Me llamabas princesa.
Yo, como tú, sabía
recoger el andrajo y la limosna,
repoblar el silencio con tabaco
y llenarme de izquierda hasta las uñas.
Pero había princesa en el horóscopo
de cada amanecer entre tus brazos.
Y había princesa en ese sueño
remoto, desvelado y consentido.
Me di a pensar por qué me amabas
con una infancia de hadas y de brujas,
con un bosque de polen y de lobos,
con una abuela triste que rezaba.
Y pregunté qué cosa me vistiera
de tul y magia y de misterio
para estrellar de savia tu palabra
y merecer tu amor que me bañaba.
Acaso mencioné de tu universo
la réplica de andar con pez y luto.
Acaso regresé por las semillas
donadas al ángel que tiraste
alguna tarde oscura entre dos copas
ebrio de llanto y verso, renegado
del agua y de los marzos.
Acaso reencarné tu hueso herido,
tu manera de estar comprando pájaros,
el fresco retozar de la pureza
vendida por las dársenas del beso.
Acaso, yo no sé, dulce y violenta,
debí llorar por ti sin que me vieran
y el gusto de mis ojos en tu lengua
te abrió la nieve azul de la ternura.
Pero sé que me amaste y de ese amor
se festejaron panes y adjetivos.
Mujer homenajeada fui en tu labio,
serpentina enredada entre tus venas,
hembra, miga de luz, tierra del canto,
peregrina enlunada germinando
bajo el hambre voraz de tu deseo.
Acaso para entonces ya me odiabas
y matabas el odio sumergiendo
la abeja de tu pánico en mi carne.
Pero en la hora terrible y solitaria,
terrible y desolada,
terrible, enloquecida,
en la hora en que los rostros se llenaban
de nieblas y de espanto;
en la hora en que morías sin abrigo,
en la hora en que quedabas sin más risa
que la sal de tu pregunta por la vida,
por qué se viene abajo, por qué lloro,
por qué los arcoiris y las velas
y el sol que me flagela y ya no puedo
y me siento cobarde y no te vayas;
en la hora morada de los náufragos,
tu odio sin pronombre y con dos alas
caía entre mis dientes y me amabas.
Me llamabas princesa.
Cuatro veces mi sangre te cruzó la cara
y un anillo de luz detuvo el mundo.
Yo, como tú, sabía
recoger el andrajo y la limosna,
repoblar el silencio con tabaco
y llenarme de izquierda hasta las uñas.
Pero había princesa en el horóscopo
de cada amanecer entre tus brazos.
Y había princesa en ese sueño
remoto, desvelado y consentido.
Me di a pensar por qué me amabas
con una infancia de hadas y de brujas,
con un bosque de polen y de lobos,
con una abuela triste que rezaba.
Y pregunté qué cosa me vistiera
de tul y magia y de misterio
para estrellar de savia tu palabra
y merecer tu amor que me bañaba.
Acaso mencioné de tu universo
la réplica de andar con pez y luto.
Acaso regresé por las semillas
donadas al ángel que tiraste
alguna tarde oscura entre dos copas
ebrio de llanto y verso, renegado
del agua y de los marzos.
Acaso reencarné tu hueso herido,
tu manera de estar comprando pájaros,
el fresco retozar de la pureza
vendida por las dársenas del beso.
Acaso, yo no sé, dulce y violenta,
debí llorar por ti sin que me vieran
y el gusto de mis ojos en tu lengua
te abrió la nieve azul de la ternura.
Pero sé que me amaste y de ese amor
se festejaron panes y adjetivos.
Mujer homenajeada fui en tu labio,
serpentina enredada entre tus venas,
hembra, miga de luz, tierra del canto,
peregrina enlunada germinando
bajo el hambre voraz de tu deseo.
Acaso para entonces ya me odiabas
y matabas el odio sumergiendo
la abeja de tu pánico en mi carne.
Pero en la hora terrible y solitaria,
terrible y desolada,
terrible, enloquecida,
en la hora en que los rostros se llenaban
de nieblas y de espanto;
en la hora en que morías sin abrigo,
en la hora en que quedabas sin más risa
que la sal de tu pregunta por la vida,
por qué se viene abajo, por qué lloro,
por qué los arcoiris y las velas
y el sol que me flagela y ya no puedo
y me siento cobarde y no te vayas;
en la hora morada de los náufragos,
tu odio sin pronombre y con dos alas
caía entre mis dientes y me amabas.
Me llamabas princesa.
Cuatro veces mi sangre te cruzó la cara
y un anillo de luz detuvo el mundo.
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