De todos modos, esa noche no podía sentirme totalmente desolada ya que a pesar del aspecto de la casucha había conseguido un aposento para mí sola —todo un lujo— con jergón de paja limpia y un orinal de barro no demasiado sarnoso. El mesonero me había entregado también una palmatoria con vela nueva para alumbrar las tinieblas de tan desapacible noche. Y el astuto duendecillo me había preparado además una dulce sorpresa.
Estaba terminando mi plato de estofado de jabalí y una generosa jarra de buen vino del país cuando se acercó el posadero visiblemente preocupado, acompañado de un hombre alto y enjuto, oculto bajo el capuchón de su manto mojado.
—Perdonad mi atrevimiento, joven mercader, pero estoy en grave apuro. Acaba de llegar este viajero y no me queda más aposento que el vuestro. Si tuvieseis a bien compartirlo con él...
Un rayo de terror me recorrió la espalda ante la sola idea de dormir en el mismo camastro con un desconocido. En una fracción de segundo me vinieron varias imágenes, cada cual más indeseable: desde inventar una enfermedad contagiosa, con lo cual podía ser yo quien acabara bajo la lluvia, o dormir toda la noche de espaldas al individuo —si dormir fuera la palabra correcta—. ¡Y no quería ni pensar qué sucedería si descubriera que era mujer! Sin embargo, algo entreví en aquella figura, un gesto, la forma de morderse el labio inferior —única parte visible bajo la capucha— que me desconcertó un instante y luego me sorprendí a mí misma diciendo con firme voz varonil:
—No hay problema, posadero. No tengo inconveniente en compartir con él mi alcoba.
—Traed entonces una jarra de vuestro mejor vino para el muchacho por el favor que me ha hecho —sugirió el desconocido mientras echaba hacia atrás la capucha—. Mi nombre es Manrique de Salas, mercader zaragozano. ¿A quién debo agradecer tanta bondad?
—Berenguer de Queralt, señor —respondí con voz ronca, como de aguardiente, y el cuerpo tenso y agarrotado como un palo—. Soy mercader de lanas y vinos de la villa de Castelló.
Se sentó enfrente, en un taburete, y cuando el tabernero hubo regresado a sus toneles, susurró: "por todos los cielos, Berenguela, ¿qué hacéis aquí, vestida de esa manera?"
—¡Oh mi señor! ¡Sois vos! ¡No puedo creerlo! ¡Sois vos y estáis bien! ¡Estáis libre! Mas..., ¿qué hacéis vestido de mercader, sin vuestro clamys? ¿Por qué habéis rasurado vuestra barba? ¿Y esos cabellos largos? ¡Es que ya no pertenecéis al Temple, don Alonso? —pregunté esperanzada.
—Creo que habrá que hablar largo y tendido por ambas partes. Demasiado tiempo.
—¡Cinco años, señor! ¡Cinco años sin veros ni sabre de vos! ¡Aún creo que estoy soñando, que lo que está pasando es fruto de mi imaginación! Mas ahora, disimulemos, pues se acerca el mesonero con el vino.
Oh, boca que sorbía mi boca. Oh, brazos fuertes y musculosos, estrujándome contra su pecho. Oh sus ojos, negras antorchas de luz en los míos. Oh, mi señor don Alonso, mi amor, mi dios, mi cadena.
Oh, la mísera y dichosa yacija que acogió sobre sus pajas nuestros cuerpos desnudos. Oh, la luminosa vela, deshilándose gota a gota, como nuestro deleite y nuestros anhelos.
Oh, tormenta, fría y desapacible, dulce cuna que envolvió en su manta de truenos la calidez de nuestros besos.
¡Oh, amor! ¡Oh, mi señor! ¡Oh, momento, mil veces soñado, mil veces deseado! ¡Oh, mi señor, ojos, boca y cuerpo de mi señor en el mío!
Y luego, con nuestros cuerpos abrazados, quitándonos la palabra con preguntas y besos, con besos y respuestas.
Su exilio, él, en una lejana encomienda de Aragón, dos años en los más bajos servicios. Luego, el perdón de sus superiores y la prohibición de aproximarse al reino de Valencia. Más tarde, mientras besaba mis cabellos cortados, habló de sus funciones de enlace en el Temple. "Son malos tiempos —decía—. Hay que estar preparados para lo peor". Pero luego volvía a besarme y a abrazarme: "¡Cuánto te he añorado, amor mío! ¡Me sentía morir ante la idea de no volver a verte jamás! ¿Cómo he podido sobrevivir a tal tortura?" Y yo asentía, yo también sentía lo mismo, yo también le amaba.
—¡Qué hermosa eres, Berenguela! —repetía embelesado, mientras sus manos recorrían mi cuerpo, anhelantes—. ¡Eres aún más hermosa de como te recordaba!
Y yo, aturdida, feliz, completa. Toda ojos y labios y manos que acariciaban y cuerpo que lo recibía. Y entre beso y caricia le narré la muerte del arriero y mi huida. Y mi amado quería matarlo con sus propias manos. "¡Pero si ya está muerto!". Pero luego reía con el corte de trenzas, nuestros disfraces varoniles, nuestros oficios deseados, nuestra vida de crápulas en los figones. "¡Qué par de dementes!". Y por fin, la muerte de Valeria, mi dolor, mi desamparo. Y él amaba y quería cubrir con besos tantas soledades.
Su mueca de celos al hablarle de Ezra. Yo, henchida de orgullo. "Oh, amor mío. No tengáis temor: todo sois vos para mí. Todo habéis sido vos. Todo seréis vos".
Un sueño, sí... Un sueño de una noche breve y gozosa como los sueños dichosos. Han pasado tantos años que aún siento sus labios cálidos sobre los míos y el llanto y el desgarro, tan doloroso, de la despedida.
Y luego la áspera soga de días. Días que caen fríos como la escarcha.
Más tarde, la aceptación de la realidad, árida y sin esperanza como las pesadillas. Y el vacío..., y la noche larga, larga, larga, de la nostalgia...
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