cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos van y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.
Pisa la tierra, vierte la simiente,
coge la flor y el fruto: sin palabras,
pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.
Mira la llamarada de los árboles,
bebiéndose lo azul: contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraducible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces, ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.
Mira las aves altas, desprendidas,
limando el sol al golpe de sus alas;
toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.
Mira la estrella, vuela hacia su altura,
toma su luz y enciéndete la frente,
pero no inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.
Besa los labios y los ojos; goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti; acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto: crece en ramas
mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos,
ni del amor ni del placer, ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
al hijo concluido entre los brazos.
Clama sin grito, llora sin estruendo
pues nadie sabe nada de las lágrimas.
Vete a hurtadillas. Con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera.
Pues nadie sabe nada de la muerte.
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