CAPÍTULO I: BÉSAME MUCHO,
perteneciente al libro "Romina",
de fecha 2013 d.n.e.
perteneciente al libro "Romina",
de fecha 2013 d.n.e.
Fortunata Barrios |
Uno no sabe en qué momento ni por qué, si por obra del azar o por
designios del destino, el deseo despierta y abre puertas que tal vez nunca más
se puedan cerrar, puertas hasta entonces ignoradas, misteriosa- mente tapiadas,
por el olvido, el miedo, o ambos. Todo empezó esa tarde en casa de Alejandro.
Él trabajaba en la computadora; yo, en el sillón. Al cabo de algunas horas me
sentía agotada. Hacía mucho calor. Dejé de lado mis papeles y me dediqué a
contemplarlo sin que él lo notara: su mirada, su boca, sus manos, sus
antebrazos, todo era perfecto. De pronto recordé cómo, en la época de la
academia preuniversitaria, todas las chicas babeaban por él; cómo, cada vez que
se volteaba hacia la pizarra, nuestras miradas se posaban en ese atributo suyo,
esa parte del cuerpo masculino cuyo atractivo muchos hombres subestiman o
incluso ignoran: trasero como el de Alejandro no había. Ahora yo podía hacer
mucho más que dirigirle a ese cuerpo, a ese trasero, miradas de codicia. La
condición de una relación formal, de enamorados, le permite a una tomar más
fácilmente ciertas iniciativas, aunque algunos patas (eso lo intuía yo ya a
esas alturas) no fueran amigos de ellas. Pero Alejandro no era de esos, así que
me acerqué a él, despacio, con la mirada
fija en su firme, pálido cuello,
y lo abracé por detrás. Paseé mi boca entreabierta por su nuca y luego hacia
los contornos, mientras mis manos se introducían por el cuello de su camisa,
hacia abajo. La suavidad de la piel de su pecho lampiño facilitaba un descenso
lento y perfectamente continuo, como si algo hubiera lubricado mis palmas. Me
detuve a palpar sus tetillas y él arqueó su cabeza hacia atrás, pegándola
fuertemente contra mi pecho. (Esta era una revelación, un triunfo que podía
atribuirme con orgullo: Alejandro había des- cubierto conmigo el poder brutal
de esas partes de su cuerpo que muchos no se dejan tocar, hasta que lo permiten,
para siempre). Mientras mis brazos se estiraban hacia su vientre, mi cara se
hundía en su cabellera, cuyo olor me había seducido desde nuestros inicios: el
aroma áspero de su cuero cabelludo mezclado con la frescura de su pelo castaño
enmarañado. Cuando llegué al cierre, su pantalón estaba por explotar. Lo abrí y
acaricié su pene para ponerlo más duro, como si eso fuera posible. Su cuerpo
estaba inmóvil, todo menos su cabeza que se ladeaba contra mi pecho. Hasta que
no pudo más. Se levantó de un salto, hizo la silla a un lado, se volteó hacia
mí, me subió la falda, apartó mi calzón, me levantó por las nalgas de modo que
se abrieran lo suficiente para entrar, y me la metió fuerte, con una precisión
formidable. Y siguió moviéndose sin salir demasiado de esa profundidad,
manteniéndose en ella como si buscara, en redondo y hacia los lados, una
horizontalidad imposible, mientras yo lo apretaba con todas las fuerzas de mi
interior. Terminamos empapados, casi sin aire, apoyados a medias en su mesa de
trabajo y, acto seguido, el ruido de la puerta nos bajó del cielo. Tenía que
ser Mateo, que llegaba de dictar clases a esa hora. Hacía meses que alquilaban
juntos ese departamento en Miraflores. Nos acomodamos la ropa atolondrados y
nos plantamos ante la pantalla, como si hubiéramos estado chambeando. Yo fingía,
pero Alejandro miraba de verdad, porque de pronto pegó un grito desgarrado que
casi me mata:
—¡Nooo, carajo! ¡No puede ser!
Durante nuestro tórrido trajín, alguna mano o dedo o quién sabe
qué había apretado una combinación de teclas nefasta que le había borrado
todo: el archivo de PowerPoint que tenía que presentar el día siguiente ante
sus clientes estaba vacío. Es increíble cómo en una pareja más o menos
constituida el odio sucede con tanta facilidad al amor. Alejandro me odió, con
alma y cuerpo, aunque no me lo dijera. Lo sentí en el fuego de una mirada que
me reclamaba que mi polvo le había
salido demasiado caro.
