Eras ángel andrógino
y te ofrecí la turbación de mis dedos
entre el roce furtivo del pantalón
– prieto dique que aprisionaba tu sexo-.
Y quise encenderte la sangre,
deslizándote al oído mil presagios
del naufragio que te esperaba
entre el abrazo de mis muslos.
O corromperte en la tentación,
de la manzana y su dulce
hendidura palpitante.
Arrancarte la mácula,
el estigma de pureza
-impropio de un hombre-.
Conducirte hasta la lenta agonía
de tu primer estertor, mientras te recitaba
el “Ars Amandi“ de Ovidio ,
siendo yo, tu súcubo,
tu meretriz de Astarté,
en los Jardines colgantes de Babilonia.
Y descubrirte el caracol lascivo de mi lengua
dibujando un laberinto de plata,
en cada recodo de tus secretas virginidades.
Pero tú me apartaste
– cáliz agrio-.
Mañana, nadie se extrañará si Salomé
pide tu cabeza en bandeja de plata,
para besar tu fría boca,
con sus labios de infierno y de despecho.
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