jueves, 15 de mayo de 2014

"Bésame mucho", de FORTUNATA BARRIOS (PERÚ, 1.965-, d.n.e.)

CAPÍTULO I: BÉSAME MUCHO,
perteneciente al libro "Romina",
de fecha 2013 d.n.e.


Fortunata Barrios
Uno no sabe en qué momento ni por qué, si por obra del azar o por designios del destino, el deseo despierta y abre puertas que tal vez nunca más se puedan cerrar, puertas hasta entonces ignoradas, misteriosa- mente tapiadas, por el olvido, el miedo, o ambos. Todo empezó esa tarde en casa de Alejandro. Él trabajaba en la computadora; yo, en el sillón. Al cabo de algunas horas me sentía agotada. Hacía mucho calor. Dejé de lado mis papeles y me dediqué a contemplarlo sin que él lo notara: su mirada, su boca, sus manos, sus antebrazos, todo era perfecto. De pronto recordé cómo, en la época de la academia preuniversitaria, todas las chicas babeaban por él; cómo, cada vez que se volteaba hacia la pizarra, nuestras miradas se posaban en ese atributo suyo, esa parte del cuerpo masculino cuyo atractivo muchos hombres subestiman o incluso ignoran: trasero como el de Alejandro no había. Ahora yo podía hacer mucho más que dirigirle a ese cuerpo, a ese trasero, miradas de codicia. La condición de una relación formal, de enamorados, le permite a una tomar más fácilmente ciertas iniciativas, aunque algunos patas (eso lo intuía yo ya a esas alturas) no fueran amigos de ellas. Pero Alejandro no era de esos, así que me acerqué a él, despacio, con la mirada  fija en su  firme, pálido cuello, y lo abracé por detrás. Paseé mi boca entreabierta por su nuca y luego hacia los contornos, mientras mis manos se introducían por el cuello de su camisa, hacia abajo. La suavidad de la piel de su pecho lampiño facilitaba un descenso lento y perfectamente continuo, como si algo hubiera lubricado mis palmas. Me detuve a palpar sus tetillas y él arqueó su cabeza hacia atrás, pegándola fuertemente contra mi pecho. (Esta era una revelación, un triunfo que podía atribuirme con orgullo: Alejandro había des- cubierto conmigo el poder brutal de esas partes de su cuerpo que muchos no se dejan tocar, hasta que lo permiten, para siempre). Mientras mis brazos se estiraban hacia su vientre, mi cara se hundía en su cabellera, cuyo olor me había seducido desde nuestros inicios: el aroma áspero de su cuero cabelludo mezclado con la frescura de su pelo castaño enmarañado. Cuando llegué al cierre, su pantalón estaba por explotar. Lo abrí y acaricié su pene para ponerlo más duro, como si eso fuera posible. Su cuerpo estaba inmóvil, todo menos su cabeza que se ladeaba contra mi pecho. Hasta que no pudo más. Se levantó de un salto, hizo la silla a un lado, se volteó hacia mí, me subió la falda, apartó mi calzón, me levantó por las nalgas de modo que se abrieran lo suficiente para entrar, y me la metió fuerte, con una precisión formidable. Y siguió moviéndose sin salir demasiado de esa profundidad, manteniéndose en ella como si buscara, en redondo y hacia los lados, una horizontalidad imposible, mientras yo lo apretaba con todas las fuerzas de mi interior. Terminamos empapados, casi sin aire, apoyados a medias en su mesa de trabajo y, acto seguido, el ruido de la puerta nos bajó del cielo. Tenía que ser Mateo, que llegaba de dictar clases a esa hora. Hacía meses que alquilaban juntos ese departamento en Miraflores. Nos acomodamos la ropa atolondrados y nos plantamos ante la pantalla, como si hubiéramos estado chambeando. Yo fingía, pero Alejandro miraba de verdad, porque de pronto pegó un grito desgarrado que casi me mata:

—¡Nooo, carajo! ¡No puede ser!

Durante nuestro tórrido trajín, alguna mano o dedo o quién sabe qué había apretado una combinación de teclas nefasta que le había borrado todo: el archivo de PowerPoint que tenía que presentar el día siguiente ante sus clientes estaba vacío. Es increíble cómo en una pareja más o menos constituida el odio sucede con tanta facilidad al amor. Alejandro me odió, con alma y cuerpo, aunque no me lo dijera. Lo sentí en el fuego de una mirada que me reclamaba que mi polvo le había salido demasiado caro.