En ese tenso trance nos encontró Mateo, que venía, para variar,
acompañado de una chica nueva. Esta tenía el mismo estilacho que todas las
otras que le había conocido. Típica señorita de su casa, perfecta, maquillada
pero no mucho, vestida con ropa de marca pero sport, tacos no muy altos y peinado casi de peluquería. Ni gorda
ni flaca, sobria por todas partes, aburrida y, seguramente, tonta. Era una de
esas mujeres que me hacía sentir tetona, culona, indecentemente voluptuosa. Se
llamaba Clara. Cuando intercambiamos el típico beso de presentación, temí que
identificara el olor a sexo que sin duda emanaba de mí. Por suerte, la chica no
tenía pinta de poseer mucho olfato... Habíamos quedado en ir con ellos al bar
de La Gloria y luego a bailar a Bizarro, pero el traspié cibernético había anulado,
en lo que a mí concernía, esos planes. Mateo, intuyendo bronca en ciernes,
ofreció unos whiskies. Alejandro se negó porque tenía que rehacer lo perdido.
Yo pedí uno doble en las rocas, por
favor, antes de irme a mi casa, y la pareja se metió a la cocina. El
silencio se puso pesado entre Alejandro y yo, hasta que me dijo con tono mustio
y suplicante:
–Anda con ellos, por favor. Les vamos a cagar el plan si no; la
idea era salir con nosotros. Además, la chica quería conocerte porque ya está
terminando Arquitectura.
–¿No será más bien que Mateo quiere impresionarla porque se la
quiere tirar? La verdad es que no estoy de ánimo, ahora no me provoca conocer a
nadie... No sé, veremos cómo me cae un trago después de una ducha.
Me llamaron desde la salita cuando los vasos es- tuvieron
servidos. Yo sabía que al cabo de un vaso de whisky podía cambiar de opinión.
Mateo era un tipo simpático, entrador, gracioso. Y muy guapo. Pero a mí nunca
me había atraído demasiado, porque era de esos hombres de gustos tan
indiscriminados que finalmente resultan insulsos. Tenía gran afección por las
putas (por las caras y por las no tan caras, eso lo sabía yo por Alejandro),
tanto como por las rucas, por las ruconas y por las perfectitas, como Clara.
Jamás me había parecido que se jara en
mí. Y yo, por mi parte, siempre evité, conscientemente evité, al menos hasta el
segundo trago de esa noche, que me gustaran los amigos de mis novios. Pero,
como digo, eso estaba por cambiar. Algo se me despertó esa noche tras el
segundo whisky. El sexo reciente, el mal humor de Alejandro, la de la niña
buena, o todo junto tuvo que ver con que, de repente, Mateo se me apareciera
como un hombre absolutamente apetecible. Y a medida que mi deseo aumentaba, mi
cuerpo se acomodaba a esta nueva sensación, despertándose, amoldando su forma,
como si se preparara para algo inminente. Mientras conversábamos los tres, me
preguntaba sorprendida cómo era posible sentirme excitada si no había
transcurrido ni una hora desde el encuentro por demás satisfactorio con
Alejandro. ¿Me estaría pasando con el sexo lo mismo que a veces me sucedía con
la comida o con el sueño, o sea, que a más horas de sueño, más sueño, y a más
comida, más hambre? Y para colmo comprobaba que la presencia de Clara no hacía
sino más intensa mi inquietud. Tenía piernas y brazos de niña atleta en pleno
desarrollo: eso que había en ella de infantil me resulta- ba muy provocativo.
Entre asustada y ansiosa, trataba de ahuyentar de mi mente esos pensamientos
confusos, tan inusitados y peligrosamente perversos, cuando la voz de Mateo me
hizo tocar tierra:
—Vámonos, que se hace tarde.
Salimos del departamento despidiéndonos de Alejandro en coro desde
la sala. Ya estábamos embalados los tres. Nos subimos a la camioneta de Mateo,
Clara adelante y yo atrás, como correspondía. Ella quería Oxígeno, rock de los ochenta; yo, La Inolvidable,
tus mejores recuerdos. La dejé ganar,
con la promesa de que el regreso sería con mi estación. Me senté detrás del
asiento del conductor, apoyando mi cuerpo sobre él, como si mi deseo pudiera
atravesar el cuero, el relleno, los resortes de su respaldar, y llegar a él.
Inclinaba mi cabeza hacia adelante, como para hablarles a los dos, pero rozando
el oído derecho de Mateo y siempre a punto de apoyar mi mentón sobre su hombro.
Tuve que hacer grandes esfuerzos para retener mi mano izquierda, que quería
meterse entre el asiento y la puerta para tocar su brazo, su hombro, sus
abdominales, lo que fuere. Pero jamás daría un paso semejante sin estar segura
de ser correspondida. Jamás. Cuando sentía que el descontrol me ganaba, que
resultaba muy evidente y que podía estar haciendo roche, me inclinaba hacia
atrás hasta apoyarme en mi propio asiento. Pero entonces me encontraba con su
mirada atrevida, llena de ganas, fija en mí, en el espejo retrovisor. ¿Eran
alucinaciones mías o estábamos en las mismas?
