«Con Klimt he sido otra mujer distinta. Nada que ver con la seria alumna del Conservatorio y la recatada novia de Ernst. Me evadía del mundo real y su compañía me alejó definitivamente de Ernst. Gustav Klimt y yo hablábamos el mismo idioma. Me costaba pensar —aún no lo consigo— en sus 50 años. La diferencia de edad dejaba de existir cuando en nuestra conversación surgía el tema de la belleza y el arte. Los cuadros transmitían con facilidad su pensamiento. Y en ellos la música adquiría presencia y cuerpo pictórico. Un día me confesó que Mahler le había ayudado a componer los colores de su paleta con los sonidos. Fue con parte de sus consejos como hizo realidad el friso Beethoven, un mundo fantástico que llegué a comprender con su cercanía.
Klimt me hizo nadar en los cuadros como el mis sueños de niña. Flotaba en el aire mientras mi cuerpo perdía peso y se tornaba ingrávido. En su estudio me despojaba de mi identidad de Leonora para entrar a formar parte de una ceremonia mágica que hacía correr mi sangre y que me turbada la piel. En el estudio de Klimt guardaba la música en el alma a la vez que me convertía en pura carnalidad.
Me dejé peinar por él, desnudar y vestir. En sus brazos me sentí como una muñeca de trapo. Fui lo que quiso que fuera. Al principio me avergonzaba cuando me hacía adoptar extrañas y provocativa posturas, después medio igual, como si mi cuerpo hubiera dejado de pertenecerme. Y de alguna manera es verdad, lo repartió en infinidad de cuadros y apuntes, ya no es mío. Tendida en un brocado soñaba lo que luego, en la noche de mi cuarto, convertiría en música. Estaba embriagada, en un trance de inspiración contenida, como si la Leonora que en se amoldaba a los gustos del pintor fuera otro ser ajeno a la Leonora que en el mismo momento veía en el aire las notas de música ya escritas en el pentagrama. Mi música no podría existir sin Gustav. Carecería de sentido. Él impregnó mis estudios de brillo y sonoridad. Los 'glissandos' más rápidos que ejecuté sobre el piano sólo los pude escribir recreando los dedos de Klimt sobre mi cuerpo. Descubrí la pasión. Dejé de ser virgen así, en un éxtasis embriagador. Klimt empezó a recorrer mi cuerpo con suaves besos que me hacían cosquillas en los nervios más íntimos, sus ojos me miraban extraviados y me abandoné a un murmullo de sensaciones nuevas y deliciosas que fueron cambiando mi comportamiento sereno. Las piernas me empezaron a temblar, no podía controlar los espasmos que envolvían con urgencia mi vientre, mis brazos, mi pecho. Me aferré con terror al cuerpo que descendía rígido y enloquecido sobre mi, y apreté los músculos sin saber que algo nuevo ocurría.
No sentí dolor, ni tan siquiera sorpresa. La piel rebosaba de una calma nueva, mientras la inundaba un calor húmedo y dulce como sudor de verano. Me entregué al placer sin reservas. Floté en el cielo que había llenado de nubes mi infancia y me dejé llevar para luego ver es instante de placer en la cara de una diosa mitológica griega. En el lienzo Gustav me convirtió en Danae, con una lluvia de vida derramada en el vacío, y él, transfigurado en Zeus, en la parte de esa lluvia.
Me fui transformando a su gusto y desde que me conoció fui todas las mujeres de los cuadros que pintó. Todas eran Leonora. Mi pelo rojo alguna vez cambió de color para adaptarse al personaje que nacía nuevamente con mis ojos. Conocía con precisión cada rincón de mi cuerpo, me hizo gozar hasta la locura mientras hacía apuntes rápidos y alcanzaba el clímax del placer. Conseguía que la más grotesca de las sensaciones alcanzara la pureza máxima en el lienzo.
Poco a poco fue prescindiendo del oro y su trazo se hizo más nebuloso, rápido y escuento. Entré en su mundo pictórico cuando dejó el romanticismo anterior y su inspiración se llenó de erotismo. Su nuevo concepto del arte le había hecho admirar a Toulouse Lautrec, a Matisse, pero nunca dejó de recordar los colores barrocos y dorados de su amada Venecia. Yo que tanto admiraba 'El beso' de Rodin, fui en las manos de Klimt la mujer en colores de ese beso. Mientras sus labios entraban en mi boca y su cuerpo se pegaba al mío, él iba viendo el resultado final del cuadro. Lentamente, cuando recobraba la cordura, el placer del beso se hacía quieto, bello, distante, y el hombre se convertía en el segundo protagonista de la escena. Un hombre que casi siempre era él. Sus manos fuertes sujetaban mi cuerpo lánguido, su cabeza, normalmente oculta, se llenaba de hojas de hiedra. Hojas que repetía en sus paisajes cuando en verano se iba al lago Atter o al lago Garda. Allí, en una barca rodeada de limpias aguas, pintaba.
Cierta vez lo acompañe unos días. Me tendía en el interior de la barca desnuda, y mientras el sol rozaba mi cuerpo él pintaba casas llenas de enredaderas. No me dejaba levantar. Sin ropa hubiera escandalizado a los lugareños. A veces no le hacía caso y me zambullía en el agua. Así me dibujó más de una vez, flotando en el lago con el pelo revuelto como una medusa. (Esa sensación acuosa, libre, ingrávida y fría, cristalizó en la composición 'Juegos de agua', un estudio para dos pianos que, cada vez que lo tocó con Hans, me recuerda el lago Atter, mi infancia y el agua resbalando por mis brazos).
Gustav me decía que los paisajes le permitían descansar. En sus paisajes hay multitud de hojas, flores, caminos barrocos, son espacio rebosantes done el cielo no se adivina. Me gustan porque son terrenales y fantásticos. Abigarrados y serenos. Klimt consigue contrastes disonantes como en la música. Acordes extraños que producen desasosiego y dulzura».
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