En ese tenso trance nos encontró Mateo, que venía, para variar, acompañado de una chica nueva. Esta tenía el mismo estilacho que todas las otras que le había conocido. Típica señorita de su casa, perfecta, maquillada pero no mucho, vestida con ropa de marca pero sport, tacos no muy altos y peinado casi de peluquería. Ni gorda ni flaca, sobria por todas partes, aburrida y, seguramente, tonta. Era una de esas mujeres que me hacía sentir tetona, culona, indecentemente voluptuosa. Se llamaba Clara. Cuando intercambiamos el típico beso de presentación, temí que identificara el olor a sexo que sin duda emanaba de mí. Por suerte, la chica no tenía pinta de poseer mucho olfato... Habíamos quedado en ir con ellos al bar de La Gloria y luego a bailar a Bizarro, pero el traspié cibernético había anulado, en lo que a mí concernía, esos planes. Mateo, intuyendo bronca en ciernes, ofreció unos whiskies. Alejandro se negó porque tenía que rehacer lo perdido. Yo pedí uno doble en las rocas, por favor, antes de irme a mi casa, y la pareja se metió a la cocina. El silencio se puso pesado entre Alejandro y yo, hasta que me dijo con tono mustio y suplicante:

–Anda con ellos, por favor. Les vamos a cagar el plan si no; la idea era salir con nosotros. Además, la chica quería conocerte porque ya está terminando Arquitectura.

–¿No será más bien que Mateo quiere impresionarla porque se la quiere tirar? La verdad es que no estoy de ánimo, ahora no me provoca conocer a nadie... No sé, veremos cómo me cae un trago después de una ducha.

Me llamaron desde la salita cuando los vasos es- tuvieron servidos. Yo sabía que al cabo de un vaso de whisky podía cambiar de opinión. Mateo era un tipo simpático, entrador, gracioso. Y muy guapo. Pero a mí nunca me había atraído demasiado, porque era de esos hombres de gustos tan indiscriminados que finalmente resultan insulsos. Tenía gran afección por las putas (por las caras y por las no tan caras, eso lo sabía yo por Alejandro), tanto como por las rucas, por las ruconas y por las perfectitas, como Clara. Jamás me había parecido que se    jara en mí. Y yo, por mi parte, siempre evité, conscientemente evité, al menos hasta el segundo trago de esa noche, que me gustaran los amigos de mis novios. Pero, como digo, eso estaba por cambiar. Algo se me despertó esa noche tras el segundo whisky. El sexo reciente, el mal humor de Alejandro, la de la niña buena, o todo junto tuvo que ver con que, de repente, Mateo se me apareciera como un hombre absolutamente apetecible. Y a medida que mi deseo aumentaba, mi cuerpo se acomodaba a esta nueva sensación, despertándose, amoldando su forma, como si se preparara para algo inminente. Mientras conversábamos los tres, me preguntaba sorprendida cómo era posible sentirme excitada si no había transcurrido ni una hora desde el encuentro por demás satisfactorio con Alejandro. ¿Me estaría pasando con el sexo lo mismo que a veces me sucedía con la comida o con el sueño, o sea, que a más horas de sueño, más sueño, y a más comida, más hambre? Y para colmo comprobaba que la presencia de Clara no hacía sino más intensa mi inquietud. Tenía piernas y brazos de niña atleta en pleno desarrollo: eso que había en ella de infantil me resulta- ba muy provocativo. Entre asustada y ansiosa, trataba de ahuyentar de mi mente esos pensamientos confusos, tan inusitados y peligrosamente perversos, cuando la voz de Mateo me hizo tocar tierra:

—Vámonos, que se hace tarde.

Salimos del departamento despidiéndonos de Alejandro en coro desde la sala. Ya estábamos embalados los tres. Nos subimos a la camioneta de Mateo, Clara adelante y yo atrás, como correspondía. Ella quería Oxígeno, rock de los ochenta; yo, La Inolvidable, tus mejores recuerdos. La dejé ganar, con la promesa de que el regreso sería con mi estación. Me senté detrás del asiento del conductor, apoyando mi cuerpo sobre él, como si mi deseo pudiera atravesar el cuero, el relleno, los resortes de su respaldar, y llegar a él. Inclinaba mi cabeza hacia adelante, como para hablarles a los dos, pero rozando el oído derecho de Mateo y siempre a punto de apoyar mi mentón sobre su hombro. Tuve que hacer grandes esfuerzos para retener mi mano izquierda, que quería meterse entre el asiento y la puerta para tocar su brazo, su hombro, sus abdominales, lo que fuere. Pero jamás daría un paso semejante sin estar segura de ser correspondida. Jamás. Cuando sentía que el descontrol me ganaba, que resultaba muy evidente y que podía estar haciendo roche, me inclinaba hacia atrás hasta apoyarme en mi propio asiento. Pero entonces me encontraba con su mirada atrevida, llena de ganas, fija en mí, en el espejo retrovisor. ¿Eran alucinaciones mías o estábamos en las mismas?

