martes, 8 de noviembre de 2022

"La casa de los encuentros", de MARTIN AMIS (INGLATERRA, 1949--, d.n.e.)

Fragmento perteneciente al libro "La casa de los encuentros", de fecha 2006  d.n.e.



TERCERA PARTE. CAPÍTULO V. SANGRE EN EL HIELO.

(...) En el pasado, innúmeras veces, como todo varón ruso, me había visto solicitando a una mujer a todas luces ebria hasta el desvalimiento. Ninguna falsa delicadeza me disuadiría, entonces, de solicitar a una mujer que se encontraba en pleno síndrome de abstinencia alcohólica. Empecé por despojarme de determinadas prendas, para ponerme un poco a la par con mi invitada; el siguiente paso fue tenderme junto a ella. No se ajustaría a la verdad afirmar que Zoya estaba dormitando. Al igual que la mayoría de mis compatriotas, yo era un tanto versado en el delirium tremens —el «mono» y el elefante rosa—. Y lo que veía en ella era uno de esos comas superficiales que normalmente preceden a la recuperación. Zoya cooperaba profundamente con el sueño, se abandonaba a él, respiraba con avidez, y tenía la frente tersa.
Debe de haber muy pocas mujeres que, en un primer encuentro amoroso, se alborocen ante el amante inconsciente. Acaso tampoco sea algo del agrado de muchos hombres, pero sin duda tiene sus adeptos potenciales. De momento nada podría haberme venido mejor. Zoya estaba tendida sobre un costado, y me daba la espalda; entonces se desplazó hacia un lado con un giro de caderas, y quedó boca abajo en la cama.
Así, dio comienzo el inventario. Cada uno de los omóplatos, cada prominencia del espinazo, cada costilla. Una vez transcurrido un tiempo razonable se dio la vuelta y quedó boca arriba. Del recto al verso. ¿Entiendes? Tendría que averiguar qué le habían hecho los hombres en cada parte del cuerpo. Tendría que descubrir el historial, la picaresca completa de ambos pechos, de ambas nalgas, de aquellas piernas que tantas veces se habían abierto, de aquellos labios que tanto habían besado y chupado. E incluso empezaba a pensar que los dos tendríamos que vivir una vida larga. Zoya y yo necesitaríamos llegar a longevos para poder completar nuestra tarea.
El sostén sin tirantes (o bustier), que ya me había tomado la libertad de desabrochar, pasó de debajo de la combinación a mis manos. Asimismo, la aplicación paciente de la rodilla izquierda me valió una victoria sobre los muslos, que terminaron por separarse, laxos, lo que hizo que el dobladillo de la combinación fuera ascendiendo centímetro a centímetro hacia el retazo de blanco más blanco.
Fue entonces, al aprestarme yo a husmeos y hurgamientos, cuando Zoya empezó a moverse. Pequeños seísmos locales, con epicentro en las pantorrillas o en los antebrazos, se propagaban por las placas de su cuerpo. Partió de ella un leve sonido, nasal, un gemido suave; era como una perra temblorosa que en su cesta, en sueños, persigue gatos y coches. En mi interior la atmósfera era la de un día canicular en pleno invierno: calidez, gratitud, la conciencia postergada de lo antinatural.
Empecé a besarla en los labios. No era la primera vez, a fin de cuentas. Yo ya la había besado. Y ella me había besado a mí. Ahora volvíamos a besarnos. De pronto emergió de las profundidades, toda ella, en un instante: los brazos que asían, la lengua que me inundaba la boca, el empuje sincopado de las ingles. Pensé, con un murmullo de pánico: no bastará una noche. Una riada tal… —ni en una noche, ni en un año empezaría siquiera a darle cauce.
—Oh, joder…, sí —dijo.
Así, Venus, tuve varios segundos de ello. Tuve varios segundos de ello… Y entonces abrió los ojos. Y se despertó.


