con la vanidad satisfecha. Ninguna mujer se le ha declarado
en la vida. Ella aparece en la segunda parte de la novela, es por tanto un personaje
cocido en la madurez de Cervantes. Tiene fama de intrigante e incluso de mujer cruel,
pero a mí no me lo parece. A mí me parece adorable. Me parece un símbolo del poder
de la vida. Sí que es un poco transgresora, rebelde también. Y tiene un nombre
hermosísimo. Me gusta la fuerza del nombre, su sonoridad. Y me gustaría llamarte
así: Altisidora. Quiero decir que me gustaría que seas solo para mí Altisidora. No te
alarmes, no te llamaré así en público, aunque ahora que lo pienso nunca nos ha visto
nadie en público, y eso me entristece. Déjame que te llame Altisidora, por favor.
Montserrat/Altisidora se ríe, se emociona también, y me dice: Claro que sí, es un
nombre hermoso. Bien, ya soy Altisidora. Estás completamente loco, pero mientras
no seas el Anthony Perkins de Psicosis me conformo. Porque no estás loco, ¿no?
Entonces la beso, para que vea que no estoy loco. En la forma de besar se sabe
todo.
Nos quedamos un rato en silencio.
Creo que le ilusionan estas formas de adoración, estos juegos, esta celebración de
su presencia. La veo sonreír. Le ha hecho gracia lo de Altisidora.
Nos besamos otra vez.
No puedo creer que sus manos toquen mi cara.
Esas manos grandes, románticas. Mira que llamar románticas a unas manos, pero
son tan importantes las manos.
Altisidora dice: ¿Quién te acaba de besar, Montserrat o Altisidora?
Respondo: Altisidora.
¿Cómo sabes distinguir un beso de Montserrat de otro de Altisidora?, me
pregunta.
Los besos de Montserrat son en la mejilla, contesto. Además, Montserrat tiene
que ponerse de vez en cuando la mascarilla y Altisidora nunca.
Hablamos de Cervantes a propósito de su cambio de nombre. Altisidora dice que
estudió una diplomatura de humanidades, aunque le faltan algunas asignaturas. Pero
no le sirvió de nada.
Altisidora dice que no deberíamos emplear la palabra confinamiento, porque ya
llevamos casi dos meses así, que la palabra confinamiento debería ceder paso a la
palabra reclusión o encarcelamiento o encierro.
Nos reímos un poco, pero no mucho.
Yo le digo esto: Y a nosotros qué nos importa lo que pase allí afuera si nos
tenemos el uno al otro, como si desaparece el mundo. Tú ya eres Altisidora, y estás
por encima del bien y del mal.
Altisidora ha traído de la tienda una botella de Johnny Walker, y pasamos del café
a unos chupitos de whisky. Nos sentamos juntos en el sofá, y yo me la quedo
mirando. Espera que la bese otra vez. Por nada del mundo querría que ese beso que se
acerca fuese frívolo, insignificante, pasajero, impuesto, fruto de la insolencia del
presente, de la absurda compostura de este tiempo presente.
Me pongo nervioso, porque tal vez la historia del cambio de nombre le haya
parecido una payasada.
Como si hubiera oído mi remordimiento, dice que si Marc hubiera sido una niña y
hubiera conocido ese nombre de Altisidora, lo habría elegido, porque es simplemente
un nombre hermoso.
Digo esto: Para mí es mucho más hermoso que Dulcinea, incluso más hermoso
que el nombre de Rita Hayworth o Marilyn Monroe.
Reímos.
Volvemos a besarnos, y ahora nos acariciamos la cara con las manos.
Hay una horrible maldición atávica, hija de la noche de los tiempos y de la
especie, que consiente la idea de que un hombre impone su presencia erótica ante una
mujer, aunque esa mujer esté deseando ese encuentro sexual. Y esa maldición llega a
mí, y por eso me pongo nervioso y me angustio, porque desearía cambiar para
siempre esa ley, pues carece de belleza.
Soy ajeno a mi condición de hombre, o esa condición en mí deja paso a la
condición de un ser humano asustado ante el misterio de la existencia y a la vez
arrebatado y enamorado de ese misterio.
Yo deseo besarla sin que mi beso contenga la historia de los millones de besos sin
fortuna y sin elegancia y sin ternura y sin bondad que se han dado en cinco mil años
de historia amorosa ente hombres y mujeres.
Los besos inelegantes e insanos conforman una historia de la humanidad también,
tal vez la más expresiva historia de la humanidad.
La beso por sexta o séptima vez, en realidad no hacemos otra cosa, y ella toca mi
cara con ternura, y es más bella su caricia que mi beso, al que intento despojar de la lujuria y de sexo apremiante, y si despojas a un beso de sexo y morbo, qué queda, ¿un
beso fraternal?, pero si el beso contiene lascivia, ¿qué estás proclamando sino la
intención de perseverar en la carne, en un cuerpo, en un botín de guerra?
Cómo besar con la ternura justa y el erotismo justo. ¿Cuáles son las medidas
perfectas de un beso entre un hombre y una mujer para que sea el mejor beso de la
historia del beso?
Altisidora lo resuelve sin contemplaciones: su lengua ha cazado la mía, y se la
lleva derrotada al castillo de su alma.
Los besos que nos damos ahora son pura lujuria, qué palabra más vieja, besos
llenos de fluidos, de saliva, de dientes que contemplan toda esta novedad de
encontronazos de los labios, y los labios que se agrietan, y que se convierten en
símbolos de la identidad.
Los besos están saliendo a borbotones, como hacen los adolescentes que se dan
besos que duran horas.
Leer más poemas de este autor en el blog BESOS.
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