UN SABOR A TRAPO VIEJO.
Los besos después de la pasión dejan en la boca un sabor a trapo viejo. Por eso
me visto y me voy. Después de follar, todo son posturas comprometedoras. Si mi
brazo debajo de su cabeza, si su mejilla en mi regazo, si uno se vuelve de espaldas al
otro. Y yo ya no quiero dormir junto a nadie toda la noche. Porque la noche les
pertenece a los que se aman. Y yo no amo. Prefiero el mal trago de que me vean
vestirme, de mostrar la piel que ha perdido la ingravidez del deseo mientras busco un
calcetín o el calzoncillo abandonado en el suelo o me calzo las zapatillas con los
cordones atados de la mañana anterior.
¿Te vas?, había preguntado Carmela con la misma resentida dulzura de siempre.
¿Te vas ya? suena aún peor, con ese ya recriminatorio que esa madrugada me ahorró.
Es hermoso si se quedan dormidas y puedes dejar caer un beso, ya vestido, con un pie
en la calle. Pero Carmela se incorporó para poner la alarma del móvil y la despedida
fue más laboriosa. Exhibía un gesto gatuno sentada sobre el colchón con el pelo
despeinado que tan bien les sienta a las mujeres. Deberían pagar en la peluquería para
que las despeinaran así. Nos dimos dos besos más, que fueron secos y ásperos como
la resaca.
Carmela era camarera en el bar de Quique. Aquella era la séptima vez que nos
acostábamos juntos. La precisión fue de ella. Es la séptima vez que nos acostamos en
cuatro meses, me dijo. Corremos el riesgo de transformarlo en una afección crónica.
Yo sólo tosí. Ya te veo la cara, vienes al bar únicamente cuando quieres follar, me
había dicho la noche antes, cuando me acerqué a la barra. Tenía treinta y un años, casi
quince menos que yo, pero se refería a su edad como una dolencia que había decidido
tratarse. Necesito hacer algo, siempre se quejaba. Tengo que hacer algo con mi vida. Tengo que buscarme algo distinto. He oído ese lamento demasiadas veces, y yo me
limitaba a esquivarlo para no verme involucrado en el proyecto. Salgo muy poco por
las noches, no creas, con los niños no puedo. Le decía la verdad. Pero no le dije que
eludía el bar de Quique, que era mi bar habitual, cuando no quería terminar la noche
con ella. Has ganado una amante y has perdido un bar, me criticaba Animal cuando
yo proponía ir a otro local. Eso es grave. Los amantes pasan, pero un buen bar es para
toda la vida. Amar es no poder tomarte otra cuando quieres. Esas eran las frases de
Animal, él, que había perdido para siempre todos los bares de su vida.
Animal dice que soy impaciente. Él siempre está disponible, le sobra tiempo para
todo. A mí no, soy ansioso. Dicen que la mejor prueba de tu ansiedad es cuando tiras
de la cadena antes de terminar de mear. Ese soy yo. Soy impaciente incluso en las
pruebas de sonido. No me gusta que se alarguen. Hay que preservar la tensión. Y
hasta los bises dejan de tener encanto si se alargan de más. Carmela me desnudaba en
su apartamento feo de Ventas con tres zarpazos y luego ella se desnudaba como un
hombre, sin preocuparse de lo que dejaba ver. La primera vez que hablé con ella,
atraído por los ojos claros y su piel rubia bajo el pelo negro, me frenó, yo te vi una
vez cuando iba a la universidad, en el Clamores. Me llevó un novio al que le gustaban
tus canciones. Era un cabrón. Su favorita era «Me voy».
En realidad aquella canción era una descripción del orgasmo,
me voy,
mañana es hoy,
vine y me fui,
quien era ya no soy,
me voy,
pero mucha gente la interpreta como una canción de ruptura. Me agradaba la
confusión, quizá pretendida por mí al asociar clímax erótico, el derrame, con la fuga.
El placer consumado abre de una patada la puerta de la siguiente habitación, en una
de tantas paradojas que convierten vivir en un vértigo. Carmela relajó el escudo
defensivo a lo largo de dos o tres noches en el bar de Quique, cuando la rondé y ella
aceptó la invitación a tomar la última por ahí, después de cerrar. Te vas a follar a una
camarera, ¿no te da asco de puro clásico?, me dijo la primera noche al entrar a besos
en su piso. El músico que liga con la camarera.
Tengo gran respeto por los clásicos, respondí.
Caminé del apartamento de Carmela hasta mi casa. En ese amanecer, yo era el
tipo al que le sorprende la mañana haciendo labores propias de la noche. Culpable. El
sol era el flexo en la cara de las películas con interrogatorios policiales. Mi única
respuesta fue tararear. Me gusta caminar tarareando. Hay lugares en los que nacen las
canciones. En la calle, de vuelta a casa en esa hora temprana, también en la cama
antes de despertar del todo, en el avión. Y en la ducha. La ducha es un lugar de
inspiración caro y antiecológico, pero las canciones saben a lluvia
Leer más poemas de este autor en el blog BESOS.
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