Al llegar a La Gloria, pedimos un martini cada uno. Por lo menos sabía chupar la señorita, o eso parecía. Siendo sincera, para ese entonces ya me caía bien. Había apurado la segunda copa y se había devorado casi todas las conchitas a la naranja (mis favoritas) que nos habían traído, nada menos que a petición de la niña atleta. No es infrecuente que estas chicas no coman y se alimenten básicamente de agua mineral con limón. Que Clara se mostrara dada a estos placeres me sorprendía y me gustaba.

Como no había lugar en las mesas, nos habíamos sentado en el    final de la barra, casi en un rincón, él en medio de las dos, bien pegados los tres. El contacto de mi pierna con la de Mateo empezó a transmitirme una electricidad que no podía ser solo un delirio mío. Al comienzo no estuve segura, pero luego el roce empezó a ser cada vez más deliberado de su parte, era evidente. Me estaba tocando con su pierna, me estaba sobando de modo que mi falda se levantara cada vez más. Pasó su brazo izquierdo, que Clara no podía ver, por detrás de mi silla, introdujo su mano entre mi falda y mi polo, y tanteó con dedos hábiles y sutiles hasta recorrer el comienzo de mi raya, y de ahí subió hacía mi espalda repasando con su mano extendida mi cintura; y volvió a bajar, cada vez más... Mientras rogaba que no dejara de hacer aquello, mi mano derecha se aferraba a todo lo largo de su muslo que, ahora lo recordaba, era de una belleza extraordinaria: fuerte pero esbelto. Por suerte, Clara se venía despachando un monólogo de frases inconexas pero chistosas. Todos coincidimos en pedir una tercera ronda rápidamente, antes de que llegaran más piqueos y Clara se fuera, providencialmente, al baño. Sin sacar su mano, Mateo acercó su boca a mi oído y me lamió, y sentí que su respiración se metía por ese túnel y salía por cada uno de los poros de mi piel de gallina.

Clara regresó pálida, con el anuncio de haberse pasado de vueltas con tanto martini y rogando que la lleváramos a su casa. Estábamos más o menos cerca de San Isidro, y así lo hicimos, yo en el asiento trasero, estática, con los ojos cerrados, cantando a gritos para mis adentros «Bésame mucho». Clara permaneció semidesmayada sobre la ventana del auto hasta que Mateo la ayudó a bajar y a embocar la llave en la cerradura de su casa. Una vez solos, no dijimos palabra; ni siquiera me pasé adelante. Mateo estacionó la camioneta en un parque poco iluminado, bajó y se subió atrás, llevando su boca directamente a la mía. Primero nos besamos lento, solo con los labios relajados y las bocas entreabiertas reconociéndose; luego, muy poco a poco, lamiendo los contornos de esas aperturas laxas; después, dejando que las puntas de nuestras lenguas se tocaran por un instante, solo por un instante, y enseguida un poco más, hasta enroscarse y recorrerse todas, y al punto que nuestros labios se encajaran para volver a separarse hacia el roce mínimo, delicado, y volvieran a succionarse otra vez, a acariciarse, a morderse. Y así seguimos, en una eternidad de matices infinitos. Lo que irradiaba de nuestras bocas se extendía como lava por todos mis rincones. Todo mi cuerpo estaba en mi boca, o mi boca en todo mi cuerpo, no sé. Tampoco supe en qué momento, sin despegar sus labios, Mateo introdujo su dedo medio por debajo de mi calzón mojado y lo instaló en mi clítoris, exactamente allí donde lo hubiera puesto yo, y lo pulsó con la intensidad y el ritmo con que también lo hubiera hecho yo. Como si se tratara de una zona recorrida por él desde siempre. Cuando me sintió terminar, su dedo avanzó hacia mis profundidades y su mano entera se aferró fuerte a mi pubis. También yo lo había masturbado hasta el  final sin darme cuenta. En el corto recorrido hasta mi casa no hubo contacto alguno entre nuestros cuerpos, ni palabras. Solo miré el vacío, llena de algo desconocido, y así me bajé del auto.

Ya en mi cuarto, tirada en mi cama, me percaté de lo mucho que hacía que Alejandro y yo no nos besábamos así. Los besos son lo primero que se pierde en una pareja, pensé con tristeza. Me pregunté si acaso había que resignarse a perderlos para ser    el. Y me sentí capaz de todo con tal de no vivir sin ellos. ¿Por qué era tan difícil encontrar un beso así? El beso se me revelaba como la forma más intensa, sutil y escurridiza del amor, la más valiosa, la única que no podía proporcionarme yo misma. Me dormí con el sabor de Mateo en mis labios calientes, hinchados, palpitantes, esperando con todo el cuerpo volver a besarlo, pero mucho más.


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