Al llegar a La Gloria, pedimos un martini cada uno. Por lo menos
sabía chupar la señorita, o eso parecía. Siendo sincera, para ese entonces ya
me caía bien. Había apurado la segunda copa y se había devorado casi todas las
conchitas a la naranja (mis favoritas) que nos habían traído, nada menos que a
petición de la niña atleta. No es infrecuente que estas chicas no coman y se
alimenten básicamente de agua mineral con limón. Que Clara se mostrara dada a
estos placeres me sorprendía y me gustaba.
Como no había lugar en las mesas, nos habíamos sentado en el final de la barra, casi en un rincón, él en
medio de las dos, bien pegados los tres. El contacto de mi pierna con la de
Mateo empezó a transmitirme una electricidad que no podía ser solo un delirio
mío. Al comienzo no estuve segura, pero luego el roce empezó a ser cada vez más
deliberado de su parte, era evidente. Me estaba tocando con su pierna, me
estaba sobando de modo que mi falda se levantara cada vez más. Pasó su brazo
izquierdo, que Clara no podía ver, por detrás de mi silla, introdujo su mano
entre mi falda y mi polo, y tanteó con dedos hábiles y sutiles hasta recorrer
el comienzo de mi raya, y de ahí subió hacía mi espalda repasando con su mano
extendida mi cintura; y volvió a bajar, cada vez más... Mientras rogaba que no
dejara de hacer aquello, mi mano derecha se aferraba a todo lo largo de su
muslo que, ahora lo recordaba, era de una belleza extraordinaria: fuerte pero
esbelto. Por suerte, Clara se venía despachando un monólogo de frases inconexas
pero chistosas. Todos coincidimos en pedir una tercera ronda rápidamente, antes
de que llegaran más piqueos y Clara se fuera, providencialmente, al baño. Sin
sacar su mano, Mateo acercó su boca a mi oído y me lamió, y sentí que su
respiración se metía por ese túnel y salía por cada uno de los poros de mi piel
de gallina.
Clara regresó pálida, con el anuncio de haberse pasado de vueltas
con tanto martini y rogando que la lleváramos a su casa. Estábamos más o menos
cerca de San Isidro, y así lo hicimos, yo en el asiento trasero, estática, con
los ojos cerrados, cantando a gritos para mis adentros «Bésame mucho». Clara
permaneció semidesmayada sobre la ventana del auto hasta que Mateo la ayudó a
bajar y a embocar la llave en la cerradura de su casa. Una vez solos, no
dijimos palabra; ni siquiera me pasé adelante. Mateo estacionó la camioneta en
un parque poco iluminado, bajó y se subió atrás, llevando su boca directamente
a la mía. Primero nos besamos lento, solo con los labios relajados y las bocas
entreabiertas reconociéndose; luego, muy poco a poco, lamiendo los contornos de
esas aperturas laxas; después, dejando que las puntas de nuestras lenguas se
tocaran por un instante, solo por un instante, y enseguida un poco más, hasta
enroscarse y recorrerse todas, y al punto que nuestros labios se encajaran para
volver a separarse hacia el roce mínimo, delicado, y volvieran a succionarse
otra vez, a acariciarse, a morderse. Y así seguimos, en una eternidad de
matices infinitos. Lo que irradiaba de nuestras bocas se extendía como lava por
todos mis rincones. Todo mi cuerpo estaba en mi boca, o mi boca en todo mi
cuerpo, no sé. Tampoco supe en qué momento, sin despegar sus labios, Mateo
introdujo su dedo medio por debajo de mi calzón mojado y lo instaló en mi clítoris,
exactamente allí donde lo hubiera puesto yo, y lo pulsó con la intensidad y el
ritmo con que también lo hubiera hecho yo. Como si se tratara de una zona recorrida
por él desde siempre. Cuando me sintió terminar, su dedo avanzó hacia mis
profundidades y su mano entera se aferró fuerte a mi pubis. También yo lo había
masturbado hasta el final sin darme
cuenta. En el corto recorrido hasta mi casa no hubo contacto alguno entre
nuestros cuerpos, ni palabras. Solo miré el vacío, llena de algo desconocido, y
así me bajé del auto.
Ya en mi cuarto, tirada en mi cama, me percaté de lo mucho que
hacía que Alejandro y yo no nos besábamos así. Los besos son lo primero que se pierde en una pareja, pensé con
tristeza. Me pregunté si acaso había que resignarse a perderlos para ser el. Y me sentí capaz de todo con tal de no
vivir sin ellos. ¿Por qué era tan difícil encontrar un beso así? El beso se
me revelaba como la forma más intensa, sutil y escurridiza del amor, la más
valiosa, la única que no podía proporcionarme yo misma. Me dormí con el sabor
de Mateo en mis labios calientes, hinchados, palpitantes, esperando con todo el
cuerpo volver a besarlo, pero mucho más.
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