Supongo que lo mejor que se puede decir de lo que sucedió a continuación es lo siguiente: técnicamente hablando, no fue una violación desde el principio. Y ocurrió muy rápido. Zoya abrió los ojos y vio, a escasos centímetros de distancia, una aterradora alucinación: era yo, Delirium Tremens. Había tenido un mal sueño, luego un buen sueño, luego una aterradora alucinación. Ahora veía la realidad, y aquel cuerpo apresado bajo mi peso acometió un combate furibundo. Pero yo recordaba cómo se hacía. ¿Sabes?, recordaba cómo se hacía: la pesada palma sobre las vías respiratorias, mientras la otra mano… En un momento dado dejó de luchar, y fingió estar muerta. Fue muy rápido.
Para comprenderla, en este último pasaje, te ruego que excluyas de tu pensamiento cualquier imputación de teatralidad. Su actitud no era ni siquiera alusiva; no conducía a ningún sentido. Era una mujer misteriosa. Eso es lo que era.
Pero primero hube de permanecer en aquel lecho, con la mirada fija en la pared de enfrente, mientras la oía en el cuarto de baño, mientras oía cómo se movía bruscamente con todos los grifos abiertos, cómo descorría las cortinas de la ducha, el golpe de la tapa del inodoro y los repetidos vaciados de la cisterna. Se abrió la puerta; y empecé a distinguir los sonidos familiares a todo hombre, los sonidos de la mujer o de la amante que, con autosuficiencia callada (y envuelta en una toalla, quizá), recoge y organiza su ropa. Después la guía de la puerta corredera. Venus, el orgasmo masculino, el clímax del varón: solamente el violador conoce lo ínfimo que es. Me vestí, y fui hacia ella.
Zoya estaba de pie en la oscuridad, junto a la butaca en la que había dejado el abrigo, el gorro, las botas de goma. Tenía puestas las medias y el bustier, y nada más —como una mujer galante, pero inocente de todo cálculo y sensualidad seductora—. En la mano levantada sostenía la falda, y se humedecía un dedo para quitar un hilo o mota de la tela. Mientras se vestía metódicamente, y cuando acto seguido se sentó, con la espalda erguida, para maquillarse, yo me movía a su alrededor frotándome las manos. Sí, traté de hablar; de cuando en cuando emitía roncamente media frase de servilismo lastimero o de súplica. Una o dos veces su mirada reparó fugazmente en mi persona, sin reproche alguno, sin interés, sin reconocimiento. Zoya apenas emitía, a intervalos de unos diez segundos, una especie de bufido en absoluto enfático, pero de una puntualidad enloquecedora. Como cuando un niño descubre una nueva habilidad bucal —contener el aliento, hacer ruidos con los labios.
Un nuevo sentimiento nacía en mí. Al principio creí que al menos me resultaba vagamente familiar; algo, supuse, más o menos manejable —no muy diferente, quizá, al de un modo completamente nuevo de sentirse muy enfermo—. Me senté a la mesa, bajo la luz, y examiné detenidamente este «nacimiento». Era la invisibilidad. Era el dolor de la persona que fui.
Ya vestida —con abrigo y sombrero—, Zoya salió de las sombras. Estaba de pie, de perfil, al alcance de la mano. Transcurrió un minuto. Supe que estaba dándole vueltas a algo, a algo grave; y supe que yo no formaba parte de sus pensamientos. Cogió uno de los vasos altos y lo sacudió para quitarle el agua. Inclinó sobre él la panzuda licorera, se sirvió diez, doce centímetros y apuró el contenido en cuatro o cinco tragos. Se estremeció hasta las yemas de los dedos, soltó un bufido, espiró, volvió a bufar y se dirigió hacia la puerta.
Y ahora el fundamento del «agravio». Venus, corre rauda al diccionario a mirar «agravio»… Buena chica. Recuerda: cada visita suma una neurona.



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